El nuevo ‘Anillo’ de Berlín aún no tiene dueño
Christian Thielemann se hace cargo musicalmente de la tetralogía de Wagner que debería haber dirigido Daniel Barenboim, estrenada el domingo en la Staatsoper de Berlín con dirección escénica de Dmitri Tcherniakov
2022 iba a haber sido un gran año para Daniel Barenboim, con la celebración tanto de su octogésimo cumpleaños como de los treinta años transcurridos desde que fue nombrado en 1992 director musical de la Staatsoper Unter den Linden, la centenaria institución berlinesa que está viviendo gracias a él una auténtica edad de oro. Sin embargo, poco después de ponerse al frente de la Filarmónica de Viena (y tocar el piano) en la Philharmonie y de dirigir las tres óperas de Mozart-Da Ponte en el Festival de Pascua de la Staatsoper, el 13 de abril, en el intermedio de un concierto en el que también tocaba y dirigía con Cecilia Bartoli, Martha Argerich y la Staatskapelle, su cuerpo —que parecía omnipotente, como su memoria y sus capacidades musicales— colapsó en su camerino y la segunda parte, con la Cuarta Sinfonía de Bruckner, hubo de cancelarse. Desde entonces, y tras una larga estancia hospitalaria, apenas ha podido aparecer en público y nadie sabe si podrá cumplir con sus próximos compromisos, los primeros a finales de este mismo mes, y que incluyen en noviembre dos grandes conciertos celebratorios de su cumpleaños con la Staatskapelle de Berlín y la Filarmónica de Viena junto a su viejo amigo Zubin Mehta.
El pasado 4 de septiembre, menos de un mes antes del primer estreno, se hizo finalmente público que Barenboim no iba tampoco a dirigir, como parecía inevitable, una nueva producción de El anillo del nibelungo, el mayor reto imaginable para un teatro, y más si los estrenos se suceden en el reducido lapso de una semana (Wagner presentó la primera tetralogía completa en Bayreuth en tan solo cinco días en 1876). El argentino la ofreció inicialmente muy poco después de llegar a Berlín (aunque ya se había estrenado previamente en el Festival de Bayreuth), entre 1993 y 1996, con dirección escénica de Harry Kupfer: un clásico de finales del siglo XX. En 2002, en el Festival de Pascua, se impuso un reto aún mayor: ofrecer —no una, sino dos veces— las diez grandes óperas de Wagner, casi sin respiro, desde El holandés errante hasta Parsifal. En el otoño de 2010, el estreno de El oro del Rin, con dirección escénica de Guy Cassiers, supuso el comienzo de una nueva tetralogía, coproducida con el Teatro alla Scala, y con los estrenos de las cuatro obras alternándose entre Milán y Berlín (en el destierro del Teatro Schiller, porque el edificio de la Staatsoper estaba entonces en pleno proceso de renovación).
No es difícil imaginar la importancia que iba a tener para Barenboim este tercer Anillo, el primero gestado enteramente por y para la Staatsoper. Los motores venían calentándose desde sus dos anteriores colaboraciones wagnerianas con el director de escena elegido, el ruso Dmitri Tcherniakov, con quien ya ha ofrecido aquí en Berlín nuevas producciones de Parsifal, en 2015, y de Tristan und Isolde, en 2018. De hecho, los mismos cantantes que encarnaron entonces a estos últimos, Andreas Schager y Anja Kampe, son quienes dan vida ahora a la otra gran pareja wagneriana: Siegfried y Brünnhilde. Para ella será, además, el debut del papel en Siegfried y en Götterdämmerung. Una nueva tetralogía no se prepara en dos días y el proyecto lleva gestándose desde 2015, con su fase final amenazada de muerte repetidamente por las convulsiones y sobresaltos que todos conocemos. Si para cualquier teatro de ópera ofrecer un Anillo completo, aunque sea en temporadas sucesivas (como el reciente del Teatro Real), constituye un desafío mayúsculo, piénsese lo que supone para un teatro de repertorio (no de temporada) estrenar las cuatro óperas, con más de una treintena de cantantes, en tan solo ocho días al tiempo que mantiene el resto de su actividad. Por fortuna, en un contexto adverso, y al contrario de lo que ha sucedido en todos los festivales de verano y sigue sucediendo en muchos teatros y salas de concierto, la Staatsoper de Berlín agotó en pocos minutos las localidades de toda la tetralogía.
