‘Gran Sol’: una pequeña gran historia para una madre de siete hijos que espera a un marino rodeado de icebergs
El fotolibro de la editora Eneka Fernández, que explora su álbum familiar y los recuerdos, ha estado entre los seleccionados a mejor libro de fotografía del año en PHotoEspaña 2022
“Para poder echar el ancla en algún lugar, alguien debe quedarse en tierra firme y tomar las riendas de la casa”. Lo advierte Leire Cano Jauregui en el prólogo de Gran Sol: “Las pequeñas historias tienen tanto de pequeñas como de grandes”. Y la de este fotolibro, que ha figurado entre los seleccionados para el premio al mejor libro de fotografía de 2022 por PHotoespaña, es exactamente eso. La pequeña gran historia de Carmen Entenza (Ardán, Pontevedra, 87 años). La hija de un pescador al que no conoció hasta que cumplió cuatro años porque siempre estaba en el mar buscando dinero. La que hizo la comunión con un traje que le prestó el cura y, cuando salió hacia la iglesia con una vecina, vio a su madre fregando el suelo, de rodillas, y no levantó la cabeza para mirarla. Entró al colegio con 9 y salió con 12. Era una cría, pero la maestra le pidió que cuidara de sus hijos, y cuando Carmen contestó que ya tenía bastante con sus hermanos, la puso a limpiar cristales. Se casó de negro (“la moda la época”) y formó una familia con un mecánico de barcos al que esperaría durante los prácticamente treinta años que él se pasó echando el ancla en los caladeros de bacalao, navegando destino Terranova.
“Siempre pensé que mi padre fue el de la aventura, el que experimentó vivencias divertidas o terribles. Pero, en realidad, las que construían la vida eran las mujeres que se quedaban en tierra. A simple vista, las suyas no parecen grandes historias. Aquí no hay aventuras, ni malos, no tienen un material extraordinario a simple, pero sus vidas merecen ser contadas”, responde la editora y comisaria vasca Eneka Fernández (Donosti, 44 años) a la pregunta de por qué decidió autoeditar este artefacto construido a base de fotos del álbum familiar y de recuerdos sintetizados de su madre.
A los dos años de casada, cuando ya cuchicheaban con que Carmen “ya no valía”, se quedó embarazada. Crio a siete hijos (Eneka es la sexta, la tuvo con 43 cuando falló el diafragma) y tuvo un aborto espontáneo del primero. Pagó una casa, a tocateja, tras 11 años de alquiler. Asumió la compra, como tantas otras responsabilidades, en una época en la que las mujeres no podían tener ni una cuenta en el banco. Cómo iba a hacerlo su marido si él se pasó media vida navegando entre icebergs en el Gran Sol. Cosas del destino, así se llama la calle en la que ella escogió ese hogar familiar en Pasaia (Gipuzkoa); sin que él lo viese antes, porque estaba, como siempre, aislado entre bloques de hielo. Y ese, precisamente, tenía que ser el nombre del fotolibro que ha editado su hija en su honor.
Escrito en euskera y en castellano, Gran Sol nace desde la distancia y la observación. De Eneka removiendo cajones sin que su madre lo supiera. De llevarse fotos a escondidas en su bolso los domingos de comida familiar con sus hermanas. Aquí no hay conversaciones específicas para preparar el texto entre madre e hija. Su obra “refleja el cambio de paradigma generacional, la brecha conversacional”. Un altavoz para todas esas casas sordas, hasta ahora, a la épica femenina. A la de mujeres que vivieron en espera, pero siempre activas, mirando al mar y manteniendo el control familiar sin armar ruido y jaleo. De eso, y especialmente en estas familias, ni se habla ni se halaga. Se da por hecho.
El iceberg como metáfora
Gran Sol funciona como reflejo y respuesta de Terranova, otro fotolibro que Fernández autoeditó en 2017 tras la muerte de su padre, José Fernández. Allí, como terapia para cauterizar su duelo, recogía una carta y una selección de las fotos de icebergs que tomó y coleccionó aquel mecánico naval que nunca aprendió a nadar y que se ausentaba hasta seis meses de casa en cada partida. “Ese hielo es la metáfora de mi relación con él. Tenía 52 años cuando nací”, apunta esta vasca, que tras irse a vivir a Lima con su pareja al hilo de la crisis de 2008, volvió a España para trabajar en el centro Tabakalera de Donosti y se ha asentado en Barcelona tras estudiar un máster de comisariado cultural.
