El legado que España le robó a España
Se cumple un siglo del “autoexpolio” de cientos de obras de arte malvendidas y enviadas al exilio estadounidense con la colaboración necesaria del Estado, la Iglesia, académicos, anticuarios y una sociedad analfabeta en el lenguaje del patrimonio
“Sustracción total de las pinturas”. El escueto telegrama dejaba perplejos a los miembros de la Comisión Provincial de Monumentos de Soria y certificaba el exilio de los frescos de la ermita de San Baudelio. Un año atrás —el 24 de abril de 1925— el Tribunal Supremo había dado permiso a los vecinos del pequeño pueblo soriano de Casillas de Berlanga para que vendieran los murales románicos. El comerciante que estaba detrás de la operación, León Levi, cumplía así su propósito de arrancar los frescos mediante la novedosa técnica del strappo para enrollarlos y venderlos cómodamente fuera del país. Hoy se encuentran repartidos entre distintos museos de Estados Unidos (Nueva York, Indianápolis, Cincinnati) y la sala 051C del Museo del Prado. España escribía así un episodio definitivo en el “autoexpolio” de su patrimonio, el fenómeno que hace un siglo privó a los ciudadanos de cientos de obras de arte, malvendidas con la cooperación del Estado, la Iglesia, académicos, anticuarios y una sociedad que carecía de toda noción del concepto de patrimonio.
El amargo episodio de San Baudelio era también el fin de un litigio de años entre los guardianes de la ermita —uno de los templos más enigmáticos y sorprendentes de la arquitectura medieval española— y el italiano Levi. Por supuesto que el anticuario se había aprovechado de la ignorancia de los propietarios, que utilizaban la capilla para encerrar ovejas o guardar aperos de labranza, para hacerse con su tesoro pictórico a cambio de 50.000 pesetas. Pero nada tenía que esconder: la venta había sido amparada por la Justicia española y consentida —por acción u omisión— por la Iglesia y los académicos de arte e historia. En una entrevista publicada en la prensa local de la época, Levi se atrevía incluso a sacar los colores a las autoridades españolas con durísimas acusaciones, denunciando el “abandono” al que el Estado tenía sometidos sus tesoros artísticos.
Claro que Levi no era ningún filántropo, pero sus palabras estaban (dolorosamente) llenas de verdad. Una década atrás, el comerciante judío había colaborado en la operación que sacó de Monforte de Lemos (Lugo) la obra más importante de Hugo van der Goes, pintor flamenco heredero de maestros como Rogier van der Weyden. El Gobierno alemán quería regalar la pintura de La adoración de los magos al káiser Guillermo II y, a tal fin, ofreció al Colegio de la Compañía del municipio lucense una suma considerable: 1.262.800 pesetas. Las negociaciones levantaron una fenomenal polvareda que trascendió a los medios de comunicación, aunque el revuelo social no cambiaría un milímetro la decisión del ministro de Instrucción Pública, Álvaro Figueroa y Torres, conde de Romanones, de autorizar la polémica venta, que ya era inminente.
Justo antes de que se consumara la expatriación, personalidades del mundo de la cultura y el arte, como Emilia Pardo Bazán, Mariano Benlliure o Joaquín Sorolla, impulsaban una suscripción popular con el ánimo de reunir la misma cantidad que ofrecía Alemania, evitando de esta forma que la pintura saliera de Monforte. La loable iniciativa dejaría en evidencia a todo un país: apenas se lograría recaudar el 10% del objetivo. En esta ocasión, quien reprendía al pueblo español era el escritor José Martínez Ruiz, Azorín, autor de una reveladora carta pública en La Vanguardia en la que, ya por entonces, se exponían los fundamentos del fenómeno del “autoexpolio”.