Lo curioso es que Christian Thielemann, berlinés de nacimiento, que ha sido el elegido para sustituir a Barenboim en la dirección musical, se puso por primera vez al frente de la Staatskapelle el pasado 28 de junio, y lo hizo como sustituto de última hora de Herbert Blomstedt, el decano de los directores actuales a sus 95 años, que tuvo que cancelar su participación como consecuencia de una caída. Ahora, en una nueva carambola, Thielemann dirige a su compositor de cabecera, Richard Wagner, por primera vez en la Staatsoper, también como reemplazo de último momento, un gesto cargado de simbolismo. De los tres ciclos completos previstos este mes, Thielemann dirigirá el primero y el tercero, mientras que el segundo se ha confiado al asistente de Barenboim, Thomas Guggeis. En su espléndida introducción hablada a El oro del Rin, Detlef Giese precisó el domingo —sin que nadie se lo preguntara— que Thielemann había dirigido los “ensayos generales” de las cuatro obras que integran la tetralogía, lo que da a entender que el peso de los ensayos previos con orquesta y cantantes ha recaído sobre Thomas Guggeis. Este Anillo tiene, o así parece entreverse, varios padres, putativos y reales.
La parte escénica, sin embargo, tiene solo uno y basta ver un par de fotografías de la escenografía para concluir sin asomo de duda que el responsable es Dmitri Tcherniakov, porque todo —para bien y para mucho menos bien— lleva su inequívoco sello. Al ruso le gusta acotar espacios reducidos dentro del escenario de los teatros en que trabaja: un caso extremo fue el muy olvidable Macbeth que pudo verse en el Teatro Real en 2012 (en plena etapa de Gerard Mortier, su primer gran valedor) y que se desarrollaba en reductos minúsculos. También favorece siempre el uso de madera en sus decorados de interiores, como ya hizo en el barco del citado Tristan und Isolde berlinés, al igual que el empleo de un vestuario anodino, desprovisto de referencias temporales o espaciales concretas pero generoso en colorido.
Tcherniakov sitúa toda la acción del Anillo en un así llamado Centro de Experimentación Científica de la Evolución Humana, E.S.C.H.E. por su acrónimo inglés. Pero Esche (fresno en alemán) remite también al Fresno del Mundo profanado en su día por Wotan para tallar su lanza y establecer su dominio del mundo. A él estuvo atada la cuerda dorada que devanan las tres nornas en el prólogo de Götterdämmerung y el fresno aparece asimismo en el primer acto de Die Walküre, porque en torno a él se ha construido la casa de Hunding y Sieglinde, y en su tronco se encuentra clavada Nothung, la espada que logrará arrancar Siegmund, que romperá Wotan con su lanza en su enfrentamiento con Hunding y que volverá a forjar Siegfried ante la incapacidad de Mime para hacerlo en la segunda jornada de la tetralogía. El fresno no es, por tanto, un árbol cualquiera, sino un elemento central de los diversos relatos mitológicos que Wagner amalgamó en el poema o libreto de su magnum opus.
