Erismena: la resurrección
El Festival de Aix-en-Provence recupera el desbordante genio operístico de Francesco Cavalli
Las mejores noticias vividas en los últimos años en el floreciente ámbito de la ópera barroca han tenido casi siempre el mismo nombre y apellido: Francesco Cavalli. Las óperas del italiano quedaron enterradas en el silencio durante décadas, hasta que encontraron por fin sus primeros valedores, como Raymond Leppard, que con tanto arrojo como impropiedad estilística resucitó casi de la nada algunos títulos hoy familiares (Ormindo, La Calisto) a finales de los años sesenta del siglo pasado, en un escenario reservado tradicionalmente al gran repertorio como el Festival de Glyndebourne (Reino Unido).
El entusiasmo y la audacia de Leppard no despertaron muchos más abogados defensores para la causa y Cavalli ha tenido que esperar prácticamente hasta este siglo para encontrar otras manos redentoras. Estas se han repartido por igual entre musicólogos (Ellen Rosand, el español Álvaro Torrente), directores de escena (Olivier Lexa) y directores musicales (René Jacobs, Ivor Bolton, Leonardo García Alarcón) y gracias a su entusiasmo y proselitismo bien entendido, la música de Cavalli empieza a mostrar unos perfiles cada vez más nítidos y a acumularse una enorme pila de razones para admirarlo. Programar sus óperas o sus piezas sacras ha dejado de ser un gesto estrafalario, y públicos de muchos teatros y festivales han podido comprobar que Cavalli es, entre otras cosas, el heredero natural de Claudio Monteverdi. No solo porque en la recta final de su vida ocupara también él, como había hecho años atrás quien debió de ser su más que posible maestro o mentor, el puesto de maestro de capilla de la basílica de San Marcos de Venecia. En la ciudad donde nació la ópera como un empeño público y comercial, Cavalli fue uno de de sus principales impulsores.
Leonardo García Alarcón es quizá, junto con Ivor Bolton (que pronto llevará Giasone al Teatro Real de Madrid, aún virgen en temas cavallianos), el más pertinaz promotor de las óperas del italiano. En 2013 ya trajo al Festival de Aix-en-Provence otra de sus creaciones, Elena, cuatro años posterior a la que cerró ayer, viernes, la pentalogía de óperas con que se ha inaugurado por todo lo alto este verano la cita provenzal: Erismena, estrenada originalmente en Venecia en 1655. Como entonces, se trataba, casi con toda certeza, de una primicia absoluta para todo el público que llenaba idéntico teatrito, el del Jeu de Paume, un marco ideal, por acústica e intimidad, para dar vida a una partitura de estas características.
El mayor elogio que puede hacerse de la puesta en escena de Jean Bellorini es que ayuda a seguir y comprender mejor la obra, sin inventar historias paralelas ni meterse en charcos innecesarios. Apoyada en un espacio escénico muy sencillo y una bien pensada iluminación, y con un vestuario colorista, heterogéneo y un tanto disparatado (aunque no más que el propio argumento de la obra), supo activar las risas sin estridencias en los momentos cómicos y, evitando distracciones, reforzó el impacto emocional en los más expresivos. Algunas de las bombillas empezaron a explotar cuando llegó la traca final de anagnórisis y van revelándose a unos y otros las identidades reales de las dos mujeres protagonistas: no ser quien pareces ser es un locus classicus de estas primeras óperas venecianas. García Alarcón ha dado en el clavo al confiar ambos papeles (Erismena y Aldimira) a dos magníficas cantantes que han hecho gala, además, de un incontestable dominio escénico. Es posible que Francesca Aspromonte tenga una mayor soltura estilística en este repertorio, y una voz de mayor calidad, pero Susanna Hurrell ha supuesto todo un descubrimiento: aunque no es su repertorio más frecuentado, se mueve en las sinuosidades vocales y las fórmulas recurrentes del Barroco como pez en el agua, con el nada desdeñable aliciente de que es también una magnífica actriz que contacta de inmediato con el público.
En el resto del reparto (una vez más, jovencísimo, la tónica habitual en Aix-en-Provence, donde se tiene a gala programar casi masivamente a antiguos alumnos de su academia), destacó el Orimeno de Jakub Józef Orliński, que, como gran saltimbanqui que es, nos obsequió nada más salir a escena con una de sus piruetas. Mejor de lo que suele ser habitual en él estuvo otro contratenor, Carlo Vistoli, como Idraspe; imponente físicamente y adecuadamente caricaturesca la nodriza del tenor Stuart Jackson (en un papel escrito en su día para contralto) y valiente y comunicativa la Flerida de Lea Desandre. Con tan solo 11 instrumentistas, y él mismo tocando el clave, García Alarcón logró llenar de sonido el Jeu de Paume. La música de Cavalli exige completar el somero guion que ha llegado hasta nosotros y el argentino, que ha madurado mucho en los últimos años, lo hace con criterio, entusiasmo y excelentes mimbres. La música avanza con fluidez y no se atasca en ningún momento, gracias, sobre todo, a una abultada sección de continuo en la que destacó, como siempre que toca con cualquier grupo, el ubicuo laudista Thomas Dunford.
Tras el final de la representación, el público salía a la Rue de l’Opéra con rostros de auténtica felicidad y sin parar de verter elogios. A la calidad intrínseca de lo que acabábamos de ver y escuchar había que sumar el valor añadido que posee siempre el deslumbramiento de la primera vez. Erismena ha resucitado, por fin, y Francesco Cavalli ha vuelto decididamente para quedarse.
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