Un Handel moderadamente bueno
El director William Christie y Les Arts Florissants cosechan un gran triunfo en el Auditorio Nacional con una versión a ratos deslavazada de ‘L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato’
Hay muchos motivos para visitar la abadía de Westminster, en Londres. Para quien le guste la música, por ejemplo, está la posibilidad de asistir a los servicios religiosos que se celebran allí cada día, especialmente la Evening Prayer de las cinco de la tarde, en la que canta generosamente el extraordinario coro de la abadía. De camino al asiento puede aprovecharse para echar una ojeada al llamado Rincón de los Poetas, donde descansan o se recuerda a muchos de los más grandes nombres de la literatura inglesa, de Geoffrey Chaucer a Philip Larkin, de Edmund Spenser a Ted Hughes, de William Shakespeare a Charles Dickens, de Jane Austen a Thomas Hardy, de Samuel Johnson a William Blake. Sin embargo, no fue hasta 1737 —su republicanismo confeso es la única explicación posible de la tardanza— cuando John Milton contó con un monumento fúnebre en este lugar de privilegio. Era el homenaje póstumo lógico a quien se consideraba en el siglo XVIII “el poeta predilecto” de esta nación y “el ornamento y la gloria de su país”, cuyo cuerpo fue enterrado en 1674 en el cementerio londinense de St. Giles Cripplegate.
L'Allegro, il Penseroso ed il Moderato
Rachel Redmond (soprano), James Way (tenor), Sreten Manojlović (bajo) y Leo Jemison (niño soprano). Les Arts Florissants. Director: William Christie. Auditorio Nacional, 8 de marzo.
Es también muy cerca del Rincón de los Poetas, en el transepto meridional de la abadía, donde se depositaron, esta vez sin demora, los restos de George Frederic Handel (la grafía inglesa de su nombre grabada en la piedra) bajo una lápida de mármol negro: tres días antes de su muerte, el compositor firmó un codicilo en su testamento expresando su deseo tanto de ser enterrado en Westminster como de que se erigiera un monumento en su memoria. A su grandioso funeral asistieron más de tres mil personas y la estatua a tamaño real del compositor, ahora rebautizado como George Frederick, realizada por Louis-François Roubiliac y desvelada en 1762, se encuentra justo encima de su lápida. Tras ella, entre nubes, se ven un órgano y un ángel tocando un arpa. Con su mano derecha, Handel sujeta una partitura con el íncipit de “I know that my Redeemer liveth”, un aria para soprano de Messiah, su oratorio más frecuentado.
Lo que conviene recordar es que Handel retrasó la composición de esta obra para alumbrar, en cambio, la que se interpretó el martes, 8 de marzo, en el Auditorio Nacional de Madrid, que sirvió para unir por fin su nombre al de John Milton, considerado en su tiempo el más grande poeta en lengua inglesa, gracias fundamentalmente a la fama imperecedera y las incesantes reediciones de Paradise Lost, una de las cimas indiscutibles de la literatura universal. Handel declinó en varias ocasiones, sin embargo, las diversas propuestas que le llegaron en forma de libretos para poner música a algunos de los más de diez mil versos que contiene la epopeya lírica de su compatriota. Pero sí aceptó la propuesta de su amigo James Harris de valerse de un texto en el que se alternaran versos de L’Allegro e Il Penseroso, dos poemas breves de un joven Milton (153 y 176 versos, respectivamente), que los expertos datan en torno a 1631-1632, aunque no se publicarían hasta 1645. Uno de sus libretistas de confianza, Charles Jennens, escribió de su propia cosecha el texto que inspiró la tercera parte de la obra, Il Moderato. Es, como casi siempre, una historia protagonizada por hombres (Milton, Handel, Harris, Jennens), pero en un concierto celebrado el 8 de marzo muchos debieron de traducir libremente el título de la obra (que retrata estados de ánimo o tipos psicológicos universales) como La Alegre, La Pensativa y La Moderada. ¿Por qué no? La Eva que dibuja Milton en Paradise Lost es una mujer sorprendentemente moderna para su tiempo.
William Christie (que lucía en el bolsillo superior de su chaqueta un pañuelo con los colores de la bandera ucraniana, además de sus característicos calcetines de color rojo pasión) y Les Arts Florissants gozan de bula en Madrid y, como sucedió el martes, siempre son calurosísimamente aplaudidos, con ese cariño adicional que se dispensa a los viejos amigos. No obstante, en varias décadas de actuaciones en la capital, como en botica, ha habido de todo, desde aquel milagroso Atys de Lully, en 1992 en el Teatro de la Zarzuela, que aún sigue flotando en nuestra memoria, hasta el Mesías de 2016, en el Auditorio Nacional, tan cercenado y desfigurado que lo mejor es relegarlo al olvido. Vuelve ahora el estadounidense con otro Handel, un compositor con el que no suele mostrar la mejor de las sintonías. Esta vez no ha habido cortes, aunque sí se ha decidido prescindir —desgraciadamente— de los siete números adicionales que Handel añadió durante el primer año de vida interpretativa de la obra. Luego, en 1743, llegaría una revisión mucho más exhaustiva, en la que Handel reordenó buena parte del contenido y prescindió de la tercera parte (Il Moderato).
