El cine que odia Putin llega a Cannes
‘La esposa de Chaikovski’, de Kiril Serébrennikov, recrea la tragedia de la esposa del compositor ruso ante su homosexualidad
Apenas unas horas después de ver en la gigantesca pantalla del gran teatro Lumière al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, implorando por un nuevo Chaplin capaz de apuntar con el arma del cine a Vladímir Putin, la nueva película del exiliado ruso Kiril Serébrennikov, La esposa de Chaikovski, abría el concurso de la sección oficial con un asunto tabú en su país, la homosexualidad de una de sus glorias nacionales. En su implacable batalla contra los colectivos LGTB, hasta el mismísimo Putin ha negado en público que el compositor de El lago de los cisnes y El cascanueces fuese, como cuenta este duro filme, gay.
Por tercera vez en su carrera, Serébrennikov opta a la Palma de Oro. Lo hizo en 2018 con la melancólica Leto, sobre una banda de rock en los años ochenta en Leningrado, y hace un año con Petrov’s Flu, febril periplo de un dibujante de cómics que se sumergía en sus delirios y alucinaciones. En ambas ocasiones, Serébrennikov no pudo acudir a Cannes por estar bajo arresto domiciliario, pero ahora, ya exiliado, presenta aquí su nuevo y tortuoso filme. La esposa de Chaikovski es una oscura película de época alrededor de un personaje desquiciado, Antonina Miliukova, la mujer con la que el músico se casó cuando ella tenía 16 y él 25 años. Alumna y profesor jamás consumaron un matrimonio que pretendía acallar los rumores de la vida sexual del compositor. Sin embargo, Miliukova, obsesionada con su estatus y su marido, jamás aceptó el divorcio. Aunque al filme de Serébrennikov le cuesta arrancar, cuando lo consigue su inmersión en un pozo sexual opaco y opresivo es total.
Siempre de la mano de la actriz Alyona Mikhailova, que sostiene con su mirada inocente y desorbitada a un personaje desgraciado y terrible, Serébrennikov construye una bajada a los infiernos a través de secuencias orquestadas como un baile fúnebre que sitúan al espectador en un magnético limbo donde los cuerpos parecen vagar sin destino por el tiempo. Hay momentos de una sexualidad desesperada que presentan a la esposa como una luz lúgubre, una ingenua víctima de la hipocresía social dispuesta a inmolarse por su terco deseo. Serébrennikov consigue cuadros espléndidos, como los de los ambientes de gays de la época o la visita a la hermana del compositor, aunque también incurre en otros menos logrados, como la artificiosa coreografía final. El trágico personaje de Antonina Miliukova resume los daños colaterales de una homosexualidad perseguida y reprimida que, casi siglo y medio después de aquel infernal matrimonio, sigue condenada a las catacumbas de su país.
La otra película que abrió el concurso oficial fue la preciosa, aunque por desgracia no redonda, Las ocho montañas, de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, basada en el libro homónimo de Paolo Cognetti. Se trata de una historia de amor fraternal a lo largo del tiempo con las montañas del norte de Italia como refugio y horizonte. Interpretados en la edad adulta por Luca Marinelli y Alessandro Borghi, la película arranca en los años ochenta. Pero lo que en un principio parece una historia sobre dos chicos enfrentados a la dicotomía campo-ciudad se transforma en una emocionante historia sobre orfandad y amistad masculina. Las ocho montañas habla de cómo se relacionan muchos hombres a través del silencio y el monte, cómo algunos encuentran la libertad en un paisaje y en su misantropía. Hombres de pocas palabras, capaces de comprenderlo todo después de una larga caminata por la montaña sin abrir la boca. Narrada en primera persona, la película de Van Groeningen y Vandermeersch tiene dos problemas. Uno es esa voz en off que en ocasiones abusa de las palabras de Paolo Cognetti y su novela y, el otro, es una banda sonora infumable, que va saltando de mala canción en mala canción hasta exasperar al espectador con sus inútiles subrayados y mal gusto.
Babelia
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