Arata Isozaki gana el premio Pritzker 2019
El octogenario, prolífico y polifacético autor del Palau Sant Jordi, es el octavo japonés en recibir el galardón
La obra del japonés Arata Isozaki (Oita, 1931) es, ella sola, una antología de la arquitectura de la segunda parte del siglo XX. Entre el audaz brutalismo de la biblioteca que levantó en su ciudad natal en 1966 y la posmodernidad del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, MOCA, concluido dos décadas después, caben el ingenioso pop tecnológico de la Biblioteca Kitakyushu (1974) o la actualización de la modernidad que supuso el Museo de Arte de Gunma, un cubo alicatado levantado sobre pilotes en 1974.
Pero Isozaki representa mucho más que una antología de manual. Fue un pionero a la hora de establecer contactos e intercambios con sus colegas occidentales. Seguramente por eso antecedió a su propio maestro —el pritzker de 1987, Kenzo Tange— a la hora de construir en el extranjero. “Para cuando cumplí 30 años había dado 10 vueltas al mundo”, ha declarado tras conocer que había sido galardonado con el Pritzker 2019. Él atribuye esa sed de movimiento al Japón en el que creció: asolado por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. En su país estaba todo por hacer y, por lo tanto, aprendió a conocer sus ciudades en un estado de cambio permanente. Isozaki tenía 12 años cuando las bombas atómicas redujeron Hiroshima y Nagasaki a ruinas. Fue desde esa realidad, ha subrayado, desde la que decidió el carácter constructivo de la profesión, que le llevó primero a tratar de entender el mundo —para incorporar lo mejor de cada lugar a su trabajo— y después a intentar establecer conexiones entre las arquitecturas.
Así, una vez fuera de Japón, Isozaki, también reclutó extranjeros para que construyeran en su país, proyectos en los que él actuaba de urbanista. Tal vez la más sonada operación de ese tipo fueron las viviendas Nexus de Fukuoka, en el extremo occidental de Japón, cuyo plan general concentró, en 1989, obras de los entonces jóvenes Rem Koolhaas, Steven Holl, Christian de Portzamparc, Mark Mack u Oscar Tusquets.
Más allá de su sed de conocimiento de la arquitectura mundial, y más allá de su cultura artística —su mujer, fallecida en 2014, fue la escultora Aiko Miyawaki, que colaboró con él en algunos proyectos—, Isozaki se formó como ingeniero. De ahí que el afán por comprender cómo funcionan las cosas esté presente en su indagación como arquitecto. Uno de sus proyectos más conocidos en España, el Palau Sant Jordi, que construyó para la Barcelona olímpica, deslumbró cuando, en pocas horas, la cubierta prefabricada coronó el pabellón levantada por grúas. Pensar más a partir de la manera de construir que a partir de la esperada forma final del edificio es una característica de los mejores trabajos de este arquitecto.
En 2001, cuando Herzog & de Meuron recibieron el Premio Pritzker tenían 50 años. Jacques Herzog declaró a EL PAÍS que ya podían empezar a arriesgar. Arata Isozaki recibe el Pritzker 2019 al final de su carrera —tiene 87 años— y, al contrario que otros proyectistas que lo recibieron en medio de su trayectoria, como Christian de Portzamparc o Kazuyo Sejima, como arquitecto ha acumulado ya todos sus logros. También sus errores. En los últimos años, la obra del japonés no ha dejado de enfrentarse a nuevos retos. Sin embargo, las soluciones parecen beber ahora de su propio repertorio. Así, la gruta orgánica de hormigón con la que cubrió el muro cortina del Centro Himalayas Zendai que construyó en Shanghai en 2012 es prima hermana de la que empleó para cerrar el gigantesco Centro de Convenciones de Catar levantado por las mismas fechas, pero en un entorno completamente distinto. Algo parecido sucede con la Academia de Bellas Artes de Pekín, CAFA, construida en 2012, 17 años después de que culminara el Museo Domus de A Coruña con soluciones formales y materiales muy similares.
El Premio Pritzker es un galardón complicado de entender porque a veces sirve para indicar vías de crecimiento para la arquitectura y otras para reconocer trayectorias. Es decir, en ocasiones, actúa de faro que ilumina el futuro y, en otras, de coche escoba. Los premiados en los dos últimos años —Doshi e Isozaki— merecían un reconocimiento. Lo mismo sucedió también con algunos arquitectos “rescatados” como Jorn Utzon (2003) o Frei Otto, que falleció en 2015 días antes de que se anunciara su premio. Sin embargo, en otras épocas, premiados como Wang Shu (2012), Shigeru Ban (2014) o Alejandro Aravena (2016) supusieron una toma de posición a la hora de indicar hacia dónde debía, o podía, evolucionar la arquitectura mundial, hacia la atención a problemas habitualmente descuidados por los arquitectos más conocidos: el rescate de la historia (Wang Shu), la arquitectura de emergencia (Ban) y el papel del usuario en el diseño de los edificios (Aravena) o lo que es lo mismo, la mejora de la autoconstrucción.
Si bien es cierto que entre las novelas, los dramas o los poemas de cualquier Nobel de Literatura hay mejores y peores obras, al reconocer los méritos de manera tardía, como en el caso de este Pritzker a Isozaki, se es a la vez justo y arriesgado: se corre el riesgo de estar premiando también la decadencia. En un mundo necesitado de guías y proyectistas audaces capaces de ampliar y renovar el repertorio de ocupaciones arquitectónicas, se agradecen los premios que indican caminos. Apuntar vías de crecimiento implica un riesgo mayor al de reconocer méritos pasados. En el planeta hay cada vez más galardones que premian la obra de los arquitectos. Hace falta que uno de ellos se concentre en ampliar la ambición de esta profesión.
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