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EMMANUEL CARRÈRE
Crónica
Texto informativo con interpretación

Hablemos de dinero: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

Esta semana, un tema tabú: el precio del dolor

Vista de una sesión del juicio por los atentados de París.
Vista de una sesión del juicio por los atentados de París.SERGIO AQUINDO PARA 'LE MONDE'
Emmanuel Carrère

Capítulo 31

1. El vil metal

Hemos oído a las víctimas, han interrogado a los acusados, se han reconstruido los hechos. El juicio del Viernes 13 entra en su última fase. Alegaciones de las partes civiles, inculpaciones, alegaciones de la defensa, veredicto. Se esperaba acabar el 24 de junio, pero el acusado Kharkhach tiene covid y esto nos retrasa una semana más. Este acusado está aquí por haber confeccionado documentos falsos, la broma que circula es que ha fabricado un falso resultado del test. El retraso inquieta a todos los que proyectan, como es mi caso, viajar en julio. La única ventaja es que me deja una crónica libre y el espacio para abordar este tema tabú: el dinero.

2. El precio de las lágrimas

Las partes civiles acuden al juicio para que escuchemos sus sufrimientos y obtener un consuelo moral, no una reparación económica. De esta se habla en otra sede, ante un tribunal diferente por el que nadie se interesa, excepto Mathieu Delahousse, mi compañero de equipo de Le Nouvel Observateur en el Viernes 13. Durante dos años, la mañana de cada dos jueves, se ha presentado en la salita blanca del sexto piso del tribunal de París, donde se ocupan de la indemnización de las víctimas del terrorismo. Nunca se ha cruzado con otro periodista y ha narrado su experiencia en un libro (1) muy animado, muy humano, que ya en el título contiene una pregunta vertiginosa: ¿cómo determinar “el precio de las lágrimas”? Por culpa de un hatajo de fanáticos del que tu país no ha sabido protegerte, has perdido -a elegir, pero por desgracia es acumulable- una pierna, a tu mujer, a tu mejor amigo, tu movilidad, tu equilibrio psíquico, tu capacidad de trabajar, tu sueldo, el sueño, tu confianza en la vida... Todo esto es irreparable y sin embargo tu país debe repararlo. Se compromete a ello. Por eso se creó en 1986 el Fondo de Garantía de las Víctimas de Actos de Terrorismo.

Sin duda no lo sabes, pero cotizas, cotizamos todos, a esta caja alimentada por una deducción a tanto alzado en todos los contratos de seguros suscritos en Francia: 5,90 euros anuales. Esto constituye mucho dinero que repartir, en función de un baremo llamado la “nomenclatura Dintilhac”, “la ley Carrez del dolor” (2), según la expresión de Mathieu. Este baremo se aplica sin controversia a los daños físicos graves. Es más difícil de cuantificar el traumatismo psicológico, cuya tarifa de base son 30.000 euros, una suma que puede ser mayor. Es de treinta y mil si tienes pesadillas, pero se puede pedir más -y la mayoría de las veces se consigue- si esas pesadillas son incapacitantes, si te impiden dormir, si te obligan a perder tu empleo. Es de lo que se ocupa el tribunal, la zona gris donde se enfrentan ásperamente los abogados de las víctimas y los del Fondo. Los abogados especializados en la indemnización de las lesiones físicas cobran entre el 8% y el 12% de la que obtengan, y son claramente menos boyantes, señala Mathieu, que sus colegas de los tribunales penales. La función opuesta, la peor de las dos, la asume el abogado del Fondo, que en todo el libro resulta ser una abogada. Ella siempre considera que piden demasiado, que exageran el daño sufrido o que no está bien fundamentado.

No haría falta presionarla mucho para que dijera, como Jean-Marie Le Pen, que es más grave perder a tu hermana que a tu prima, y a tu prima que a tu vecina. Apenas bromeo, es una de las preguntas recurrentes que se formulan en el Fondo: ¿podemos ir más allá del lazo de parentesco o de afinidad? ¿Indemnizar a los amigos afligidos de una víctima? ¿Reembolsar las sesiones de psicólogos y fisioterapeutas, pero no las de talasoterapia? ¿Pagar los 800.000 euros que reclama un superviviente porque, sin haber perdido su trabajo, muy lucrativo, se ha negado a aceptar otro aún más rentable, a causa del estrés postraumático? ¿Calcular “el perjuicio de muerte inminente” sufrido por una persona que murió en el Bataclán, es decir, preguntarse si sufrió antes de morir y si por este motivo hay que indemnizar mejor a su consorte?...

