‘Guerra sin nombre’, el documental de Tavernier para saber más de Argelia
Treinta años después, se estrena en España, en Filmin, la obra que prueba el incalculable valor del cine ante la reparación histórica y muestra heridas que aún siguen abiertas
Guerra sin nombre, la película de Bertrand Tavernier y Patrick Rotman sobre el trauma de la guerra de Argelia, cumple 30 años. Exactamente los mismos años que separan a este inmenso documental de los hechos que en él se narran. Hasta esa fecha, el silencio había sustituido a la memoria. Tavernier y Rotman pusieron cámara y micrófono ante un grupo de veteranos, hombres que en su juventud habían luchado en una guerra a la que durante años el estado francés se refirió como “operaciones en el norte de África”, en una retórica que recuerda a la actual de Rusia en Ucrania. Entre 1954 y 1962, cerca de tres millones de franceses, en su mayoría chicos de familias pobres, fueron llamados a filas para acabar en un callejón sin salida de la historia.
Aquel desgarro es el gran protagonista de una película que prueba el valor incalculable del cine ante la reparación histórica. Un monumento antibelicista de primer orden porque sus testigos directos revelan que de la guerra, con sus aventuras, sus misiones, su compañerismo y sus uniformes, solo se sale con los pies por delante o con secuelas irreparables. Según el informe del veterano historiador Benjamin Stora, presentado a Emmanuel Macron en enero de 2021, hubo en torno a medio millón de muertos. Tras 130 años de dominio francés, la guerra de Argelia dejó heridas que aún siguen abiertas.
Al final de un estremecedor plano secuencia, Patrick Rotman le pregunta al exjefe de un comando francés que le está confesando un terrible episodio de tortura que, según su relato, evitó la muerte de 150 soldados franceses, si no es humillante humillar a otro hombre. Frase que cae como una losa, y le hace titubear hasta que el entrevistado le responde: “Lo es, pero son los políticos los que hacen las guerras, si no quieres atrocidades, no hagas la guerra”. Rotman no añade más preguntas. No es el único testimonio que justifica la tortura con el mismo argumento. Pero como decía, como no, Albert Camus, francés argelino, justificar la tortura implica perder todos los valores y “la guerra, sin objetivo ni ley, consagra el triunfo del nihilismo”.
Durante más de cuatro horas y de forma cronológica, Rotman entrevista y Tavernier filma. Los testimonios solo se rompen cuando una voz narradora (la del propio Tavernier) contextualiza los relatos. Cita a John Huston (“Como en sus películas, al destino no le importan las intenciones del protagonista”) al hablar de los reclutas que se fueron por la fuerza a una guerra “dura, violenta y agotadora”. La película se propone no juzgar y lo consigue dando voz al último eslabón de la cadena de siempre. Aquí no hay espacio para altos funcionarios, políticos o historiadores. Los únicos testimonios que importan son los de quienes estuvieron en primera línea del frente.
Por todo esto, la película funciona como un doloroso mapa generacional en el que cabe de todo, los convencidos y los insubordinados que intentaron librarse de, en el mejor de los casos, infinitas horas de vida perdidas por una causa que no era la suya. Hombres que no querían acostumbrarse a lavarse con el agua que cabe en un casco, obligados a una vida en permanente estado de alerta. Condenados a matar o a que los maten. 30 años después, el nudo en la garganta de aquellos soldados aún no había desaparecido. Como el de un señor mayor y calvo que se rompe cuando rememora como fusilaron a un soldado argelino delante de él y torturaron a otros dos.
Esa condición oral de la película, la manera de organizar el relato de esa polifonía de voces recuerda a la estrategia emprendida por Claude Lanzmann en Shoah, que se había estrenado cinco años antes y cuyo proceso fue infinitamente más largo y tortuoso ante la magnitud de lo que trataba: el inefable Holocausto. Pero la revolución formal que supuso Shoah, película que ensanchó el horizonte del cine contemporáneo y de la representación de la memoria colectiva, asoma en este filme de Tavernier y Rotman en esa manera de acompañar al entrevistado durante su testimonio formando parte esquinada del plano o en la forma de crear espacios en el presente para escuchar el pasado.
Guerra sin nombre no cumple con la estricta doctrina de Lanzmann porque sí usa elementos de archivo, fotografías tomadas por los propios entrevistados, a veces acompañadas de canciones escogidas con el fino oído de Tavernier. Pero el presente mandan en un metraje que resuelve los problemas de representación de los horrores de la guerra con “las corrientes trazadas por Shoah”, por citar al crítico español Jaime Pena en su extraordinario ensayo reciente El cine después de Auschwitz.
Guerra sin nombre es una película fundamental dentro de la relación entre cine y memoria. Una investigación fascinante y la demostración de cómo el documental rompe los límites del periodismo en su búsqueda de la verdad. Cuando se estrenó, en febrero de 1992 en la Berlinale, el tabú y el silencio seguían instalados en la sociedad francesa. Su contribución fue decisiva para deshacer ese nudo y llamar a la guerra de Argelia por su nombre.
Guerra sin nombre
Dirección: Bertrand Tavernier
Guión: Bertrand Tavernier y Patrick Rotman.
Género: documental. Francia, 1992.
Plataforma: Filmin.
Duración: 240 minutos.
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