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Muere el arquitecto japonés Arata Isozaki, ganador del premio Pritzker 2019 y autor del Palau Sant Jordi

Entre sus proyectos en España destacan, además del palacio deportivo catalán, la Domus de A Coruña y el conjunto de siete edificios la Puerta Isozaki en Bilbao

El arquitecto japonés Arata Isozaki, delante del paso elevado que diseñó para conectar la pasarela de Calatrava (al fondo) a Uribitarte en Bilbao, en 2019.Foto: SANTOS CIRILO | Vídeo: THE GAA FUNDATION
Anatxu Zabalbeascoa

Arata Isozaki, el autor del emblema olímpico barcelonés, el Palau Sant Jordi, ha muerto a los 91 años. Prolífico, ecléctico —como Renzo Piano más partidario de las ideas que del estilo— y por eso tan creativo como técnico, la obra de Isozaki es, en sí misma, una antología de la arquitectura construida en la segunda mitad del siglo XX. Nacido en Oita, en la isla de Kyushu, en 1931, Isozaki creció en un país arrasado y viajó por todo el mundo, literalmente por todo, antes de empezar a construir. Aprendió así no solo de la arquitectura tradicional, también de la vanguardia tecnológica y artística. Y esa mezcla de intereses fraguó en una obra que, con frecuencia, refleja más el tiempo que los lugares.

Biblioteca de Oita (Japón).
Biblioteca de Oita (Japón).Yasuhiro

En Oita, la biblioteca de su ciudad natal es todavía un emblema del brutalismo que reconstruyó tantas ciudades tras la Segunda Guerra Mundial. Transmite orden, energía y robustez ante un futuro incierto que permitía, justo por eso, pocas dudas. La biblioteca le consiguió fama local y menos de una década después, en Kitakyushu levantó otra (1974) en la que demostró tener la mente puesta en el pop tecnológico que estaba levantando el nuevo Reino Unido. Pero Isozaki no era un Picasso de la arquitectura, alguien que aborda etapas experimentando con volúmenes, ambiciones, tipologías y materiales. Él era un ecléctico, un creador deslumbrado por la invención e incapaz de despreciar cualquier conocimiento. Por eso de ese mismo año es el Museo de Arte de Gunma, un cubo alicatado levantado sobre pilotis que a las referencias pop unió el avance de la revisión postmoderna: la que buscaba en las imágenes del pasado la construcción de un futuro que no renunciase a la expresión que había limpiado la modernidad.

Con ese bagaje, el mundo llamó a Isozaki. El MOCA, el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, es todavía un hito en una ciudad plagada de notables arquitecturas. Concluido en 1986, avanza la idea de museo como contenedor —que haría explotar la Tate Modern— y sin embargo, culmina una posmodernidad rossiana ideada no para fomentar el espectáculo sino para construir una identidad urbana.

Vista del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (Estados Unidos).
Vista del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (Estados Unidos).Hisao Suzuki

Es entonces, en plena fama mundial, cuando le llega el encargo de levantar el icono de la Barcelona olímpica. Y vaya si lo hace. Lo consigue convirtiendo la técnica en espectáculo. La cubierta se levantó en pocas horas. Corría el año 90 y ya había cámaras retratando la fuerza de los tensores. Ese icono útil de la Barcelona olímpica conjuga al Isozaki ingeniero —lo era, de ahí su afán por comprender cómo funcionan las cosas— y al artista —como su mujer, la escultora Aiko Miyawaki fallecida en 2014, con la que colaboraba asiduamente—. Isozaki tendió puentes —entre técnica y creatividad y entre Japón y el mundo— toda su vida. En 2013 lo hizo dándole la mano a Anish Kapoor en el Festival de Lucerna. Era capaz de construir hinchables, viviendas de madera o edificios de hormigón con la misma exigencia. Por eso el Palau se convirtió en un emblema del progreso responsable y de la voluntad de una ciudad que todavía estaba dispuesta a liderar la vanguardia arquitectónica más difícil: la que se levanta para transformar los lugares.

Vista del Palau Sant Jordi de Barcelona, obra del arquitecto japonés Arata Isozaki.
Vista del Palau Sant Jordi de Barcelona, obra del arquitecto japonés Arata Isozaki.Joan Sánchez

El proyecto abrió la puerta a una sucesión de encargos españoles: de la Domus, La Casa del Hombre en Coruña (1995) a la reconversión de la fábrica Casaramona en Caixaforum Barcelona (2002) o la Isozaki Atea, las torres erigidas en Bilbao, 2008 escenario de un conflicto entre el consistorio bilbaíno y Santiago Calatrava que también ilustra muy bien uno de los grandes temas arquitectónicos: ¿Qué tiene prioridad? ¿Un edificio o la ciudad?

Isozaki tenía 12 años cuando las bombas atómicas redujeron Hiroshima y Nagasaki a ruinas. Esa vivencia decidió el carácter constructivo que él le daría a su profesión. Y lo hizo conectando, tendiendo puentes entre disciplinas. Y entre personas. Invitó a arquitectos extranjeros para que construyeran en su país edificios en proyectos en los que él actuaba de urbanista. Y lo hizo con una intuición formidable. En 1989, para realizar las viviendas Nexus de Fukuoka, en el extremo occidental de Japón, invitó a trabajar a un joven Rem Koolhaas, a Steven Holl, Christian de Portzamparc, Marck Mack u Oscar Tusquets.

Vista del edificio del Museo La Domus de A Coruña.
Vista del edificio del Museo La Domus de A Coruña.Hisao Suzuki

Pero no fue hasta 2019, cuando ya había acumulado todos sus logros y los errores empezaban a ser más frecuentes, cuando le llegó el Premio Pritzker. En estos últimos años, la capacidad para innovar del japonés había dejado de sorprender. Su Torre Allianz, levantada en Milán en 2014, no es más que un rascacielos global —tan frecuentes hoy— mucho más preparado para hablar de dinero que de lugar. La gruta orgánica de hormigón con la que cubrió el muro cortina del Centro Himalayas Zendai levantado en Shanghai en 2012 es prima hermana de la que empleó para cerrar el gigantesco Centro de Convenciones de Qatar, erigido en ese momento, pero en un entorno desértico completamente distinto. Algo parecido sucede con la Academia de Bellas Artes de Pekín, CAFA, construida en 2012, 17 años después de que culminara el Museo Domus de A Coruña. Las soluciones formales y materiales son muy similares. En los últimos años, el Isozaki sediento que había recorrido el mundo en busca de soluciones constructivas las encontró en su propio repertorio. Es un colofón con moraleja que sería mejor no desatender. Pero es también solo una anécdota en el trabajo de alguien que quiso reconstruir el mundo y supo hacerlo.


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