José se jubiló cuando ella cumplió dos años. “A diferencia de mis cinco hermanos mayores, criados apenas sin verle, para mí sí estuvo ahí. Pero notabas que no sabía lo que era ser un padre presente. Se le quedó un desajuste después de toda una vida en el mar”, rememora esta “observadora silenciosa” de la familia, licenciada en Historia del Arte y actual coordinadora en la editorial RM. Cuando le preguntó, mientras vivía, por aquella obsesión de fotografiar a aquellos imponentes bloques de hielo, él simplemente contestó: “Porque estaban allí”.
Aunque Gran Sol es en parte una respuesta personal a Terranova para que su madre lo pudiese leer viva, el sustrato de este fotolibro también es político. El de visibilizar ese titánico trabajo invisible de toda una generación de mujeres que mantuvo el orden y el sentido en tierra firme mientras esperaban a unos patriarcas navegando por su futuro y por dinero. Y no siempre de forma agradecida. “Mi madre eligió, sola, un piso en un barrio obrero con cinco habitaciones luminosas orientado al sur, perfecto para nosotros. Coordinó la mudanza con mis tíos y tías, subiendo los muebles por las escaleras, cargando con la nevera cinco pisos sin ascensor. Mi padre estaba trabajando cuando pasó. ¿Sabes lo que le dijo cuando volvió, lo vio todo montado e instalado? ‘Podrías haber encontrado algo mejor”, rememora Fernández, e insiste: “El de mi madre ha sido un trabajo muy duro y muy infravalorado”.
Carmen y la mística de las que esperan
“Las mujeres que esperan existen, provisional y subordinadamente, al servicio de un elemento ausente”, recuerda Becca Rothfeld, catedrática de Filosofía de Harvard, en el imperdible ensayo Damas en espera. Como Carmen con José, y como muchas otras mujeres sin importar la generación, la espera en el amor es, según esta académica, parte del ADN de la existencia romántica femenina: “Son las mujeres las que esperan a los hombres: esperan a sus match de Tinder para iniciar el contacto, a que les propongan matrimonio después de años de noviazgo o les pidan citas, al texto decisivo del día después”, escribe.
Partiendo de figuras como la Penélope de Ulises en la Odisea, el poema Una mujer me espera de Walt Whitman (“De ahora en adelante renuncio a las mujeres impasibles / me voy a quedar con la que me espera”) o el genial relato, terroríficamente real, Una llamada telefónica, de Dorothy Parker (“Si él me quiere, puede tenerme. Él sabe dónde estoy. Él sabe que estoy esperando aquí”), Rothfeld argumenta que “si históricamente han sido las mujeres las que esperan, es al menos en parte porque la mayoría de las culturas las han confinado a un estado de ociosidad involuntaria”.
Ya sea por “ociosidad involuntaria” o como pilar invisible, no remunerado, en la supervivencia obrera más patriarcal, Fernández no ha cerrado su introspección familiar con Gran Sol. Su madre le ha pedido “que haga algo” con la correspondencia que mantuvo con José los treinta años que se pasó navegando. Pero solo quedan las de un bando. Aunque su padre guardaba meticulosamente hasta los recibos de la compra, nunca las trajo de vuelta. Quedan las que envió a Carmen. “Nunca le pude preguntar, pero siempre hemos creído que las debía romper justo después de leerlas. Eran cartas sentidas y picantes, y en aquella época, la posibilidad de quedar al descubierto de forma tan sentimental frente a los hombres que le rodeaban implicaba exponerse y ser vulnerable en un entorno de aislamiento”, apunta. Su recuerdo atesorado por aquella mujer en espera. “Llámalo espera, llámalo como quieras”, apunta la editora, “pero de aquella limitación, mi madre sacó algo muy empoderante”.
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