Una editorial, una librería, una escritora
El autor nicaragüense Carlos F. Grigsby relata su encuentro con Madrid en esta crónica escrita para el Festival Centroamérica Cuenta
Me alejo de la plaza Alonso Martínez, subiendo la Calle de San Mateo. Es septiembre; hace calor y cielo azul; los madrileños aún llevan gafas de sol.
Me guía Google Maps. Después de remolonear y hacer zoom en el mapa para reubicarme en el mundo, doy con la estrecha Calle de Don Felipe. Al cabo de algunos metros se transformará en la Calle de la Madera, calleja de viejos portales, donde está mi primer destino: la editorial.
Hace dos días llegué a Madrid. Desde entonces intento aguzar la vista para mirar en ella una ciudad de migrantes. No es difícil. Según cuenta la leyenda, casi nadie en Madrid es de Madrid. La ciudad creció en sucesivas migraciones: del campo a la ciudad —es decir, de una España a otra—, de América a España, de África a España. En las calles es fácil distinguir voces venezolanas y argentinas. Entre estas últimas, siempre se encuentra una caricatura de lo porteño.
En la Calle de la Madera, fuera del edificio de la editorial, me encuentro con la fotógrafa Ángela Bonadies. Mientras esperamos a que nos abran, hablamos de esta ciudad de migrantes y de otra ciudad a orillas del Atlántico, que ella describe como suave. Pienso para mis adentros que Madrid es muchas cosas, pero no es suave.
Subimos. La casa editorial es, literalmente, una casa. Las oficinas son contiguas al salón principal del hogar, en el que veo un estante de madera, un sofá y una televisión, donde Juan Casamayor, cofundador y editor de Páginas de Espuma, cuando no está trabajando, mira partidos de baloncesto.
Juan es bajo, de mirada afable, barba circular y pelo negro, lleva camisa azul de mangas cortas. Habla de sus autoras y autores con orgullo y sin arrogancia. Escuchándolo, abuso del contraste al pensar que algo en su estatura lo engrandece como lector.
En su biblioteca, me llama la atención un ejemplar de La isla mágica del panameño Rogelio Sinán. Hay también varios libros del costarricense Uriel Quesada, uno de los cuales está repetido (tuvo que haberle enviado un ejemplar él mismo).
Hablamos de cómo Páginas de Espuma es, de algún modo, también, una editorial latinoamericana. Nombro a gente como Andrés Neuman, Fernando Iwasaki y Clara Obligado: latinoamericanos radicados desde hace años en España y que desde España hacen obra.
—Yo siempre he visto en esa condición de Neuman, por ejemplo, como hispanoargentino, un reflejo de la condición de la editorial misma.
—Absolutamente, es así —me responde—.
Me cuenta sobre los inicios de la editorial, como pequeña aventura literaria, de la sorpresa de no solo haber llenado un vacío del mercado acertadamente identificado sino, además, haber sobrepasado todas las previsiones.
Desde hace años, en España el cuento está en boga, a pesar de ser un género profundamente latinoamericano, en el ámbito del castellano, casi forastero en la península ibérica, donde la novela ha tenido mucho más peso. Juan está de acuerdo cuando le digo esto, pero matiza, añadiendo algunos nombres de cuentistas españoles de trayectoria, entre ellos José María Merino, Cristina Fernández Cubas y Eloy Tizón.
Al escucharlo, pienso en que ya es hora de que botemos el adjetivo “pequeñas” al nombrar a las editoriales independientes: el ahínco en el trabajo del manuscrito, atípico en el mundo hispano; una dilatada red de distribución; el premio internacional Ribera del Duero, y la interconectividad de Internet, han hecho de esta editorial el referente en el género.
Busco trazos del cuento centroamericano. Pienso en clásicos desconocidos como el nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro, en referentes contemporáneos como la salvadoreña Claudia Hernández y en nuevos cuentistas como el guatemalteco Rodrigo Fuentes. Juan es un gran lector, así que le pregunto por la salvadoreña, a quien ha leído. Pero me cuenta algo que sé demasiado bien: dificultad de distribución, escaso mercado del libro. Y hasta ahora ha faltado ese azar, añade, para encontrar a el o a la autora correcta para el catálogo.
Con delectación morosa, husmeo en los estantes. Calasso, Herralde, Tusquets, Einaudi. Una foto de Jaume Vallcorba, quien fuera editor de Acantilado. El estante del oficio. Dejo que vague la mirada y encuentro a Poe, Chéjov, Henry James: pequeños altares bibliófilos, adornados con figurines de los autores y diversas ediciones. Libros en alemán, en inglés, alguno en francés. También hallo, sobre esos mismos estantes, viajes por Latinoamérica: un adorno pétreo en forma de escultura maya, un muñeco indígena amarillo con cabeza de jaguar.
Hacemos unas últimas fotos y nos despedimos.
Me voy con un ejemplar de Ustedes brillan en lo oscuro bajo el brazo, feliz.
*
Un día antes estaba en la Calle de Apodaca, fuera de la librería de literatura latinoamericana Lata Peinada. La fachada de la librería es colorida: el escaparate y la puerta tienen sendos
marcos azul cerúleo; en las paredes a sus lados han pintado flores amarillas, grandes y delicadas. ¿Latinoamérica será siempre eso, algo colorido y exótico?
Aunque pequeña, la librería es acogedora y se siente espaciosa. Las libreras nos reciben cariñosamente. Una cumbia andina suena desde una esquina. Hablo con Lucía Leandro, quien lleva la sucursal de Barcelona y está en Madrid para moderar un conversatorio del festival. Tiene el pelo corto, ojos claros y observadores, viste un vestido negro a lunares blancos. Lleva años viviendo en España, es costarricense.
