Buenas Noches Rose: la historia del mejor grupo español de los noventa que nunca lo fue
Lo tenían todo para triunfar, pero su cantante desertó justo antes de su concierto más importante. ¿Qué pasó? Un documental cuenta ahora su trabada historia. Localizamos a los componentes y reconstruimos una trayectoria llena de romanticismo y severa realidad
Esta historia se podría titular: cómo se puede complicar tanto la vida cuando se tiene todo para triunfar. Hubo un periodo, a mediados de los noventa, en el que los periodistas musicales y los aficionados en busca de talento nuevo vivían con excitación el fenómeno Buenas Noches Rose. Se sentía que algo grande estaba pasando delante de los ojos y los oídos de los que allí estaban, en pequeños locales madrileños como Siroco.
Enrique Bunbury, en aquella época finiquitando Héroes del Silencio e iniciando carrera en solitario, llegó a comentar al grupo: “Durante una temporada todo el mundo me hablaba de vosotros”. Así era. Y, de repente, Buenas Noches Rose desapareció. El cantante y magnética imagen de la banda, Jordi Piñol Skywalker, se borró. Y se acabó. Esta es la crónica de unos adolescentes de un instituto público de Madrid que alcanzan su anhelo de convertirse en estrellas del rock, por el camino descubren el lado feo de la industria del entretenimiento y acaban desapareciendo en un gigantesco silencio. Un documental, ¿Quién cojones son Buenas Noches Rose?, reconstruye su trabada trayectoria.
Alfredo Fernández Alfa, guitarrista y principal compositor de Buenas Noches Rose junto a Rubén Pozo (luego en Pereza, ahora en solitario), lleva sin hablar con el vocalista, Jordi Skywalker, desde aquel día oscuro para la banda, en junio de 1998. “Se fue a por tabaco y no volvió. Así de claro. Hemos intercambiado un par de emails durante estos últimos años, pero tenemos una conversación pendiente. Lo que hizo fue trágico”, apunta Fernández (Madrid, 48 años) por teléfono desde una aldea asturiana de 30 habitantes donde reside y cuida de su madre octogenaria. Viven solos. “El 40% de lo que comemos es de nuestra huerta. Tengo que andar cinco kilómetros para comprar tabaco. Sí, estoy bastante aislado, pero es un placer vivir aquí”, señala el músico, hoy también escritor, y a punto de editar un disco.
Localizamos al cantante, Jordi Skywalker, en un pueblo costero de Córcega (Francia). Lleva nueve años viviendo allí con su mujer, Isa, y los tres hijos de la pareja: 24, 20 y 14 años. Son propietarios de un salón de tatuajes. “Mis dos hijos mayores son unos cracks tatuando”, afirma por teléfono. Así han derivado las cosas para los miembros de esta peculiarísima banda.
Jordi Skywalker (Madrid, 47 años) tiene muchas cosas que contar: ¿por qué se fue sin dar la cara? ¿Dónde ha estado los últimos 25 años? ¿Se arrepiente de aquella decisión que acabó con la gran esperanza del rock español? Pero primero conviene describir el contexto. Años noventa en un instituto público de Alameda de Osuna, zona periférica de Madrid colindante con el aeropuerto de Barajas. “Era un barrio dormitorio donde estábamos bastante aislados: todavía no llegaba el metro. No salíamos de ese entorno. Dábamos cierta identidad al hecho de hacer botellón, ya que siempre había por allí una guitarra”, apunta Pozo (Barcelona, 47 años). En una población de 15.000 personas se contaban unas 30 bandas de rock.
En ese ambiente surgió Buenas Noches Rose, todos alumnos del instituto. Conformaban una banda con fortalezas que no encontrabas en otras. Una base musical sólida, con dos guitarristas (Fernández y Pozo) que se complementaban, y un cantante apabullante, que podía recordar a Iggy Pop o Jim Morrison, “pero que estaba incluso más loco”, apunta en positivo Alfredo Fernández. Skywalker daba miedo sobre el escenario. Sexi, salvaje, ingobernable, impredecible, carismático. En los conciertos parecía un hipnótico pastor aleccionado a sus feligreses. La imagen del grupo era muy potente. Nada era un trámite para ellos: cada vez que pisaban un escenario el local ardía.