“Por nosotros mismos”
En efecto, Azorín se mofaba sin piedad de la ridícula suma económica recolectada para salvar la obra de Van der Goes, prueba indiscutible de que “la gran masa carecía de toda noción de arte”. El articulista se preguntaba: “Cómo clamamos ahora en estruendosa greguería ante la venta de un cuadro no español ni mejor que otros que tenemos en nuestro Museo [del Prado]”, mientras palacios, pinturas, tapices o libros “van destruyéndose por nuestra incuria y nuestra barbarie, o van emigrando de España, vendidos por nosotros mismos”. En aquel lejano mes de abril de 1913, Azorín ponía el dedo en la llaga, apuntando a un patrimonio desconocido e ignorado, “vendido por nosotros mismos”. Es decir, “autoexpoliado”.
Monasterios completos, portadas de iglesias, retablos o esculturas de época medieval suelen citarse en la extensa, inabarcable, nómina de víctimas del “autoexpolio”. Menos lamentaciones se escuchan, sin embargo, ante la pérdida de espléndidas piezas, repletas de sutileza, por ser consideradas artes menores. Es el caso de los botes de marfil fabricados por artesanos hispano-musulmanes en el siglo X, durante el periodo de esplendor del Califato omeya de Córdoba. Hoy se custodian en un lugar destacado del Museo del Louvre parisiense o entre los fondos de la Hispanic Society of America, en Nueva York. El que actualmente figura en el Victoria & Albert fue generosamente entregado al museo londinense por el erudito español Juan Facundo Riaño, fruto de una estrecha colaboración personal. El padre de los catálogos provinciales que se redactarían a principios del siglo XX para proteger los monumentos españoles había negado, en cambio, el disfrute de la delicada joya de marfil a sus propios paisanos, inaugurando así una nueva forma de “autoexpolio”.
Y así es como el Estado, la Iglesia, una aristocracia en decadencia y una sociedad aletargada en su propia ignorancia robaron a España una parte importante del legado español. A menudo estos hechos han recibido el apelativo de expolio —en lugar de un término más preciso como “autoexpolio”—, para descargar la responsabilidad del desfalco en comerciantes y anticuarios ávidos de negocio. Es innegable que fue así, pero, más allá de que actuaran con el beneplácito de las autoridades y que ambas partes —comprador y vendedor— obtuvieron un beneficio, ¿acaso no portaban sangre española los innumerables intermediarios que recorrieron ciudades y pueblos en busca de tesoros y facilitaron su venta a los grandes agentes internacionales?
¿El último “autoexpolio”?
Por fortuna, la Ley del Tesoro Artístico Español (1933), que llegó con la II República, puso coto a la desbandada del arte español. Lástima que la nota discordante la pusiera el propio Estado al incumplirla en 1957. Fue entonces cuando el régimen franquista accedió a entregar a Estados Unidos el ábside de la iglesia de San Martín de Fuentidueña (Segovia), monumento nacional desde 1931. Manuel Gómez-Moreno, considerado patriarca de la historiografía española, también dio su beneplácito a una operación en la que su hija Carmen, conservadora en el Metropolitan, se encargaría de dirigir el desmontaje y envío de la cabecera románica a la subsede The Cloisters, también en Nueva York. El destino se guardaba una cruel ironía: España recibía a cambio unas pocas pinturas de la ermita de San Baudelio —las que hoy figuran en El Prado— tras un destierro de más de tres décadas.
En realidad, el caso Fuentidueña no fue el último “autoexpolio”. Desde la partida de su ábside, hace ahora más de seis décadas, han fracasado diferentes iniciativas para restaurar y dignificar las ruinas de la iglesia. No es un caso aislado. El olvido, el abandono y la falta de inversiones son las principales causas del fenómeno del “autoexpolio” en el siglo XXI. Según la asociación Hispania Nostra, más de un millar de edificios históricos corren el riesgo de desaparecer, si no se actúa sobre ellos. Una cifra demoledora frente a un dato esperanzador. Vecinos y asociaciones —en particular, en el mundo rural— luchan hoy contra la desaparición definitiva de su patrimonio, como lo demuestran las importantes inversiones logradas por las localidades burgalesas de Villamorón o Fuenteodra. Pese a todo, donde hay un monumento en peligro, siempre habrá un guardián dispuesto a protegerlo.
José María Sadia es periodista y autor de ‘El autoexpolio del patrimonio español’ (Almuzara, 2022).
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