El problema es, como sucede con frecuencia con el Regietheater en su peor acepción, que las intenciones de Tcherniakov resultan en muchos momentos inescrutables, en medida sustancialmente mayor en Das Rheingold que en Die Walküre. En el prólogo de la tetralogía, pequeños escenarios van desplazándose tanto de izquierda a derecha, o viceversa, como, en el descenso al Nibelheim, de abajo arriba. La acción se desarrolla en una suerte de sala de reuniones (donde se negocia con los gigantes, acompañados de cinco matones, con seis bustos dorados en la pared, uno aparentemente de Charles Darwin), un pequeño auditorio con forma de anfiteatro y medio centenar de sillas, el despacho de Wotan (al frente, según todos los indicios, de este Centro de Experimentación Científica), una zona de paso con un ascensor, otro espacio semicircular con un gran árbol en el centro, pequeños despachos en el sótano donde se afanan sus trabajadores (supuestos nibelungos) y, encima de ellos, un montón de jaulas cuidadosamente dispuestas y llenas de pequeños animales vivos (mayoritariamente, parece, conejos). Todo hace suponer que allí se experimenta también con personas, porque antes del preludio de Das Rheingold se proyecta un vídeo que muestra un cerebro humano y, en la primera escena, Alberich se encuentra atado a una silla y conectado a múltiples cables, mientras unas enfermeras (las hijas del Rin) anotan los resultados que va arrojando el experimento. Al final, Alberich se levanta bruscamente, arranca todos los cables y se los lleva consigo como un tesoro (ese es el oro, aparentemente), incluido una especie de gorro formado por múltiples electrodos que más tarde comprobaremos que es el Tarnhelm, el yelmo mágico que procura la invisibilidad o la transformación a voluntad del aspecto físico de quien lo lleve.
En Die Walküre, en cambio, estrenada el pasado lunes, muy pocas horas después de que bajara el telón de Das Rheingold, Tcherniakov muestra únicamente tres espacios, los dos primeros parte de una misma estructura giratoria: un moderno y compacto apartamento de Hunding y Sieglinde (cocina, baño, dormitorio y salón), el ya conocido despacho de Wotan (inmediatamente detrás) y el pequeño anfiteatro, que acogerá la reunión de las valquirias en el tercer acto. Fue también aquí cuando pudo disfrutarse por primera vez del escenario de la Staatsoper en toda su anchura y profundidad, ya que hasta entonces se había mantenido oculto por la sucesión de miniescenarios portátiles situados por Tcherniakov cerca del proscenio, todos ellos parte del E.S.C.H.E. Así como en Das Rheingold resultaba casi imposible seguir el argumento original, en Die Walküre todo pasó a ser de golpe mucho más claro, menos alambicado, y Tcherniakov se permite incluso el lujo de mostrar una espada, tal cual, clavada en este caso en una pared del apartamento de Hunding y Sieglinde.
Luego, sin embargo, las libertades del ruso son infinitas: la lucha entre Siegmund y Hunding se produce fuera de escena (y, sorprendentemente, ninguno de los dos muere, a no ser que la paliza que dan unos policías a Siegmund se interprete como tal, ni se ve tampoco cómo Nothung se rompe al impactar con la lanza de Wotan), las valquirias son investigadoras o informantes al servicio del E.S.C.H.E. y Brünnhilde dibuja con un rotulador naranja, a falta de fuego real, unas llamas infantiles en las sillas que, formando un círculo, han de acoger en teoría su largo sueño hasta la llegada de Siegfried. Solo en teoría, porque al final de Die Walküre, en una imagen de gran potencia visual, pero inconsecuente, la caja que acoge el pequeño anfiteatro va alejándose hacia el fondo y sumiéndose progresivamente en la oscuridad mientras que Brünnhilde, sola, de pie y de espaldas al público, se despide de Wotan tras haber protagonizado un prolongado y formidable duelo dialéctico muy bien escenificado —no puede dejar de reconocerse— entre padre e hija. Del mismo modo que cerrar el primer acto girando el apartamento para mostrar cómo Wotan había estado observando todo lo sucedido, en silencio y sin ser visto, detrás de un cristal en la pared trasera de su despacho constituye otro gran hallazgo visual y dramático.