Jordi Skywalker: “Yo no escribía, esa era labor de Alfredo y Rubén. Lo que hacía era interpretar. Me poseía una gran energía y la dejaba fluir. En el escenario salía una especie de Mr. Hyde. Me ponía en trance. Cuando acababa el concierto me sentía un santo purificado”. Practicaban un rock ceñudo de guitarras, con algo del grunge de la época, del rock setentero de Led Zeppelin, de los Rolling Stones etapa Mick Taylor. Las letras eran en castellano, algunas fiesteras, otras con las paranoias de la juventud grunge: muerte, suicidio, drogas, prostitución… Su primer disco (Buenas Noches Rose) se publicó en 1995. Ya tenían trillado el circuito de clubes en Madrid y su fama empezó a crecer.
En ¿Quién cojones son Buenas Noches Rose? cuenta Leiva, el músico de rock más popular salido de Alameda de Osuna: “Buenas Noches Rose significaban ilusión y magia. Esos tipos estaban haciendo algo que nosotros queríamos hacer. Quizá si ellos no llegan a estar en el barrio no hubiéramos tenido ese lugar donde mirar. Los veías en los carteles y el mensaje era: se puede. Nos animaron al resto a intentarlo”. Leiva era solo un prototipo de músico en aquella época.
El lado feo de la industria
Para el segundo disco ficharon por una multinacional, BMG-Ariola, y comenzaron a ver el lado feo de la profesionalización. Eran amigos del barrio con 19 años en un mundo que no sabían cómo funcionaba. Alfredo Fernández: “Había mucha prisa por ser famosos. Nuestros productores vieron que éramos la gallina de los huevos de oro y la estrujaron mucho. Nosotros no identificamos eso”. Les propusieron meterse en un autobús y recorrerse España ofreciendo algunos días hasta tres conciertos. “Tocamos mucho y en precario. Eso nos quemó”, apunta Rubén Pozo.
Surgieron otras coyunturas. El mercado no estaba de cara ya que no encajaban con el masivo rock de Barricada o Los Suaves y tampoco en las radios comerciales. El disco que entregaron a BMG, La danza de la araña (1997), era oscuro y depresivo; no tenía la impronta radiable de algunos temas del primero. Esto complicó la labor de difusión en los canales comerciales. Posaron incómodamente para alguna revista juvenil, pero artísticamente no se dejaron domesticar. “Era la época en la que Nirvana y Pearl Jam sonaban en Los 40 Principales. La idea era que componíamos lo que nos daba la gana porque los que triunfaban así lo hacían. No había que hacer concesiones: el mercado pedía gente auténtica. Pero, claro, esto no era Estados Unidos sino España, cuya industria musical siempre ha estado un poco en la inopia”, resume Fernández. También asumen que las drogas no fueron buenas para gestionar los contratiempos. “Éramos muy críos y no tuvimos cerca a alguien con cabeza que supiese de qué iba el tema”, apunta como una de las claves.
El dinero tampoco llegaba. Consiguieron independizarse de sus familias, pero solo les daba para compartir piso. Existía una sensación de que nadie iba al volante. Fernández: “Cada uno empezó a ir por su lado. Éramos monos jugando con una navaja. Nos faltó madurez”.
El día antes de un concierto en Canarias en un festival con The Prodigy como cabeza de cartel, el cantante no se presenta. Curiosamente les iban a pagar el caché más alto de su carrera. El manager localiza al vocalista en casa de un amigo y transmite a la banda su sorprendente decisión: deja el grupo. Jordi Piñol se explica hoy: “Yo vivía una realidad un poco esquizofrénica. No estaba bien mentalmente. También tomaba muchas drogas psicodélicas. Lo vivía todo muy intensamente. Tenía una serie de flashes mentales que me decían: ‘Tu destino es morir joven y dejar un bonito cadáver’. Entonces pensé: ‘Joder, no quiero eso”. Y añade: “Conocí a una chica que me ayudó a rehacerme como persona”. Ella se llama Isa y todavía hoy están juntos y con tres hijos.
