‘Dido y Eneas’, un festín musical con danza superpuesta
La ópera se comporta como algo sin acabar y que invita a proyectos que den cuerpo a la pieza que, no obstante, es extraordinaria
Muy pocas son las óperas del siglo XVII que visitan el repertorio actual, entendiendo por actual las últimas décadas o incluso casi todo el siglo XX. Está, desde luego, la fundacional Orfeo, de Monteverdi y, por extensión sus últimas óperas venecianas, aunque con bastante precaución. Están las pocas que van viendo la luz del que fue el más destacado operista post Monteverdi, Francesco Cavalli. Y, ya al finalizar el siglo, aparece una producción del más grande compositor inglés del barroco, Henry Purcell, Dido y Eneas. La fenomenal acogida que ha tenido, aunque sea con mucho más de 300 años de retraso, no termina de borrar la tortuosa caminata que tuvo que pasar esta ópera, la única de su autor y una de las pocas inglesas dignas de ese nombre hasta que Haendel se estableció en Londres.
Dido y Eneas consta que se estrenó en una escuela femenina de mujeres en Chelsea en 1689, pero existe la suposición de que pudo ver la luz con anterioridad. Su estreno en un teatro lírico sucedió a inicios del siglo XVIII, ya con Purcell fallecido. Y, tras esto, la nada hasta 70 años más tarde. En ese 1770 Dido y Eneas, y Purcell en general, eran ya considerados música “antigua”. Sin embargo, fue en ese momento en el que aparece una partitura de la ópera, incompleta hasta un punto que no somos capaces de evaluar, y convierte esta ópera en una obra breve, alrededor de una hora en una época en que las óperas estaban escritas para echar la tarde. Se sabe de partes que no se han encontrado, el inicio, por ejemplo, de otras partes, se supone. La parte orquestal en esa partitura, casi un siglo posterior, está escrita para un grupo de cuerda y el resto son sugestiones.
En consecuencia, Dido y Eneas se ha comportado como un work in progress, algo sin acabar y que invita constantemente a proyectos que den cuerpo a la pieza que, no obstante, es extraordinaria, tanto en el tratamiento del inglés como en los elementos musicales, el coro, la melodía vocal, las danzas y un fuerte aroma al estilo francés que estaba en boga en esos años de la restauración monárquica en la Corte de Londres.
Con todos estos elementos, William Christie y sus prodigiosos músicos y cantantes de Les Arts Florissants han hecho de esta obra una pieza emblemática. Ya en 1985 realizaron una grabación de referencia que se sitúa como marco para esta producción más enjuta, prácticamente camerística, en la que el grupo instrumental está compuesto por ocho músicos nada más, cinco de cuerda, dos flautas dulces y el propio Christie al clave concertando el grupo. El coro es también un colectivo justo, ocho voces de las que Christie extrae a varios a modo de solistas con notable éxito. Dieciséis músicos en total a los que se añaden tres solistas para los papeles protagonistas a los que me referiré ahora. Con este cuerpo musical, Christie y su ya legendario grupo realizan un trabajo antológico. Christie añade fragmentos musicales, el inicio, por ejemplo, y moldea a placer esta obra que tanto se adapta a las hipótesis felices de cómo debería ser realmente una obra. Teniendo en cuenta que, excepto una versión de concierto en el Teatro Real en 2013, Dido y Eneas no se ha visto en Madrid nunca, que yo sepa, costará olvidar este festín que, de la mano del Teatro Real, se ha trasladado a la sala grande de Teatros del Canal.
Antes de concluir con la parte musical, es obligado citar a los tres protagonistas: Renato Dolcini, un barítono conformado para la música antigua, realiza un doble papel, el protagonista Eneas y el malvado Hechicero, en realidad Hechicera; excelente en ambos registros y muy idiomático, como se espera de un especialista. Luego está Ana Viera Leite, que borda el papel de Belinda, la solícita asistente de Dido, una bella voz de soprano que dibuja la energía necesaria para emitir la expresividad justa. Y, como colofón, Lea Desandre, una Dido de muchos quilates que, no sin justicia, se llevó la ovación principal; una Dido delicada y melancólica, con un timbre delicioso y que, como se esperaba, brindó un recital de sutileza en el aria final de su personaje, la celebérrima When I am laid in earth, uno de los grandes lamentos operísticos del siglo XX.
Pero esta producción tenía algo más, un aporte de danza a cargo de la coreógrafa Blanca Li. Su concepto dancístico es primoroso y la traducción del sexteto de su compañía está a la altura del desafío que les plantea Li. No obstante, no parece haberle beneficiado la cercanía del antológico montaje de Orfeo de hace un par de meses en el Real, con similar aportación dancística de Sasha Waltz. En efecto, no todo funciona cuando se superponen lenguajes; y si a Waltz le sonrió la fortuna en su milagroso encaje de la danza en una ópera, en el caso de Li, hay momentos de reiteración y de insistencia en ocupar el espacio que pesan. Lo más delicado del asunto es que el relativo cansancio que se provoca es independiente de la gran prestación artística del grupo de danza y del derroche de imaginación que plantea Li. Es una pena que un montaje de matrícula de honor, termine en un notable alto por un exceso de fogosidad artística.
Dido y Eneas
Música de Henry Purcell. Libreto de Nahum Tate. Dirección musical, William Christie. Dirección de escena y coreografía, Blanca Li. Coro y Orquesta de Les Arts Florissants. Bailarines, Compañía Blanca Li. Dramaturgia, Pierre Attrait. Iluminación, Caty Olive. Escenografía y creación de Matière-Lumiére, Evi Keller. Reparto: Dido, Lea Desandre; Eneas / Hechicera, Renato Dolcini; Belinda, Ana Viera Leite; Primera bruja, Maud Gnidzaz; Segunda bruja, Virginie Thomas; Marinero, Jacob Lawrence. Nueva producción del Teatro Real y Teatros del Canal, coproducción con la Opéra de Versalles, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, el Teatro Imperial de Compiegne y Les Arts Florissants. Teatros del Canal de Madrid. 17, 18, 20, 21 y 22 de enero.
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