‘Bardo’: Iñárritu se mira el ombligo de artista
El director no logra ni trascender ni que su mundo, sus miedos y sus triunfos, sus reflexiones y sus pesadillas, su ideario y su falta de certezas sean fascinantes para los demás
“Haré una película sobre la historia de un director que ya no sabe cuál era la película que quería hacer”, pensó Federico Fellini ante el atasco mental y creativo de su octavo largometraje. Poco antes, o mucho antes, porque el atolladero al que había llegado era complicado de destapar, parecía convencido de que quería hacer una película sobre el tortuoso, cambiante y fluido laberinto de los recuerdos, los sueños y las sensaciones; una maraña de cotidianidad, de memoria, de imaginación, de sentimientos; de hechos que sucedieron mucho tiempo antes y que conviven con otros que están sucediendo, que se confunden entre la nostalgia y el presentimiento en un tiempo inmóvil y amalgamado, para no saber quién eres ni quién fuiste ni hacia dónde va tu vida. Sin embargo, no sabía cómo hacer todo eso. Finalmente, le salió Fellini 8 1/2, una obra maestra acerca del yo creador y del yo vivido.
Las intenciones de Alejandro González Iñárritu con Bardo (falsa crónica de unas cuantas verdades), que llega a Netflix tras su estreno el pasado mes de septiembre en el festival de Venecia, están en la misma línea de las del director italiano. La influencia del legendario título en cineastas posteriores ha sido tan enorme como el ego del propio Fellini y de los que vinieron después: Bob Fosse, en All That Jazz (1979); Woody Allen, en Recuerdos (1980); y Pedro Almodóvar, en Dolor y gloria (2019). Como dijo el propio Fellini: “¡Qué monstruosa presunción creer que otros puedan disfrutar con el sórdido catálogo de tus errores!”. Y, sin embargo, los cuatro terminaron legando obras portentosas.
Alcanzaron lo que no ha conseguido Iñárritu con Bardo: trascender. Lograron que su mundo, sus miedos y sus triunfos, sus reflexiones y sus pesadillas, sus sueños y su estilo, su ideario y su falta de certezas, fuera fascinante para los demás. Los cuatro se miraron a sí mismos, a su interior, para ajustarse cuentas. Iñárritu parece haberse mirado únicamente el ombligo con una película pomposa filmada casi en todo momento en un, en apariencia, espectacular gran angular por otro artista, este de la imagen, Darius Khondji. Una monumental introspección que, más que un ajuste de cuentas consigo mismo, lo parece con los demás.
“¡No pudiste con tu pinche ego y te metiste en la película, cabrón!”, le espeta un periodista enemigo al protagonista, un prestigioso creador de documentales, alter ego de Iñárritu interpretado por Daniel Giménez Cacho, al que han hecho el peinado del propio director de Amores perros para que no quepa duda, o puede que para lustrarse aún más de su propio narcisismo. Con un onirismo que pocas veces atraviesa y casi siempre cansa, Iñárritu, que ha recortado su trabajo desde las tres horas de la versión presentada en Venecia a las dos horas y 40 minutos de ahora, se muestra autocomplaciente, remilgado, con una indulgencia consigo mismo a prueba de bombas (¡se queja de la sobreexposición de la gente mientras hace esta película!), y pontificando contra todo: desde Hernán Cortés hasta la violencia contemporánea de México. Solo la reflexión sobre la edad en la conversación con su fallecido padre, y la despedida del hijo que decidió no vivir traspasan su mundo hacia la platea. Mientras, sus contradicciones y su flagelación por el triunfo (“el peor de mis fracasos ha sido mi éxito”) son expuestas con un amaneramiento que las torna impostadas.
Una parte de la crítica lleva tiempo atizando a Iñárritu, quizá desde Babel, que era una magnífica película, principalmente por su desmesura, que es algo de lo que, por cierto, también se acusó en su día a Fellini. Con el más profundo respeto, a este crítico le parecieron muy injustas las desavenencias de muchos de sus colegas de profesión con, por ejemplo, Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia), sobresaliente ganadora del Oscar en el año 2015, con su amor al teatro, a la creación, a la poesía y al onirismo con sentido, en la que ya existían diversos matices alrededor del universo del artista nacidos de 8 1/2. La desmesura, la grandilocuencia y el narcisismo pueden acabar confluyendo en obras de arte inabarcables, con sentido de la lógica de la creación dentro de su falta de tacto personal, que trasciendan desde lo puramente individual, desde el ego, incluso desde el ombligo, hasta el interior de los receptores, de los espectadores que oyen y ven una parábola acerca de uno mismo que acaba conmoviendo al resto. Pero Bardo es simplemente indefendible.
Bardo
Dirección: Alejandro González Iñárritu.
Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Iker Sánchez Solano.
Género: autoficción. México, 2022.
Plataforma: Netflix.
Duración: 159 minutos.
Estreno: 16 de diciembre.
Babelia
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