‘Ariodante’ exprés
Resulta difícilmente justificable los numerosos cortes -guadaña, más que tijeras, en mano- que infligió William Christie a la partitura
Con justo una semana de diferencia han podido oírse en Madrid dos óperas de Handel: Rinaldo en el Auditorio Nacional y Ariodante en el Teatro Real. Aquella supuso la presentación operística del músico alemán en Londres en 1711 y fue la primera ópera creada específicamente para la ciudad por cualquier compositor. Ariodante tiene también algo de primicia, ya que se convirtió en el debut operístico de Handel en lo que era para él un nuevo teatro, el del Covent Garden, donde se estrenó el 8 de enero de 1735. Curiosamente, y teniendo en cuenta que la casi totalidad de la trayectoria operística de Handel transcurrió en Londres, Ariodante es la única ópera de su extenso catálogo cuya acción se desarrolla en las Islas Británicas, en concreto en Escocia, “en Edimburgo y en las partes vecinas”, como reza el libreto.
Al igual que Rinaldo, también Ariodante se ha ofrecido en Madrid en versión de concierto, lo que facilita mucho las cosas a los programadores y, por supuesto, abarata inmensamente los costes, al tiempo que atrae a mucho menos público y, este suele ser el caso en el Teatro Real, a un público también algo diferente del habitual, a su vez muy dispar del que suele acudir al Auditorio Nacional a convocatorias similares. El mayor señuelo era, por supuesto, la presencia de William Christie, un veterano de las corrientes interpretativas historicistas, un nombre consagrado y un visitante habitual de nuestro país desde hace al menos tres décadas, Sin embargo, es imposible ocultar una marcada sensación de desilusión, en línea con la impresión que ya nos dejó en sus dos últimas visitas a Madrid: con su Monsieur de Pourceaugnac de Lully en los Teatros del Canal en enero de 2016 y con un flojísimo Mesías de Handel en diciembre de ese mismo año. Nada que ver con aquel Christie maravillosamente afrancesado que nos deslumbró en 1992 en el Teatro de la Zarzuela con una inolvidable Atys, también de Lully.
Handel no ha sido nunca el compositor más afín al director estadounidense, pero lo que resulta difícilmente justificable fueron los numerosos cortes -guadaña, más que tijeras, en mano- que infligió a la partitura. Y llovía sobre mojado, porque algo parecido hizo en aquel Mesías en las postrimerías de 2016: por eso el título de esta crónica enlaza tristemente con el de aquella. Hubo desapariciones de todos los gustos y colores: desde supresiones de arias o recitativos en su totalidad (Apri le luci, en el primer acto, o Se tanto piace al cor, en el segundo) hasta cortes del da capo característico de las arias (incontables ejemplos, incluido el dúo final del tercer acto) o, lo que es casi peor, la desaparición de la prescrita repetición de la primera parte del aria tras la sección contrastante del da capo (como sucedió, entre muchas otras, en Voli colla sua tromba o Il mio crudel martoro): algo así como tocar un minueto y trío sin la repetición del minueto. También pasaron a mejor vida las diversas danzas al final de los tres actos, e incluso el coro final (Sa trionfar ognor virtute). No hace falta decir que, con semejante carnicería, todo el equilibrio musical de la obra se viene abajo irremediablemente.
Ariodante
Música de George Frideric Handel. Kate Lindsey, Chen Reiss, Hila Fahima y Christophe Dumaux, entre otros. Les Arts Florissants. Director: William Christie. Teatro Real, 18 de marzo.
Si en Rinaldo resultaba fácil identificar a los cantantes más destacados, el grupo de jóvenes solistas vocales elegidos por Christie mostró un nivel muy parejo: no hubo ningún patinazo serio, pero tampoco ninguno poseía una personalidad o unas maneras arrebatadoras. Si bien, al contrario que en Rinaldo, es justo admirar que todos ellos cantaron de memoria, lo que dice mucho del trabajo preparatorio previo. Por valentía y entrega, quizá debe mencionarse en primer lugar al contratenor Christophe Dumaux, un Polinesso creíble y manipulador, aunque sus méritos interpretativos se ven empañados por un timbre vocal poco agradable y bruscos cambios de color. Rainer Trost cantó muy bien su aria del primer acto (Del mio sol vezzosi rai), pero luego fue diluyéndose hacia el anonimato. Chen Reiss cantó con suma corrección el personaje de Ginevra, aunque su interpretación resultó siempre fría e inexpresiva, mientras que la Dalinda de Hila Fahima, también israelí, fue en exceso ligera e intrascendente.
Kate Lindsey tiene una voz pequeñísima, insuficiente para encarnar a Ariodante, y no posee ni la fuerza ni la claridad que Charles Burney señaló como las características más relevantes del arte del castrato Giovanni Carestini, para quien Handel escribió el papel. A menudo inaudible en la coloratura (que acompaña de extrañas muecas faciales), Lindsey canta con buen gusto y musicalidad, pero no supo transmitir en ningún momento el peso específico del personaje, cuya talla sí han sabido emular en otro tiempo grandes cantantes como Janet Baker, Anne Sofie von Otter o Joyce DiDonato. Fue en su gran aria Dopo notte, en el tercer acto, donde más asomaron todas sus carencias. Wilhelm Schwinghammer posee una notable voz de bajo, pero no siempre consigue dominarla ni dotarla de la necesaria flexibilidad.
Tampoco Christie logró elevar el nivel interpretativo más allá de la corrección. Con la orquesta extrañamente pegada a la concha acústica que se dispuso sobre el escenario, hubo numerosos desajustes e incluso entradas en falso. La dirección fue a ratos plúmbea, sin alma, aburrida, áspera, anodina, sin nervio, y los mejores momentos llegaron no en los momentos más brillantes, sino en las arias más apacibles, como la ya citada Del mio sol vezzosi rai. Violines y violas prescindieron de la sordina prescrita por Handel en Scherza infida, con la que concluyó la primera parte, y lo único que mantuvo una cierta consistencia, sin altibajos, fue la autónoma sección del continuo, con los veteranos David Simpson y Jonathan Cable (violonchelo y contrabajo, respectivamente), el excelente clave de Benoît Hartoin y la tiorba y el laúd -por momentos demasiado creativos e intervencionistas- de Arash Noori. El público fue muy generoso en los aplausos finales y reservó los más sonoros e insistentes, claro, para William Christie. No estaba muy claro si iban dirigidos a la leyenda, o al gran director de otras tardes, o al músico más bien irrelevante al frente de un Ariodante inmisericordemente cercenado y que no pasará a la historia.
Babelia
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