Jeff Beck, el más atípico de los héroes de la guitarra
El fallecido músico tenía, como dicen los flamencos, “inspiración y locura”. Con el tiempo, se conformó con el virtuosismo
Lo denominaron “el Delta de Surrey”, en humorística referencia al celebrado Delta del Misisipi, cuna del blues afroamericano. Efectivamente, en el condado de Surrey, pegadito al área metropolitana de Londres, nacieron hacia 1944 tres de los guitarristas definitorios del glorioso rock inglés: Jimmy Page, Jeff Beck y Eric Clapton. Y sí, se conocieron, intercambiaron enseñanzas e incluso fueron pasando por las filas de un grupo-catapulta: los Yardbirds. De aquel trío de hacheros, como se decía entonces, se puede afirmar que Jeff Beck, muerto el martes, fue el más imaginativo y, posiblemente, el mejor dotado en términos técnicos.
Su vocabulario sonoro resultaba pasmoso: jugaba con la tensión de las cuerdas, se aproximaba a sonoridades indias o arábigas, integraba los efectos de feedback, machacaba la palanca de vibrato, exploraba el fuzz y otros pedales. Se notaba cuando empezaba a tocar pero resultaba imposible saber cómo terminaría. Los colegas guitarristas le escuchaban con la boca abierta, literalmente: era un show, era un shock.
Lo que plantea una pregunta incómoda: ¿cómo es posible que Beck solo alcanzara una fracción del éxito conquistado por sus dos coetáneos? Tenía una paleta musical infinitamente más rica que la de Clapton, que pocas veces se ha despegado del blues. Page era casi tan ecléctico como el recién fallecido, pero le perdía su tendencia al saqueo: el debut de Led Zeppelin imita punto por punto los hallazgos del primer Jeff Beck Group, que contaba con un (imaginen) entonces tímido Rod Stewart como cantante.
No es frivolidad afirmar que Beck estaba bastante más apasionado por los hot rods, coches de época modificados, que por sus guitarras Fender. Nunca se esforzaba demasiado: renunció a actuar en el Festival de Woodstock de 1969 para no tener que viajar a las montañas de Nueva York, alegando muchos años después que detestaba “a los hippies”. Sus dos primeros elepés, Truth (1968) y Beck-Ola (1969), se hicieron deprisa y con demasiados rellenos. Su desidia contrastaba con la férrea voluntad de Page y su astuta adecuación al mercado de los conciertos largos y las radios de FM sin listas. Mientras Led Zeppelin se pateaba cada rincón clave de Estados Unidos, Beck se encerraba en su taller automovilístico o estaba hospitalizado tras algún accidente de carretera.
Llegó tarde al bum de los supergrupos: se alió con la sección rítmica de los estadounidenses Vanilla Fudge en Beck, Bogart & Appice, una locomotora carente de sutileza. En general, a Jeff le faltaba mano izquierda: tuvo la muy audaz idea de juntarse en el cuartel general del sello Motown con los Funk Brothers, los instrumentistas del celebrado “sonido Detroit”, algo que no intentó ningún otro rockero. Desdichadamente, no llegó a comprender las peculiaridades de aquellos músicos de culo pelado ni los modos de trabajar en aquel estudio. No se han editado nunca esas grabaciones.
Su vagancia le mantuvo demasiado tiempo atado a Mickie Most, un productor de éxitos pop que no entendía la nueva sensibilidad y le hacía grabar merengues como Love is Blue, éxito de Eurovisión, modernizando la versión instrumental de la orquesta de Paul Mauriat. Cierto es que luego probó fortuna con productores más ambiciosos, como Steve Cropper, George Martin, Ken Scott o Jan Hammer. Esas colaboraciones funcionaban a corto plazo pero no había proyecto de larga distancia: sus dones prodigiosos se desperdiciaban, en espasmos sin continuación.
Ocurre además que Beck intimidaba. Los miembros de Pink Floyd pensaron en él para reemplazar a Syd Barrett pero no se atrevieron a hacerle la propuesta. Algo similar ocurrió con los Rolling Stones y solo Mick Jagger logró contar con aquella relampagueante guitarra para sus discos en solitario. Poco a poco, en el negocio entendieron que no era un ogro: tocaba en sesiones y conciertos de todo tipo de cantantes como invitado estelar, cobrando cachés generosos.
En sus propios discos, tras intentar rehacer el Jeff Beck Group, se fue inclinando hacia el jazz-rock, la llamada “fusión”, con ese tipo de pirotecnias que esencialmente impresionan a los colegas (fue acumulando premios Grammy en la categoría de rock instrumental). Solo raramente recuperaba la vesania de sus inicios, como ocurrió en Crazy Legs (1993), un frenético homenaje a Cliff Gallup, el guitarrista de los Blue Caps, banda de acompañamiento del pionero Gene Vincent.
Con el tiempo, se acomodó al papel de virtuoso: flaco como un espantapájaros, melena teñida como ala de cuervo, jefe implacable de músicos temerosos, arrogancia cool. Complacía al personal con lecturas etéreas de Nessum dorma, Over the Rainbow o A Day in the Life y frustraba a los que esperábamos destellos de aquella psicodelia de mediados de los sesenta: Surrey quedaba muy lejos.
Babelia
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