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Café Perec
Columna
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La ficción expulsa a la autoficción

El lenguaje no es algo que represente la realidad, sino algo que la hace y la deshace desde una irrevocable subjetividad

Dos personas participan en un curso de escritura.
Dos personas participan en un curso de escritura.

“En días como hoy, mi soledad es un peso enorme”, decía Almodóvar en su reciente Memoria de un día vacío. Me atrapó la frase, quizás porque siempre que alguien escribe que está solo crea un efecto cómico y nos preguntamos cómo puede estar solo quien se dirige al lector para confiarle que lo está. Claro que, a veces, el solitario nos convoca para apartarnos. Y, de hecho, esa situación la ilustraba poco después en su Memoria el propio Almodóvar: “Si dejo la escritura para salir a pasear, mi mente sigue escribiendo durante el paseo. No hace mucho, iba paseando cuando alguien se me acercó para decirme algo y yo me disculpé diciendo: perdone, pero estoy escribiendo”.

Me recordó la almodovariana escena a aquellos que, cuando les preguntan para quién escriben, dicen que en el fondo para sí mismos. Y también a un amigo que, desde más allá de la remota isla de Pascua, me envió un correo en el que decía: “Me encuentro aquí completamente solo”. Después de reírme un rato, respondí: “Y yo soy una ficción completamente sola desde el origen de los tiempos, aunque últimamente se empeñen en buscarme compañías y adosarme palabras espurias como autoficción

Tras este mensaje, confirmé la paradoja que encierra a veces la escritura del solitario: buscar la presencia de otro para decirle que no le necesitas, del mismo modo que la ficción (que había yo simulado ser en mi correo) había convocado a la muy artificial autoficción para poder enviarla al quinto pino.

Estoy pensando en proponer a los solitarios que escriben en clave autobiográfica que se esfuercen en pasarse al desconocido género de las autobiografías auténticas, es decir, libros leales a esta idea de Agamben: puesto que raramente pasamos por experiencias estimulantes, una autobiografía auténtica debería ocuparse de los hechos no acontecidos, que a fin de cuentas también forman parte de nuestras vidas.

Hasta podrían servirnos de atajo esas autobiografías auténticas para conducirnos a la Ficción pura y dura, a esa maltratada palabra que conviene que recuperemos plenamente para así enviar a las autoficciones —que, como las flores del Ártico, no existen— a un cordial destierro. Porque, con la restauración plena de la Ficción, volveríamos a cuando los hechos contados, aunque no acontecidos, como también los no contados pero ocurridos, eran lo más apasionante de toda historia.

Historias, por cierto, que nunca pueden prescindir de la inevitable, en mayor o menor grado, huella de su autor. “Hamlet soy yo”, podría haber dicho perfectamente Shakespeare. En todos los relatos hay un ineludible fondo personal. Lo recuerdo a veces, en cuanto me llega la pregunta cliché por excelencia.

— Y dígame, ¿cuánto de autobiográfico hay en su autoficción?

— Nada de autoficción, por dios, qué manía. Solo hay Ficción a secas, sin más, como en la Biblia, detrás de la cual también estaba alguien creando algo, en primer lugar, para sí mismo. ¿O no oyó usted decir que el lenguaje no es algo que represente la realidad, sino algo que la hace y la deshace desde una irrevocable subjetividad?

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