Javier Marías o la velocidad
Que me negaran becas y lectorados pese a su recomendación, que yo creía infalible, se convirtió enseguida en el mayor de los premios para mí
Ya es bien raro que nadie se moleste en ayudar a nadie sin que medie el menor interés personal o compensación alguna por pequeña que sea a cambio, pero aún es más inverosímil que esa ayuda desinteresada acuda rauda cuando desde una geografía extraña y, sobre todo, desde un tiempo alejado del nuestro, alguien a quien hace tanto que no vemos que podríamos perfectamente obviar, la necesita o la pide.
Pues bien, esa fue la curiosa relación que mantuve con Javier Marías desde que le conocí en un no tan lejano Madrid de finales de los ochenta. Por supuesto, yo fui siempre la peticionaria. La que desde algún lugar lo más alejado posible acudía a él para pedirle algo. Y tampoco fueron tantas veces. Yo recuerdo una carta de recomendación para Oxford y otra vez para una beca en Berlín. Ni recibí la beca de Berlín ni conseguí nunca el lectorado de Oxford, a pesar de que Marías me insistió en que aún podía llamar por teléfono y recomendarme de viva voz si las cartas no funcionaban. Y como no funcionaban, ni con ilustre varón mediante, él, que las escribía ―sí, en su famosa máquina eléctrica, con el papel de carta―, a pesar de su firma a pluma y de tinta azul, llegué a pensar que verdaderamente o yo no era nadie o Javier Marías no contaba tanto. Le cogí cariño entonces, tras nuestros sucesivos rechazos, o fueron más bien derrotas, ahora lo pienso, de las que informé puntualmente y con soberano orgullo a mi recomendador, como si jugáramos él y yo en el mismo equipo de losers.
Que me negaran becas y lectorados de su mano, que yo creía infalible, se convirtió enseguida en el mayor de los premios para mí. Y que él contestara, a veces con la rapidez del rayo, llegando sus cartas apenas al día siguiente de haberle solicitado yo ayuda, me parecía ya el colmo de la diligencia en la prestación de servicios. Nunca, salvo en estas raudísimas correspondencias, experimenté jamás velocidad ni alegría parecida. Es más, creo que alguna vez hasta llegaron sus cartas antes de que yo hubiera echado las mías al buzón. ¿Es que no tenía Javier Marías otra cosa que hacer más que escribirme a mí? Me parecía raro, y no obstante comprendí enseguida que ese era el rasgo que más le definía, el de alguien que no te falla, alguien que por alguna extraña razón se mantenía alerta, por si en algún momento él podía ayudar o socorrer en algo.
Tal vez por eso estaba al quite en lo importante. Yo en cambio no tuve nunca más pensamientos para él que pedirle cosas, como se le pide a un rey. Y en él ―qué curiosa casualidad, que se haya ido tras Isabel de Inglaterra―, en él pensé cuando recién llegada a Dublín hace apenas una semana tuve la necesidad de escribirle a alguien para dar cuentas de mi mudanza. Cuando ya no quedan padres ni madres, cuando ya no hay hermanos ni hijos, cuando ya no sirven novios ni amigos para contar lo que nos pasa en la vida de importante, “tengo que escribirle a Javier Marías”, pensé.
Lo recuerdo ahora y me conmueve. No se cree la muerte cuando nos cae cerca. Como una impostora, como una pésima actriz, la muerte entra en nuestros escenarios y lo desbarata todo. Pero él, que tanto la rondó, que tantas vueltas le dio a la espalda del tiempo, de pronto se me antoja extrañamente amigo y compañero de ella, como si siempre la hubiera tenido cerca, como si nunca la hubiera perdido de vista. Es más, como si hubiera nacido por y para ella. Para la muerte y la inmortalidad.
Han pasado pocas horas desde la triste e inverosímil noticia y sin embargo la incredulidad, como ocurre en los argumentos disparatados de sus novelas, se ha tornado en poquísimo tiempo en una aceptación total, en suspensión total de juicio, él se las ha ingeniado para que así sea. Alguien que está y no está. Que estuvo siempre y nunca estuvo del todo. Que tenía un pie aquí y otro en el otro barrio, pero no por enfermedad sino por decisión, y por talento. Eso que tan bien contó en su novela Berta Isla, la esencia de los seres que son mitad sombra y luz, como lo somos todos, ausentes e inexistentes, supuestamente en la vida pero siempre lejos, en otra parte.
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