En este momento de la historia de Buenas Noches Rose, la pantalla se divide en dos. Por un lado, Jordi Skywalker; por el otro, los otros cuatro Buenas Noches Rose. El cantante dice: “Sabía que esa vida me iba a destruir. En ese momento dejé de consumir sustancias. Necesitaba lucidez para rehacerme, porque estaba con un vacío total. Viéndolo con perspectiva, quizá debería haber dicho a mis colegas: ‘Mirad, estoy fatal. Dadme unos meses y a la vuelta igual lo podemos retomar’. Pero, claro, esto lo pienso ahora con 47, no con 21″. Él y su pareja se recluyeron en el Cabo de Gata, luego en las Alpujarras… El cantante trabajó en restaurantes, viñedos, en una granja, se hizo terapeuta de burros... Recorrió Francia con su familia durante tres años, todos subidos en un carromato tirado por burros.
Sus compañeros, mientras, siguieron sin él. Comenzó a cantar Alfredo Fernández. En uno de los conciertos y ante la insistencia del público al gritar “Jordi, Jordi, Jordi”, el guitarrista se acercó al micrófono y dijo: “El cantante se ha jubilado del rock and roll. Y a los muertos hay que enterrarlos y seguir”. Hoy, Fernández reconoce que seguramente tuvieron que dejarlo con la espantada de Piñol: “Pero continuamos porque lo que queríamos era suicidarnos. Era una actitud kamikaze”. “Pensamos: ‘Vamos a seguir un ratito más a ver qué pasa. Además, había compromisos…”, añade Rubén Pozo. A su alrededor, el vacío: la compañía les entregó la carta de libertad y el manager se desentendió. Publicaron un disco gracias al micromecenazgo, La estación seca (1999), pero el desánimo era profundo y decidieron no continuar. Fernández: “Durante muchos años sentí la rabia de cómo a un chaval le cierran la puerta de algo grande en los morros. Pero con el tiempo pienso que igual es que no tocaba”. Al poco tiempo, formó Le Punk y Pozo fundó Pereza junto a Leiva.
Habla Daniel Molina, productor de ¿Quién cojones son Buenas Noches Rose? (cinta dirigida por Paco Gemé), un documental acabado que está en proceso de gestión de derechos de canciones: “Tienen uno de los mejores discos debut de una banda nacional, pero, justo cuando iban despegar, llegó la marcha de Jordi y todo se fue al traste”.
Todos reviven aquella época con “cariño” y buenos recuerdos. “Muchas risas en una furgoneta con los amigos siendo felices: tocando rock y recorriendo varias veces España ofreciendo conciertos”, resume Pozo. Piñol: “La historia de los Rose fue algo muy bonito y fuerte en el principio, y luego llegó la caída. Te deja ahí como: ‘Joder, qué pena”.
En 2020 surgió la posibilidad de ofrecer un concierto en el WiZink Center madrileño. El pacto era entre los cinco miembros clásicos: Jordi Skywalker a la voz, Alfredo Fernández y Rubén Pozo a las guitarras, Juan Pablo Otero al bajo y Rober Aracil a la batería. El día antes de firmar el contrato se produjo otra espantada. Esta vez no fue Piñol, sino Pozo. “Sí, entono el mea culpa. Quizá me equivoqué al echarme atrás. Pensé que era mejor seguir con lo mío [ha editado su cuarto disco en solitario, Vampiro] y no abrir la página de otros grupos en los que he estado. Lo de Buenas Noches Rose estuvo superbién y concluyó como concluyó. Ahora mismo no veo sentido a reunirnos. Pero el tiempo dirá, igual hacemos una juntada algún día”. Un final abierto para la mejor banda del rock español de los noventa que nunca lo llegó a ser.
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