Es imposible entrar en todos los detalles de la puesta en escena de Tcherniakov, con muchas más sombras que luces, y tendente a minimizar, cuando no a parodiar abiertamente, muchos de los elementos puramente mitológicos: el ya citado fuego mágico pintado con rotulador en los respaldos de las sillas que rodeará y protegerá a Brünnhilde, la transformación del arcoíris del final de Das Rheingold en una flor en manos de Donner que resultará ser un montón de pañuelos multicolores, la ridiculización de los golpes de su martillo o los relámpagos convertidos en largos espaguetis blancos a modo de serpentinas. Sentado al lado del intendente de la Staatsoper, Matthias Schulz, tanto en el prólogo como en la primera jornada de la tetralogía, Tcherniakov no salió a saludar ninguno de los dos días, hay que imaginar que porque se reserva para hacerlo el último día, ya que considera las cuatro obras un todo indisociable. Por eso la prudencia aconseja también esperar antes de emitir un juicio definitivo, ya que en el Anillo tan importante, o más, que cómo se empieza, es cómo, dieciséis horas después, se termina.
Musicalmente, ha habido también una división muy clara entre El oro del Rin y La Valquiria, tan marcada que cuesta creer que no guarde alguna relación con la puesta en escena. El domingo, Christian Thielemann tendió con demasiada frecuencia a la blandura, a la dulzura, a la rutina, al sonido desustanciado, recreándose en la soberbia calidad de la Staatskapelle, pero el prólogo de la tetralogía es una ópera muy violenta, de perfiles en ocasiones muy abruptos, y sorprendió que el director alemán no supiera conferir ni la tensión ni la entidad musical necesarias a momentos clave, como la maldición del anillo por parte de Alberich, el Leitmotiv de los gigantes en sus diversas apariciones o la extraordinaria intervención premonitoria de Erda en la cuarta escena. Cuesta creer que la propuesta de Tcherniakov sea del gusto de Thielemann, pero lo cierto es que cuando la trama de Wagner empezó a resultar mucho más comprensible, sin intromisiones ni genialidades, desde el comienzo mismo del primer acto de Die Walküre, el berlinés parecía otro director: implicado, inspirado, resuelto a extraer de la orquesta (forjada a fuego lento por Barenboim a lo largo de tres largas décadas) todo su inmenso potencial. O quizá simplemente tuvo el domingo un mal día, o uno especialmente bueno el lunes, quién sabe.
Parecía imposible creer que, oculto en el foso, el director musical del prólogo y la primera jornada fueran la misma persona y quizá no cabe mayor elogio para Thielemann que decir que, tras la aparición de Wotan en el tercer acto, la orquesta parecía dirigida por Daniel Barenboim (y la propia Elena Bashkirova aplaudió con fruición cuando su sustituto salió a saludar al final de Die Walküre). Hubo también ocasionalmente suavidades o melosidades innecesarias, como en la llamada despedida de Wotan, pero, en términos generales, Thielemann se hizo merecedor el lunes de la condición de gran wagneriano que muchos le atribuyen (y que no siempre se demuestra justificada, ni mucho menos). No pueden dejar de elogiarse las intervenciones de la oboísta española Cristina Gómez Godoy, que no tocó en El oro del Rin, pero que en La valquiria, sobre todo en los diversos pasajes a solo de la última escena de esta primera jornada, corroboró que es, sin duda, una de las mejores intérpretes de su instrumento. Su orquesta —de la que ella es un puntal fundamental— fue aclamada con toda justicia al final de ambas representaciones, e incluso en las salidas a foso de Thielemann antes del segundo y el tercer acto de Die Walküre.