Aunque sabemos que en su día Handel hacía preceder siempre la interpretación de cada parte de la obra de un (generalmente nuevo) concerto grosso o concierto para órgano a modo de obertura, y a pesar de que el programa anunciaba al comienzo, ejerciendo esta función, el Concerto grosso op. 6 núm. 10, Christie decidió atacar directamente —y sin mucha lógica histórica— el primer recitativo acompañado de L’Allegro, que se inicia igual que el poema homónimo de Milton, con su orden de alejarse a la “detestada Melancolía, nacida de Cerbero y la negrísima medianoche”. Y fueron suficientes estos 19 compases iniciales para intuir, como así fue, que el tenor James Way iba a depararnos pocas alegrías. Con voz a menudo inaudible (sobre todo en el registro grave), técnica deficiente y recursos expresivos muy limitados, no logró brillar, pese a su entusiasmo y determinación, en una sola de sus intervenciones. Algo mejor cantó Rachel Redmond, también justa de volumen, aunque con agudos bonitos y buena línea de canto, si bien mucho más centrada en las notas que en el texto, relegado tristemente a un segundo o tercer plano. El barítono (más que bajo) Sreten Manojlović al menos conocía bien su parte, que cantó de memoria, con algo parecido a una semiactuación e intentado insuflar vitalidad a una interpretación global a menudo acartonada y mortecina. Musicalmente, por desgracia, tampoco sobrepasó el discreto nivel demostrado por sus compañeros.
Muy pendiente de su partitura, Leo Jemison cantó con seguridad, pero con escaso encanto, aun en el caramelo final de la primera parte, la maravillosa aria con carillón, un instrumento que Handel ya había utilizado en Saul y que fue aquí sustituido —y salimos perdiendo mucho con el cambio— por una celesta. Jemison protagonizó, en cambio, el momento solista mejor cantado de la tarde, el aria “And ever against eating cares”, con el texto de Milton debidamente dicho y resaltado, lo cual tuvo un efecto inmediato de contagio en el resto de la segunda parte, donde por fin instrumentistas, coro y el propio Christie elevaron el tono un tanto plúmbeo de la interpretación hasta ese momento. Contribuyó también lo suyo la excelente Béatrice Martin, magnífica tanto en “There let the pealing organ blow” como en su posterior fuga en solitario, respondida por fin por un grupo y un Christie decididamente inspirados en “These pleasures”, uno de esos coros en los que, sin saberlo, Handel acercaba posiciones con Bach. Aun sin ese tipo de semejanzas con su estricto contemporáneo, otro buen momento fue el coro final de la obra, “Thy pleasures, Moderation, give”, escrito alla breve y dirigido por Christie con el tempo justo y sin esos gestos teatrales (o teatreros) de cara a la galería que había prodigado anteriormente, especialmente los dirigidos a sus cantantes, y sobre todo al niño, que tenía a su espalda y que difícilmente podían verlos.
Antes, en el magnífico coro final, sin embargo, había habido varios lunares, el más perceptible de todos el muy deficiente solo de violonchelo del aria “But oh, sad Virgin, that thy power”. La escritura es exigentísima, es cierto, pero todo apunta a que el solo está concebido para un violonchelo piccolo, de cinco cuerdas, semejante al que tuvo en mente Bach para su Suite núm. 6. Aunque Francisco Caporale (el violonchelista estrechamente asociado con Handel) debía de ser un gran virtuoso, sin una quinta cuerda resulta muy difícil traducir la agilidad y levedad que demanda la partitura. Ya desde el comienzo, encaramado a posiciones antinaturales, David Simpson se estrelló contra un muro y allí se mantuvo. En otra aria con soprano, “Sweet bird”, el flautista Serge Saitta se enfrentó también como pudo a la escritura ornitológica y profusamente ornamentada de Handel, sin mayores descalabros que varios desajustes con la soprano, pero tampoco con grandes glorias ni sutilezas tímbricas. Los solos de trompa y, sobre todo, de trompeta rayaron a mucho mejor nivel, aunque en este capítulo los mayores honores deben reservarse a la citada Béatrice Martin. Emocionaba ver todavía entre el grupo instrumental al veteranísimo Jonathan Cable, un contrabajista incombustible, con más de medio siglo de carrera a sus espaldas, iniciada en la época de los pioneros con Nikolaus Harnoncourt y su Concentus Musicus.
A veces da la sensación de que Christie se deja llevar sin más, y sin apenas dirigir o concertar, confiando en un éxito seguro, pero vivir de las rentas, sin esfuerzo, sin recurrir a los mejores instrumentistas o cantantes, suele dar pobres resultados sobre un escenario. Es lo que pasó el martes en el Auditorio Nacional, en un concierto en el que un pequeño tramo a un nivel notable (el final de Il Penseroso) no compensó muchos otros momentos intrascendentes, cuando no tediosos. Lo mejor fue poder escuchar una obra excepcional, programada con mucha menos frecuencia de la deseable, el fruto de aquel único encuentro entre el mejor poeta inglés del siglo XVII y el mejor músico (adoptivo) inglés del siglo XVIII, una partitura colosal cuya grandeza y diversidad han sonado en Madrid bastante atemperadas. Lejos de amilanarse en su encuentro con un gigante, Handel obró auténticos prodigios, que invitan a ser traducidos con el mismo entusiasmo y deslumbramiento que debieron apoderarse de él durante la rauda composición de la obra. Al escuchar su traducción sonora de los versos de Milton, viene a la memoria, porque le resulta aplicable en idéntica medida, aquello que afirmaría décadas después Eduard von Bauernfeld (él mismo un ilustre traductor de Shakespeare al alemán) a propósito de su amigo Franz Schubert, en concreto al respecto de su capacidad para habitar, comprender y realzar poemas ajenos cuando decidía ponerles música en sus canciones: “¡Quien entiende así a los poetas es, también él, un poeta!”.
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