Mark Lanegan: el porno de la literatura yonqui
Cómo una estrella del ‘grunge’ pudo terminar convertido en un sin techo
Recuerdo cuando en España sólo había dos tribus de fans activas: las raphaelistas y las dinámicas (y sí, eran esencialmente chicas). Con el tiempo, contando con el amplificador de las redes sociales, todo tipo de artistas tiene tropas de fanáticos militantes de ambos sexos. Son particularmente agresivos cuando alguien cuenta sus miserias: aseguran entonces que nada de eso interesa, que lo esencial es la obra; el resto, puro salseo. Da lo mismo que argumentes que las canciones de cualquier figura transparentan sus vivencias, incluyendo las más tormentosas, y los condicionantes económicos o contractuales: estás contaminado por el Sálvame, acusan.
Me pregunto qué dirían esos ingenuos si conocieran Sing Backwards and Weep, las memorias de Mark Lanegan, recién traducidas al español (Cantar hacia atrás y llorar) por Elvira Asensi para Contraediciones. Un libro tan descarnado que parece calculado para que odiemos a su autor y su música. Pero tiene un comodín: su crónica de horrores acaba hacia el 2000, cuando comienza su mejor tramo creativo como solista y colaborador en proyectos varios. De fondo, la excusa implícita: todo es culpa de una madre despiadada y un padre lejano. Tennessee Williams en la era grunge.
En realidad, Cantar hacia atrás y llorar pertenece a ese popular subgénero de las biografías del rock: mi-infierno-con-las-drogas, el equivalente yonqui del porno. Con la particularidad de que apenas se sugiere la redención: durante algunos años siguió consumiendo e imaginamos que también tardó en renunciar a su masculinidad ponzoñosa.
A Lanegan, del cielo le cayeron limones e hizo limonada. Fue cantante de los Screaming Trees, segunda división del grunge, supuestamente una tragedia, ya que odia su música y —con especial saña— a sus compañeros. Sin embargo, no reconoce que una casualidad geográfica-temporal les permite integrarse en el movimiento de moda, el rock de Seattle. Le admiten en la aristocracia musical del noroeste e íntima con los cabecillas de Nirvana, Alice in Chains, Hole... Se le puede considerar como cómplice en la muerte de algunos de ellos, pero, benditos sean, los supervivientes le tiran más de un salvavidas.
Corpulento y lanzado, Mark Lanegan fue al principio una estrella previsible; ejercía como alcohólico y máquina sexual… hasta que se pasó al uso —y menudeo— de heroína, metadona y crack. La brutalidad con que maltrata su cuerpo impresiona incluso a Nick Cave cuando acude a pillar a su casa. Dado que aquello era una especie de piso franco, alucina que Mark se asombre de que —durante una ausencia— le hayan robado su colección de vídeos y revistas guarras. Pudo ser peor: llega a quedarse sin techo.
Le sostiene su rabiosa animadversión por supuestos enemigos, desde los fundadores del sello Sub Pop —imperdonable que sacaran en la portada de su primer disco en solitario un retrato que no le gustaba— hasta Matt Dillon; en un encuentro casual, desliza subrepticiamente un cigarrillo encendido en el bolsillo de la chaqueta del actor. Su pecado: haber participado en Singles (1992), una banal comedia romántica sobre la escena de Seattle. Una película que Lanegan no ha visto; seguramente ignora la existencia de Drugstore Cowboy (1989), drama protagonizado por Dillon sobre los riesgos de consagrarse a los opiáceos.
Uno sospecha que Sing Backwards and Weep tiene mucho de ficción. Su hirviente imaginación le permite (re)construir conversaciones y situaciones humorísticas que alivian tantas desventuras. Como las patéticas provocaciones de Liam Gallagher, el bocazas de Oasis, muy valiente cuando va resguardado por una pareja de matones. El colmo de la tragicomedia es su necesidad de conseguir jaco en las calles de Ámsterdam, en plena noche invernal y (después de un palo) sin dinero.
Me callo la conclusión. Eso sí: conviene saber que Lanegan se rehabilitó, desarrolló su habilidad como cantante confesional, se casó y se instaló en Irlanda. Allí le atropelló la segunda oleada del covid-19, enfermedad que había ignorado, como tantos machotes del rock. Parecía haberlo superado e incluso lo contó en un libro fragmentario, Devil in a Coma. Falleció el 22 de febrero de este año.
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