Entre los cantantes, ha habido de todo. Por empezar con lo peor, antes de que sonara el Mi bemol inicial en las catacumbas de la orquesta, nadie podía comprender por qué, salvo que hubiera consideraciones extramusicales de por medio, Rolando Villazón iba a encarnar a Loge. Ataviado con una peluca lisa, que no dejó de atusarse una y otra vez, y generosas patillas, el tenor mexicano lo hizo todo mal: cantar un papel que no se ajusta ni remotamente a sus características y, casi peor aún, sobreactuar constantemente (hay que imaginar que bendecido por Tcherniakov, o alentado por él, vaya usted a saber), convirtiendo al dios del fuego en un personaje auténticamente bufo escapado de alguna comedia italiana de baja estofa. A Thielemann, celoso guardián de las esencias wagnerianas, debieron de abrírsele las carnes cada vez que abría la boca o desplegaba su repertorio de momos y gracietas. Para colmo, cuando fue mayoritariamente abucheado en los saludos finales, Villazón adoptó una actitud abiertamente provocadora (¿para protegerse, para intentar tapar la evidencia?), autoensalzándose sin mesura y mofándose de las protestas. Muy diferente fue la reacción el día siguiente del destinatario de las otras muestras de desaprobación más estentóreas por parte del público: el tenor Robert Watson. Lo cierto es que el joven estadounidense apuntó demasiadas carencias, sobre todo vocales, para encarnar el papel de Siegmund, pero ni sus apuntes de buen estilo ni su implicación merecían un castigo tan severo. Se lo vio completamente abatido y fue el único punto negro en una velada operística extraordinaria coronada por un enorme éxito.
El oro del Rin, una ópera de marcado carácter colectivo, y aún sin seres humanos entre su desfile de personajes, tuvo un reparto muy sólido comandado por el soberbio Wotan de Michael Volle, un cantante superlativo que ya deslumbró con un Hans Sachs virtualmente inigualable en Los maestros cantores de Bayreuth en 2017. Aunque su voz es quizá más adecuada para encarnar al zapatero que al dios, que demanda un color más grave en muchos momentos, Volle canta y actúa tan bien, tiene una dicción tan cristalina, llena tanto escenario por sí solo, que es imposible no caer rendido ante su encarnación de Wotan, que alcanzó cotas de emoción desmesuradas en sus grandes monólogos de los actos segundo y tercero de La valquiria el día siguiente (lo que supone un esfuerzo físico y de concentración al alcance únicamente de los elegidos). Claudia Mahnke, como Fricka, palidece a su lado, tanto en el prólogo como en la primera jornada, pero sí logra rayar prácticamente al mismo nivel otro participante, como un insuperable Beckmesser, en aquellos Maestros cantores de Barrie Kosky: el gran barítono (y también actor) alemán Johannes Martin Kränzle, que es quizá el único superviviente del anterior Anillo de Barenboim, en el que cantó, como ahora, el personaje del pérfido Alberich. Tcherniakov no le pone nada fácil brillar y dibujar con nitidez su personaje, pero, aun así, Kränzle consigue que fulgure, y de qué manera, su talento musical y escénico.
Más que lírico el Froh de Siyabonga Maqungo, recio y con empaque el Donner de Lauri Vasar, sólida y contenida Anna Kissjudit en su sobrenatural monólogo de Erda, magnífico y generando grandes expectativas para Siegfried el Mime de Stephan Rügamer y mucho mejor Mika Kares, el bajo de moda, como Fasolt que el Fafner más inexpresivo y hierático de Peter Rose. Como el Covid sigue sin dar tregua, Annet Fritsch tuvo que ser sustituida en el último momento en el papel de Freia por Vida Miknevičiūtė, que cosechó justísimos aplausos a pesar de lo breve de su participación; demostró poseer una vena dramática natural que confirmaría plenamente el día siguiente encarnando a una sufriente y atormentada Sieglinde. De las tres hijas del Rin (que cuentan con unas extrañas dobles que aparecen y desaparecen de escena y cuyo cometido no está nada claro), destacó, por su magnífico instrumento vocal, Anna Lapkovskaia.
