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Pink contra Floyd: una fortuna para cerrar 35 años de conflicto

Waters y Gilmour, que se disputan el legado de la banda, vuelven a chocar, ahora por la guerra en Ucrania. En paralelo, negocian la venta de su catálogo de canciones por unos 500 millones

Ricardo de Querol
David Gilmour, Roger Waters, Nick Mason and Rick Wright together, after Pink Floyd's performance
La última imagen de David Gilmour, Roger Waters, Nick Mason y Rick Wright juntos, tras la actuación de Pink Floyd en el festival Live 8 en el Hyde Park de Londres el 2 de julio de 2005.

Pink Floyd es historia de la música, pero aún no está escrita del todo. Una nueva canción, una polémica en torno a la guerra en Ucrania y una gran operación financiera en ciernes ocupan las últimas líneas. El que ha sido su líder en la última etapa, el guitarrista y cantante David Gilmour, había anunciado el fin de la banda en 2014, al lanzar el disco The Endless River, que recuperaba grabaciones inéditas de 1994. Dado que el teclista Richard Wright había muerto en 2008, no iban a seguir el batería Nick Mason y él. Eso sería medio Pink Floyd. Se presentó como el adiós del grupo emblemático del rock progresivo, cuya ambición artística tocó cumbre en los setenta. “El tiempo de Pink Floyd ya pasó, hemos acabado. Hacerlo sin Rick estaría mal”, insistía el año pasado Gilmour en Guitar Player. El cuarto en discordia había salido 35 años antes: el bajista y voz Roger Waters, que fue un líder fecundo y despótico desde 1968, cuando echan al fundador Syd Barrett por sus problemas mentales, hasta 1986, cuando rompe la banda y se desata una batalla legal por la marca que ganan sus compañeros. Gilmour y Waters vuelven ahora a chocar por sus posiciones políticas: uno canta a la resistencia de Ucrania y el otro culpa a la OTAN de ese conflicto. En paralelo, está en marcha un acuerdo para la venta de su formidable catálogo de canciones por unos 500 millones de dólares (una cifra similar en euros). Un sorprendente giro de guion para zanjar un conflicto duradero.

¿No acabó Pink Floyd con esas grabaciones de 1994? No: Gilmour y Mason resucitaron el pasado abril el nombre del grupo para firmar un tema con el cantante ucranio Andriy Khlyvnyuk, del grupo local Boombox. La canción se llama Hey Hey Rise Up (¡Eh, levántate!) y es un llamamiento explícito y apasionado a la resistencia del país invadido por Rusia. Gilmour expresó así su simpatía por Ucrania, país con el que tiene lazos familiares (a través de su nuera, madre de sus nietas). La pregunta es por qué no lo hicieron con su propio nombre. Se justificó así en Rolling Stone: “Cuando hablé con Nick y me dijo que estaba dispuesto a hacerlo como Pink Floyd, nos pareció evidente. Queremos difundir este mensaje de paz y queremos levantar la moral de las personas que defienden su patria allí en Ucrania. Entonces, ¿por qué no?”.

Al otro lado, Roger Waters se metió en una polémica el pasado agosto a partir de una entrevista en la CNN en la que explicaba por qué había mostrado en su última gira la imagen de Joe Biden bajo el lema: “Criminal de guerra, justo empezando”. Explicó que el presidente de EE UU era culpable de inflamar el conflicto en Ucrania y de no forzar a Zelenski a negociar. Y añadió: “Esta guerra trata básicamente de la acción y la reacción de la OTAN empujando hasta la frontera rusa, lo que prometieron [a Gorbachov] que no harían”. Antes, al producirse la invasión, Waters había calificado el ataque a Ucrania como el “error criminal de un mafioso”, y defendido la negociación en vez de la resistencia. También ha apoyado la anexión rusa de Crimea, y denunciado la “propaganda” occidental contra Rusia. En la entrevista sostuvo con determinación que Taiwán pertenece a China, en pleno asedio a la isla por la visita de Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes de EE UU. En este punto se enfrentaba al presentador: “Hay que leer más”. Una semana después, durante un concierto, Waters se dirigió a la audiencia para lamentar que la CNN hubiera editado sus declaraciones para hacerle “parecer un capullo”. La grabación íntegra de la conversación, en todo caso, no desmentía ninguna de sus frases más controvertidas.

La organización ucrania Myrotvorets ha incluido a Waters en su lista negra de enemigos del país, que no tiene carácter oficial pero lo señala. El músico declaró a la agencia rusa Tass que no le preocupaba nada. “Es solo un esfuerzo inútil de los propagandistas. Les dicen que se sienten y escriban estas tonterías sobre mí porque es parte de su trabajo”. Gilmour ha sido escueto en su opinión sobre la posición política de Waters: “Dejémoslo en que estoy decepcionado y sigamos adelante. Léelo como quieras”, dijo en abril a The Guardian.