Nos sentamos, dos centroamericanos blancos y privilegiados (esto último, al menos yo), a platicar sobre literatura latinoamericana en España.
Siempre he preferido la escucha al habla. Por eso me alegro cuando Lucía discurre a sus anchas, diserta casi al moverse con facilidad entre registros académicos, coloquiales y, a veces, más del ámbito editorial, para responder mis preguntas. Como Juan, me habla de un vacío en el mercado del libro que, en un inicio, supo ser identificado. Habla también con las manos: gesticula mucho.
Al preguntarle por las diferencias entre las librerías de Barcelona y Madrid, me cuenta que tienen vidas propias. Un evento que se llena en Madrid puede estar medio vacío en Barcelona y viceversa. Son públicos lectores diferentes y, de algún modo, librerías distintas.
—Al final, una librería son sus libreras.
En Lata Peinada, sus libreros y libreras vienen de Colombia, Perú, Bolivia, el sur de España, Argentina y Costa Rica. De ahí la amplitud de su catálogo.
Me interesa saber si aquí solo vienen clientes latinoamericanos o si realmente hay una mayor abertura de parte de los lectores españoles, en este caso, de Madrid. Viene de todo, me cuenta Lucía, pero sí es cierto que la librería se ha vuelto incluso un destino cultural para turistas latinoamericanos que vienen a Madrid.
—Mucha gente de Latinoamérica que está de paso por Madrid pasa por la librería; nos dicen que un amigo les dijo que tenían que venir a Lata Peinada para comprar un libro en específico.
Así son las ironías de una cultura literaria como la latinoamericana, aparentemente cohesionada en el orden discursivo de su canon, pero profundamente balcanizada en su realidad material: hay lectores que solo encuentran ciertas obras latinoamericanas en una lejana librería de Madrid.
Lata Peinada también organiza un festival anual de literatura latinoamericana. Lucía habla de la librería como una intervención en el canon, una creación de comunidad y una suerte de activismo.
Oteo una edición de Tránsito de fuego, de la poeta costarricense Eunice Odio, cerca del escaparate. En el estante a mis espaldas, hay una edición suntuosa de las poesías completas del escritor guatemalteco y cakchiquel Luis de Lión, otro clásico desconocido de las literaturas centroamericanas. Veo las portadas coloridas de la editorial Encino, varios libros de Claudia Hernández. Sea esto por ardid de Lucía o porque justo esta semana tiene lugar el festival Centroamérica cuenta, pienso irracionalmente que de todas formas han ganado puntos conmigo.
Esa noche tienen la presentación de un libro de la colombiana Margarita García Robayo y deben empezar a hacer las preparaciones. Me quiero comprar todos los libros antes de irme. Lo único que me llevo es un ejemplar de El caos de Wilcock.
*
Dos días después, estamos en un pub irlandés llamado James Joyce, a unos minutos de la Cibeles. Nos sentamos cerca de la entrada, en un sofá demasiado suave, al pie de un vidrio esmerilado con las efigies de Yeats, Joyce y otros irlandeses señeros que desconozco. Pedimos sendos vasos de una cerveza que sólo aquí se consigue, me cuenta Valeria Correa Fiz, cuentista y poeta argentina radicada en Madrid.
Esa misma mañana aterrizó su vuelo desde Buenos Aires. Valeria tiene el pelo rubio y abundante; viste elegante, casi ejecutiva. Me llaman la atención sus aretes: pequeñas calaveras plateadas que relucen. Emigró de Argentina y vivió primero en Miami, luego en Milán y ahora en Madrid. Es abogada, aunque ya no ejerce. Vive de talleres y tutorías. Madrid es la ciudad que se lo ha permitido.
Dos cosas confirmo con Valeria: por un lado, el papel de los talleres de cuento en el auge del género, los cuales parecen ser emprendimientos más bien latinoamericanos (a estas alturas, me doy cuenta de que el taller de Clara Obligado tiene un carácter legendario). Por otro, confirmo que las escritoras latinoamericanas, claramente, están dominando el campo literario.
Me interesa saber si hay algo así como una comunidad de escritores latinoamericanos en Madrid, ya que tantos viven aquí. En efecto, parece haberla, pero no es exclusivamente latinoamericana. Pienso en lo que me dijo un par de días antes Lucía, sobre hacer comunidad e intervenir en el canon, y pienso en los y las cuentistas de Páginas de Espuma. Con los ojos de la mente puedo ver un mapa de redes y colaboraciones sobrepuesto a un mapa de Madrid.
Le pregunto a Valeria por literatura centroamericana. Menciona a Ana María Rodas, a Eduardo Halfon. Un festival literario en Guatemala, donde uno no solo tiene la oportunidad de ver un volcán, sino que descubre autores que de otro modo no leería, me dice. Y menciona a uno guatemalteco: Dante Liano, catedrático en Milán, premio nacional en Guatemala, finalista del Herralde. Jamás había escuchado su nombre.
—Dante es un gran escritor.
Me ha pasado tanto que ya ni me sorprendo. Tuvo que ser en Milán que una escritora argentina y uno guatemalteco se conocieran. Tuvo que ser en Madrid que esta escritora argentina se lo contara a uno nicaragüense.
*
Camino por los alrededores de la plaza Alonso Martínez, de noche. Me gusta observar a los turistas asiáticos, de aire desubicado y confuso, cuando se abisman intentando descifrar la carta del restaurante; fascinados, a la vez, por una cultura que debe serles profundamente exótica. Un grupo de adolescentes gringos pasa aullando por más alcohol. Son calles en que oigo un castellano más suave, tiene que ser ecuatoriano o centroamericano.
Babelia
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