En La valquiria, Mika Kares repitió como Hunding, y confirmó que Wagner va a ser, sin duda, su territorio natural. Ya se ha comentado el sonoro fiasco de Robert Watson como Siegmund, al que no favoreció nada la Sieglinde arrebatadora de Vida Miknevičiūtė, que lo relegaba casi siempre involuntariamente a un segundo plano. Aquí Michael Volle tuvo una contrincante a su altura, la soprano Anja Kampe, que había cantado Sieglinde en la anterior Walküre de Daniel Barenboim al alimón entre el Teatro alla Scala y la Staatsoper de Berlín en 2011. Las mismas virtudes que mostró en Isolde en este mismo teatro —timbre homogéneo del grave al agudo, fraseo wagneriano de alta escuela, dramatismo perfectamente graduado en función de las circunstancias, ni una sola nota gritada, actuación plenamente convencida y convincente— asoman ahora en la composición de Brünnhilde, un personaje más exigente y complejo, si cabe. Su largo enfrentamiento con Michael Volle, una de las grandes perlas del catálogo de Wagner, está dirigido con enorme intuición psicológica por Dmitri Tcherniakov, que dejó caer destellos de gran talento.
Uno de ellos tiene que ver con el uso de las prendas de ropa: si al final de Tristan und Isolde, ella se ponía la camisa de Tristan en la escena final de la transfiguración, transmitiendo con ello un aluvión de significados, aquí recoge con cuidado la chaqueta verde de Wotan, que él había tirado al suelo en un acceso de rabia (y que antes había golpeado repetidamente contra el suelo, también furioso, en el segundo acto), y la coloca cuidadosamente en el respaldo de una silla. Parece un gesto inocuo, pero en medio de la tremenda contienda dialéctica y emocional entre ambos, no lo es en absoluto (como extraordinario es el gesto de que Siegmund ponga sus propios calcetines a una desfallecida y yacente Sieglinde al final del segundo acto). De entre las ocho valquirias (aquí hubo también dos sustituciones de última hora), destacó otra cantante merecedora de una mención individualizada: la de Clara Nadeshdin, una contralto que está aún formándose en el Estudio para jóvenes cantantes de la Staatsoper y para la que cabe augurar un gran futuro. Su Gerhilde brilló con luz propia.
El Anillo del nibelungo más esperado de los últimos tiempos, y sobre todo después del rotundo fiasco del estrenado en Bayreuth el pasado verano, ha logrado sobreponerse a todas las adversidades, la mayor de las cuales ha sido, sin duda, la ausencia de Daniel Barenboim, anunciado para comandar el cuarto ciclo completo que se ofrecerá en el Festival de Pascua de 2023. La prestación tan desigual, casi antagónica, de Christian Thielemann en el prólogo y en la primera jornada aumenta la expectación de cuál será la versión que nos ofrecerá en Siegfried y Götterdämmerung el jueves y el domingo. Solo de él depende que este Anillo se recuerde como el que dirigió Christian Thielemann y no como el que debía haber dirigido Daniel Barenboim. Algo parecido puede predicarse de Dmitri Tcherniakov, caprichoso, confuso e incomprensible en Das Rheingold, pero mucho más centrado y con destellos de verdadero hombre de teatro en Die Walküre. Michael Volle, Johannes Martin Kränzle y Anja Kampe se disputan también con fuerza la condición de triunfadores de esta nueva tetralogía, y falta aún la llegada de Andreas Schager, el héroe por antonomasia del relato, del que ya se sabe sobradamente que es el gran Siegfried (y Tristan) de nuestro tiempo. Estamos aún, por tanto, ante un Anillo sin dueño y que todos podrán ver y valorar con más calma en su totalidad a partir del 19 de noviembre en ARTE. Pero, dada la maldición que lanza Alberich en la cuarta escena de El oro del Rin (“¡A todo el que lo lleve, su magia le provocará ahora la muerte!”), quizá lo mejor sea que nadie se apropie del anillo, o el Anillo, hasta que el fuego de Brünnhilde lo devore todo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.