Cuando el papa Juan XXIII borró el antisemitismo de las oraciones de Semana Santa
El hecho de que Jesús fuese crucificado, y no lapidado, demuestra que fue un castigo aplicado por los romanos
Este año el mundo cristiano celebra la muerte y resurrección de Jesús en medio de una guerra sangrienta en Ucrania, un conflicto que se produce en un momento de recrudecimiento de la extrema derecha, en algunos casos con ribetes neonazis. De ahí que vuelvan a resucitar los fantasmas del antisemitismo. Y no es posible evocar la historia del judío Jesús de Nazaret sin recordar que fue la Iglesia cristiana que nació de sus enseñanzas la que durante siglos presentó a los judíos como los responsables del martirio de Jesús. Desde 1570, cuando el papa Pío V introdujo el misal romano, hasta la llegada en 1958 del papa Juan XXIII, en la liturgia de la Semana Santa se rezaba “por los pérfidos judíos” con esta oración: “Escucha, Dios, nuestra plegaria por la obcecación de aquel pueblo para que sea liberado de las tinieblas”.
Y, sin embargo, hoy, a través de la historia antigua, sabemos que el profeta Jesús, que desafió el poder de su tiempo con un mensaje revolucionario de libertad y de paz, no pudo ser ejecutado por las autoridades judías porque en ese momento estas habían perdido el derecho a condenar a muerte. Quien ejecutó a Jesús fue el poder romano, encarnado entonces por el gobernador Poncio Pilato, que lo condenó a la muerte de cruz. Los judíos nunca usaron la crucifixión, sino la lapidación. La crucifixión, que ya se aplicaba desde hacía siglos, la usaban los romanos con los esclavos rebeldes o con los subversivos políticos.
Toda la literatura sobre la muerte de Jesús, cómo y por qué le mataron, está envuelta en una mezcla de ideología, de poder político y religioso, de mito y de retales de historia, y está concentrada en los relatos de los cuatro Evangelios canónicos, que la Iglesia reconoce como verídicos e inspirados por Dios. Y en esos Evangelios el hecho más relevante lo constituye la narración de la muerte y resurrección del profeta Jesús, que dio origen a las primeras comunidades cristianas.
Los capítulos dedicados en los Evangelios a narrar la muerte y resurrección de Jesús están considerados tan decisivos que los intérpretes modernos de la Biblia consideran que aquellos textos nacieron justamente para dar relieve a esos episodios, ya que, como diría más tarde el judío convertido a la nueva religión Pablo de Tarso, “si Jesús no resucitó, vana es nuestra esperanza”.
Y sin embargo, lo que más intriga a los expertos en la Biblia es que justamente en la narración que los cuatro evangelistas hacen de la condena a muerte de Jesús es donde se hallan más diferencias y contradicciones. Esos capítulos de los Evangelios son considerados como los más oscuros porque presentan hasta siete versiones diferentes. Lo que indica que, para las primeras comunidades cristianas a las que iban dirigidos aquellos textos, los hechos de la condena a muerte de Jesús y su resurrección eran los más debatidos y oscuros.
Fue justamente con los escritos de Pablo cuando empezaron a mezclarse los hechos históricos con los teológicos y míticos que eran presentados cuando la nueva religión empezó a penetrar entre los gentiles para dejar de ser algo exclusivo de los judíos. Ello explicaría que los evangelistas, al redactar los hechos de la Pasión, tuvieran en cuenta la peculiaridad de los nuevos cristianos y de alguna forma adaptaran los hechos de la pasión a las necesidades y sensibilidades de las nuevas comunidades.
Cuando la Iglesia de los primeros siglos entró en contacto con el mundo del Imperio romano, que de perseguidor de los cristianos pasó a adoptar el cristianismo como religión oficial y la colmó de privilegios, los judíos empezaron a ser vistos como culpables del martirio de Jesús. Ello culminó con la introducción en la liturgia cristiana de la Semana Santa de los textos de condena a los hebreos como culpables directos de la muerte del profeta.
