Elena López Riera, la última revelación del cine español, deslumbra con ‘El agua’, y su realismo mágico en Orihuela
El debut en el largometraje de la cineasta es una inmersión entre la ficción y el documental para ilustrar una historia de transmisiones orales de mitos de madres a hijas
Por encima de las tierras y de sus gentes está el agua. Como riada, como diluvio destructor en su incontinencia, como inundación devastadora. Y por debajo, el líquido queda ahí, interpelando, por ejemplo, a unas mujeres que sienten que su presencia o ausencia marca su existencia. Elena López Riera (Orihuela, Alicante, 40 años) no tuvo ninguna duda al titular su salto al largometraje: El agua. En su coctelera ha entrado de todo: juventud y senectud, realismo y ficción, problemas apegados a la tierra y género fantástico, los miedos atávicos de Orihuela, botellones y bares, y los eternos y universales desencuentros de los seres humanos. Y todo ello en unos escuetos 104 minutos. Tras su arranque festivalero en Cannes, en la Quincena de Realizadores, este viernes, 4 de noviembre, llega a los cines españoles El agua.
Como propuesta para debutar en el largo, López Riera se la ha jugado. “Si la ruedo de veinteañera hubiera cedido a las presiones; me rebelo contra las opiniones que solo entienden el blanco o el negro. Las zonas grises son parte de la vida”. Y por eso no ha olvidado en su guion el cúmulo de relaciones tóxicas “que viven las mujeres en sus interacciones con los hombres, con esa agua, entre madres e hijas”. La cineasta quería “explorar la complejidad de las relaciones humanas y de los seres humanos con elementos no humanos”. Y remata la reflexión: “A mí me parece, y habrá gente que no esté de acuerdo, que todas las relaciones emocionales son complejas, que implican cosas buenas y malas, que conllevan cariño y violencia. Cuidado, no de la física, sino que considero que, por ejemplo, el amor es violento porque provoca heridas y dolores. Y si hacía una película, no quería esconder esa faceta”.
En esas decisiones arriesgadas, a lo largo del metraje, mujeres reales hablan a la cámara sobre su relación especial con el agua, a la que sienten en su vida, en su carácter, a través incluso de su feminidad y su maternidad. “De los cuatro elementos clásicos, el agua es el único que es dual. No quiero sonar cursi, pero es así. Sin agua no hay vida, en la Tierra al menos, y eso ha marcado la historia de la humanidad. A la vez, el agua mata, provoca miedos. Nadar era de ricos hace años, porque pocos sabían. Esa dualidad la acarreo en mi interior: he sufrido las riadas, con cinco años me tocó la de 1987. A la vez, Orihuela es una zona agrícola, necesitamos el agua para unos cultivos... inventados: los naranjos no nacieron allí por generación espontánea. Y esa industria intensiva, de terrible impacto ecológico; por contra, es fundamental en la región. ¿Y qué hacemos con el calentamiento global? En los próximos años, el agua va a faltar en unas partes del planeta y en otras va a sobrar. Lo dicho, me gusta la complejidad”.
Esas mujeres que describen sus miedos atávicos —mientras la ficción avanza entroncada a la herencia genética, al feminismo y las complicadas relaciones entre madres e hijas, sean cuales sean sus edades― fueron una apuesta personal de la directora. “Pensé que sería rompedor, y algunos me pedían que las quitara. Y un día, volví a ver Cuando Harry encontró a Sally, ¡y allí Rob Reiner hizo lo mismo! El origen de la película era ese terror al agua en el que me crié, esas supercherías para convocar o detener tormentas. Con el tiempo descubrí que hay una explicación científica para la DANA, que me parece un nombre poético, una depresión aislada en niveles altos... Con ellas no se explica todo, y entra ahí la leyenda, la herencia oral con las que mujeres relataban y transmitían el mundo, que igualaba lo cotidiano con lo fantástico. Lo confiesan ante la cámara sin pudor y con toda su verdad”.
El realismo mágico de Orihuela
El currículo de López Riera, que se ha ganado la vida como profesora y programadora de festivales y que vive en Suiza desde la crisis de 2008, es extraño en el cine español. “En Orihuela no había cine, ni en mi casa, vídeo. Soy más lectora que cinéfila, a cambio, pienso mucho las imágenes”. El gusanillo le entró por las películas que veía en televisión; posteriormente estudió Comunicación Audiovisual en Valencia y entró en el colectivo Lacasinegra, “donde fui haciendo y haciendo, la mejor manera de aprender, y creo que eso explica mi manera poco ortodoxa de hacer cine”, en la que da el mismo valor a una imagen filmada con un móvil que con una cámara. “Me interesa lo disonante”, advierte, y se nota en que la historia abuela-madre-hija la encarnan Nieve de Medina, Bárbara Lennie y una chica de San Bartolomé, pedanía de Orihuela, un volcán llamado Laura Pamies, que López Riera encontró con 15 años en 2019: la pandemia afectó profundamente a este rodaje, cuando la cineasta ya había buscado a los intérpretes más jóvenes en escuelas de danza, botellones, fiestas y rastreando Instagram. “Ahora la gente se sorprende con que haya rodajes con actores no profesionales, naturales, cuando eso ha ocurrido siempre en la historia del cine. A mí me apetecía eso que podría chirriar, dos profesionales que además no son de la zona, lo que añade un extrañamiento a los personajes, con la gente de la vega baja”.
El realismo mágico de Orihuela podía haberse caído en el montaje. La cineasta lo recuerda con rotundidad: “Me negué. El agua hubiera sido sin los testimonios una película, desde luego, más eficaz y vendible, otra más de un cine independiente indolente. No podía caer en eso. Cada plano debe de ser pensado, somos responsables de las imágenes que hacemos. Y son mis decisiones, con mis errores incluidos, que bien me los he trabajado [risas]. Esas mujeres reales dan legitimidad a la parte de ficción, quedan registradas y sus historias, hasta ahora orales, archivadas”.
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