Los caminos de los miembros de Pink Floyd divergen, entonces, en sus mensajes políticos. Las letras de sus años de gloria eran combativas, sí, y en particular antibelicistas. Pero también eran inconcretas en su denuncia, con tendencia a lo simbólico y enigmático. Mantenían esa ambigüedad calculada que conviene al rock de masas para no espantar a nadie. En su carrera en solitario, Waters ha agudizado el perfil activista de izquierdas: en su anterior gira mostraba con grandes caracteres el mensaje “Trump es un cerdo” cuando sacaba a flotar el porcino inflable gigante de la portada de Animals, a la vez que proyectaba retratos de distintos líderes mundiales, a los que tiende a meter en el mismo saco.

El legado de la banda resiste estas polémicas y cualquier cosa. Y temas tan recordados como Money, Wish You Were Here o Comfortably Numb se ha seguido disfrutando en los conciertos de sus dos cabecillas. Waters ha desplegado espectáculos apabullantes, acordes con la megalomanía marca de la casa. En 1990, representó junto a estrellas invitadas The Wall donde estaba el muro derribado de Berlín; en 2010 recuperó el mismo proyecto con un montaje muy complejo que dio la vuelta al mundo. Otra de esas giras, Us + Them, de 2018, no se quedaba atrás en brillantez escénica y se recogió en un documental. Ahora recorre Norteamérica con This Is Not a Drill, que suspendió durante la pandemia.

Mucho más contenido sobre el escenario desde que se presenta en solitario, menos interesado en los efectos especiales, Gilmour logra quizás que su voz y su guitarra nos sumerjan mejor en el sonido de su época dorada. Se comprueba en dos álbumes y documentales en directo: Live at Pompeii, de 2016 (en el mismo anfiteatro romano de Pompeya donde Pink Floyd grabó, sin público, el disco del mismo nombre en 1972) y Live in Gdansk (de 2008, en este caso con Wright, eso también era medio Pink Floyd). Pero Gilmour no ha vuelto a salir de gira desde 2016.

Los temas que el público ansía más en esos conciertos nacieron en buena parte de la colaboración entre Waters y Gilmour, incluso cuando el primero trataba de imponerse al segundo. The Dark Side of The Moon (1973) y Wish You Were Here (1975) fueron álbumes creados en equipo, cuyos mejores temas firmaban ambos (y en algún caso Wright). Pero el hiperliderazgo de Waters despuntó en Animals (1977) y se agigantó en 1979 en otra de sus obras maestras, The Wall, ideada por él, que habla de sus propios traumas. Tomó las riendas con tanta firmeza que llegó a despedir a Wright y contratarlo como empleado (fue humillante, pero eso salvó al teclista del desastre financiero que fue la gira de ese álbum). En el siguiente disco, The Final Cut, de 1983, todas las canciones son del que se ha convertido en líder único y tienen su voz, sin apenas espacio para la de Gilmour ni para sus punteos. En 1986, Waters exigió disolver la banda sin pensar siquiera que fuera posible que los otros tres siguieran sin él. A partir de ahí, el nuevo Pink Floyd mantuvo el tipo, y funcionaba muy bien en directo, pero sin alcanzar esa altura creativa anterior. Tampoco Waters en solitario ha dejado discos tan perfectos.

Hubo una significativa reconciliación en 2005, una tregua que juntó a los cuatro miembros históricos sobre un escenario en Londres para interpretar cuatro canciones en el festival benéfico Live 8, televisado al mundo entero, por iniciativa de Bob Geldof. Solo faltaba Syd Barrett: su hermana Rosemary confirmó que no estaba en condiciones de participar, que vivía recluido en casa y que no quería saber nada de sus viejos compañeros (murió al año siguiente). Así que Waters, Gilmour, Wright y Mason tocaron durante 24 minutos con solvencia y cierta frialdad, sin que el guitarrista dirigiera apenas la mirada al hijo pródigo, más sonriente. Pudo ser un buen punto final, el cierre del círculo, pero no lo fue. Siguió un par de colaboraciones (entre Waters y Gilmour en un concierto por Palestina en 2010, de ambos y Mason en una única actuación en Londres de la gira The Wall de 2011), sin enarbolar ya un nombre tan mítico como el reaparecido ahora. Ese mejor clima no sirvió a Waters para promocionar su material en la web y las redes sociales de Pink Floyd, como ha reclamado con vehemencia.

Lo más parecido a una reconciliación que puede esperarse hoy es un acuerdo para la venta de su catálogo de canciones, al estilo de lo que han hecho otras figuras de la música como Bruce Springsteen o Bob Dylan por cifras semejantes a los 500 millones que se manejan aquí. Al mejor postor: según informó Bloomberg en junio, los miembros de la banda negocian con Sony, Warner y BMG a través del representante Patrick McKenna. Financial Times reveló la semana pasada que el gigante Blackstone también está en la puja. Este grupo inversor no sería nuevo en el negocio: su participada Hipgnosis ya posee derechos sobre la obra de Neil Young, Red Hot Chili Peppers, Shakira o Justin Timberlake. Una transacción de esa magnitud, que incluiría tanto las composiciones como la explotación de la marca y su merchandising, sería un punto final menos emotivo que el concierto de Live 8, pero mucho más lucrativo para ellos.

En realidad, la historia de Pink Floyd sí está escrita. Nada de lo que hagan ahora va a cambiarla sustancialmente.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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