Profundamente empático, “el precio de nuestras lágrimas” navega entre la congoja, la cólera, el absurdo, el sentimiento de injusticia... Escribo con pies de plomo estas palabras, “sentimiento de injusticia”, más bien que injusticia a secas. Pienso en las muchas personas heridas o que están de luto, con las que me codeo en el juicio y que se quejan casi todas de la tacañería del Fondo y de su inhumanidad. Las comprendo, sé que subjetivamente tienen razón, pero de todos modos hay que recordar que ningún otro país del mundo ha implantado al respecto un mecanismo tan protector y un presupuesto tan importante como Francia, una observación que vale asimismo para la ayuda jurisdiccional, de la que vamos a hablar ahora.

3. El precio de las palabras

La ayuda jurisdiccional es el sistema que otorga a todo el mundo, si no dispone de medios, la asistencia de un abogado pagado por el Estado. En los asuntos de terrorismo se aplica con independencia de los recursos de que se disponga. Tanto los acusados como las partes civiles tienen derecho a ella. Puesto que en el Viernes 13 hay 14 acusados y unas 1.800 partes civiles, son muchos los abogados, es mucho el dinero para pagarles a todos los mismos honorarios: 272 euros netos por día y por sumario. Pero existe una enorme diferencia entre los abogados de las partes civiles y los abogados defensores. Los primeros pueden tener tantos clientes como quieran. Algunos solo tienen uno, otros tienen tres, otros cincuenta, se habla de bufetes que tienen más de cien. Estoy seguro de que la mayoría dispensan a sus clientes una gran atención individual, pero su conocimiento del sumario y la cantidad de trabajo que representa es más o menos la misma, tengan un cliente o cien.

La situación es radicalmente distinta en el otro lado de la sala de audiencias: los defensores solo pueden atender a un único cliente y, debido a la magnitud del sumario y la dificultad de dominarlo, hay de hecho dos o tres abogados para cada acusado. A diferencia de sus colegas de las partes civiles, tienen la obligación de estar presentes en todo momento, su bufete se dedica por entero a este juicio. Se han adoptado, por tanto, diversas medidas para corregir este desequilibrio. Para los abogados de las partes civiles se ha establecido un baremo decreciente, cuantos más clientes tienen menos cobran por cada uno. Y se ha llegado al acuerdo, al cabo de acaloradas discusiones, de que alrededor del 10% de lo que perciban los abogados de las partes civiles se transfiera a los defensores para evitar que trabajen con pérdidas. Aun así. No hay cifras oficiales en esta materia inflamable, sino solo cierto orden en ganancias, pero se puede afirmar que por toda la duración del juicio un abogado defensor percibirá unos 50.000 euros y algunos abogados de las partes civiles más de un millón y medio. Ojo: no estoy hablando mal de estos últimos, pues los hay admirables, pero sí hablo bien de los abogados defensores. Ganan diez veces menos de lo que ganarían si estuviesen en el lado opuesto y su tarea es diez veces más ardua. La mayoría son jóvenes, en el comienzo de su carrera, es verdad lo que se dice de que este juicio les da publicidad, aunque también se puede decir que ejercen aquí por altruismo, por amor a la justicia que consiste en el gusto de defender lo más difícil.

Defender a las víctimas es noble, hay que hacerlo, pero la causa está ganada de antemano. Otra cosa es defender a presuntos terroristas. Tiene que gustarte hacerlo, gustarte la batalla. Además, siempre hay gente que te identifica con tus clientes, se juntan los que se parecen. Algo que me parece hermoso en el Viernes 13 es lo infrecuente de este prejuicio. La mayoría de las víctimas con las que hablo aprecian a los defensores de los acusados. Consideran importante que sean competentes. Recuerdo a la madre de una joven asesinada en el bistró La Belle Équipe, que concluyó su declaración dirigiéndose a ellos. “Ahora, defensores, hagan su trabajo. Háganlo bien. Lo digo sinceramente”. Abogado defensor, ¿no es un poco un pleonasmo?


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