¿Podría ser amiga de un terraplanista?
Cuando te das cuenta de que elegiste un oficio que exige compromiso y arrojo, adviertes que no puedes ni debes contemporizar con aquel que miente
He huido del infierno madrileño donde al parecer, según el portavoz del PP en la Asamblea, estas olas de calor sin tregua son lo propio, para disfrutar de esa realidad extinta en la capital consistente en que por la noche refresca. Aquí, en el Rincón de Ademuz, tierra de mi madre, hay estrellas y frescor nocturno. A los que volvemos en verano se nos dispara el mecanismo del recuerdo escuchando el habla de quienes nos criaron. Como los recuerdos son muy compartidos, el tiempo los convierte en anecdotario familiar y ya no distingue una muy bien si esto te ocurrió a ti o a tu prima. Hay expresiones que se recuperan al escucharlas en boca de los mayores, mayores a los que en mi infancia los niños estábamos obligados a escuchar, y si no cumplíamos con el mandato se nos largaba a la calle, a jugar, que tampoco estaba mal. Me acuerdo de pronto de que, entonces, cuando aquellos adultos se referían a un ser excepcional lo definían como “una bellísima persona”. No es un ejemplo de costumbrismo local, pero sí de una suerte de ética familiar. Las bellísimas personas eran las que sabían convivir en comunidades pequeñas sin imponer criterios, sobreponiéndose al rencor, reprimiendo sus principios y también sus ganas de ofender. Si en las ciudades siempre se ha expresado con más desahogo lo que se piensa, en un lugar pequeño se ha de ejercitar la contención. Yo, que disfruto de esa amabilidad de los míos, de su costumbre de esquivar asuntos polémicos, y que encuentro una virtud en esa prudencia, vuelvo a la ciudad para enfrentarme a ellos, para defender lo que pienso aun a riesgo de no caer bien.
Yo me crié entre bellísimas personas. Dudo si lo soy, porque no tengo la tolerancia que tenían ellos para morderse la lengua. Últimamente pienso en que mi capacidad para aceptar estupideces se ha estrechado. De niña escuchaba en el horno de mis tíos a mujeres que no creían que el hombre hubiera llegado a la Luna. Sus palabras de incredulidad se repetían luego una y otra vez; era lógico que esas personas tuvieran desconfianza porque había demasiada distancia entre su atraso y el progreso tecnológico. Pero ahora es el ciberespacio quien puede conducir a la idea de que la tierra es plana. ¿Sería yo amiga de un terraplanista? Sospecho que, aunque tratáramos de centrarnos educadamente en temas de índole cotidiana, en mi mente estaría siempre esa diferencia insalvable. Puede parecer un ejemplo muy extremo, pero no lo es menos escuchar voces que niegan la evidencia del cambio climático, a pesar de que sus consecuencias se han acelerado y que no podemos eludirlas. También viene siendo habitual este verano presenciar a algún cargo político achacando, en las tertulias o en los mítines, la responsabilidad de los incendios a los ecologistas. Es extraordinario: hacen oídos sordos a lo que claman, en este desierto creciente, ingenieros de montes, bomberos, ganaderos para centrarse en su chivo expiatorio favorito: el ridículo ecologista. ¿Puedo tener amistad con alguien que esquilme los servicios públicos de cuidado de nuestros montes y luego suelte ese tipo de vulgaridades por su boca? ¿Podría ser amiga de quien afirma que si sufres un golpe de calor lo que has de hacer es meterte en un supermercado?
Según me educaron, debería tener temple para aceptar este tipo de sandeces, para ignorarlas, pero según se aceleran las consecuencias de la superchería agitada en las redes, por un lado, y del egoísmo ultracapitalista por otro, menos paciencia me queda. Es posible que el calor aumente la indignación por las medidas que no se están tomando, y también el pesimismo por una guerra que ha desviado a Europa de cierto momento ilusorio en que reinó el optimismo sobre la transición energética. Hay que recomponerse cada día para afrontar la jornada y enfrentar la faena. Si observas el atardecer desde uno de estos montes de tu infancia, todo parece intocado, se te llenan los pulmones de oxígeno y parece fácil ser una de aquellas bellísimas personas con las que te criaste. Desde ese lugar resulta sencillo obviar las diferencias, entenderlas como algo natural en la comedia humana, pero luego cuando te enfrentas a la tarea de ponerte a escribir, te das cuenta de que elegiste un oficio que exige compromiso y arrojo, adviertes que no puedes ni debes contemporizar con aquel que miente, bien por estupidez, bien por mero egoísmo. Y hay tanta mentira hoy, que no sabemos cómo usar el cortafuegos.
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