Tuvo que pasar mucho tiempo, hasta la llegada a mediados del siglo XX del papa Juan XXIII, hijo de campesinos pobres, para que desaparecieran de la liturgia del Viernes Santo las injuriosas palabras que acusaban a los judíos de haber condenado a muerte a Jesús. Una anécdota del llamado “papa bueno” ilustra el afán con que asumió ese objetivo. Volviendo de la visita a una parroquia de Roma, Juan XXIII pasó con su coche, a orillas del Tíber, frente a la sinagoga ubicada en el barrio que había sido gueto judío. Al ver que la gente salía en aquel momento del templo, mandó parar el automóvil y dijo a su secretario, Loris Capovilla, que había pensado ir a darles su bendición. Dicho y hecho. El pontífice se dirigió a pie hasta la puerta de la sinagoga y les preguntó a los judíos si podía darles su bendición. Tras un momento de perplejidad explotó un aplauso. Al volver al coche, como contaría más tarde su secretario, el papa le confió: “Quién sabe lo que los teólogos dirían de lo que acabo de hacer”. Y añadió con la ironía que lo caracterizaba: “La verdad es que los teólogos también se equivocan”. A Capovilla, que había sido periodista antes de recibir el sacerdocio, el papa Francisco acabó haciéndolo cardenal y falleció en 2016 a los 101 años, llevándose a la tumba preciosas historias de aquel pontífice singular que eliminó de la liturgia la infame acusación contra los judíos.
Y ha sido ahora el papa Francisco quien ha abierto un diálogo cordial con la comunidad judía. Cuando era arzobispo de Buenos Aires mantuvo una profunda amistad con el rabino Abraham Skorka y juntos escribieron el libro Diálogos entre el cielo y la tierra. Elegido papa, la primera visita oficial en el Vaticano fue la de su amigo el rabino argentino, con quien conversó durante largas horas.
En estos momentos en que los demonios del antisemitismo vuelven a campar a sus anchas, conviene recordar en esta Pascua que no fueron los judíos sino los romanos quienes crucificaron al profeta, al que consideraban un revolucionario que imprecaba contra las autoridades de su tiempo que esclavizaban a los más pobres, a los que dejaban a su suerte. Los historiadores recuerdan que Jesús, una semana antes de su condena a muerte, había causado un tumulto con su primera visita al templo de Jerusalén, sede del poder religioso y civil, cuando condenó a los mercaderes que usaban la religión para enriquecerse y explotar a los más pobres.
El enigma del erudito Judas
Quien mejor ha analizado aquel hecho, que seguramente fue la causa de la condena a muerte del profeta judío, ha sido el escritor israelí Amos Oz, gran conocedor de las Sagradas Escrituras, en su libro Judas, en el que plantea una tesis original sobre el apóstol que según los relatos traicionó a su maestro Jesús, lo entregó a las autoridades y acabó suicidándose. Según el escritor y pacifista judío, Judas, al revés de cómo lo presentan las fuentes cristianas, fue el único rico y erudito entre los 12 apóstoles, un intelectual con gran sentido político que quiso hacer de Jesús un líder que, en vez de dedicar su tiempo a las turbas pobres de Galilea, tenía que ir a Jerusalén, centro del poder, y hacer algún prodigio que llamara la atención de las autoridades romanas.
Y fue justamente aquella entrada triunfante de Jesús en Jerusalén y las escenas contra los que habían convertido el templo en “una cueva de ladrones” lo que llamó la atención y puso en alerta a las autoridades romanas, que, azuzadas por los altos sacerdotes del templo, acabaron condenando al profeta revolucionario a muerte por insurrección contra el poder religioso y político. Se le impuso entonces el castigo de la crucifixión, y no el de la lapidación típica de los judíos.
El hecho de que las narraciones de los cuatro evangelistas sobre la muerte de Jesús aparezcan divergentes y a veces contradictorias son la mejor prueba de que el relato de aquella muerte estuvo desde el principio enturbiado por la mezcla de religión y política, y quizás nunca se sabrá la verdad sobre aquellos hechos que cambiaron la historia con la creación de la nueva religión. Se trataba de una religión que proclamaba no solo la igualdad ante Dios de hombres y mujeres, entre judíos y paganos, sino que constituía un peligro para el poder civil. No es una casualidad que todos los apóstoles, incluso el advenedizo Pablo de Tarso, acabasen martirizados.
Babelia
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