Las fotografías olvidadas de Dorothea Lange de los campos de concentración de japoneses en EE UU
La fotógrafa de referencia de la Gran Depresión fue contratada por el Gobierno de Roosevelt para documentar los centros de internamiento creados tras el ataque nipón contra Pearl Harbor
Toyo Miyatake ya era un fotógrafo experimentado cuando lo internaron. Tenía su propia tienda en Little Tokyo (Los Ángeles) y había cubierto los Juegos Olímpicos de 1932. Las autoridades estadounidenses le prohibieron llevar cualquier tipo de cámara. Era 1942 y a los japoneses se les internaba en campos de concentración en Utah, Arizona o Wyoming, una medida que, ochenta años después, sigue flotando sobre la sociedad de EE UU como una muestra de la cara más oscura de este país, y que aviva cuestiones raciales no resueltas.
Miyatake desobedeció. Introdujo a escondidas una lente y un cristal de enfoque en el campo de Manzanar (California) y se las ingenió para construir el cuerpo de la cámara con maderas de desecho. La hizo pasar por una fiambrera y se puso a hacer fotos clandestinamente. La película la introducía un antiguo cliente de Miyatake que, “por pura coincidencia, era proveedor del campo”, cuenta la escritora Nancy Matsumoto.
Otros fotógrafos, sin embargo, no tuvieron que esconderse. El propio Gobierno estadounidense les contrató para documentar aquellos campos, creados después del ataque japonés contra la base naval norteamericana en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, que significó la entrada de EE UU en la II Guerra Mundial. Un nombre destaca entre todos: el de Dorothea Lange, la famosa fotógrafa de la Gran Depresión. “En los años 30 trabajó para el Gobierno para retratar el sufrimiento de la gente y ahora estaba documentando el sufrimiento creado por el propio Gobierno”, escribió su biógrafa Linda Gordon en el libro Impounded: Dorothea Lange and the Censored Images of Japanese American Internment (Confiscado: Dorothea Lange y las imágenes censuradas del internamiento de los japoneses americanos) publicado en 2006.
Lange había recorrido más de 27.000 kilómetros (seis veces la distancia entre Nueva York y Los Ángeles) en el verano de 1936. Documentó para el presidente Franklin D. Roosevelt la ruina de la larga crisis de 1929 y ayudó a justificar sus políticas del New Deal. En 1933, con un paro histórico del 24,9%, una quinta parte de los californianos recurría a la beneficencia.
Honorable quintacolumna
Pero todo empieza en Hawái. En este remoto archipiélago del Pacífico comenzó la primera migración japonesa a Estados Unidos. Unos 125.000 nipones se desplazaron allí entre 1894 y 1908 como fuerza de trabajo para las plantaciones de azúcar. Allí también se precipitó la implicación definitiva del país en la II Guerra Mundial. El ataque a Pearl Harbor fue el resultado del “más efectivo trabajo de quintacolumna de esta guerra”, sentenció días después el secretario de la Marina Frank Knox. No era una opinión ni un estado de ánimo minoritarios.
El editorialista W. H. Anderson escribió en Los Angeles Times: “Una víbora es una víbora dondequiera que se abra el huevo. Un americano de padres japoneses crece como japonés, no como americano”. El influyente columnista Walter Lippmann advertía en las mismas páginas del “inminente ataque desde dentro y desde fuera”. El popular caricaturista Dr Seuss dibujó contra Hitler o Hirohito, pero también publicó una viñeta con una fila interminable de japoneses sonrientes recogiendo dinamita de una garita de una playa americana con el cartel “Honorable quinta columna”.
Cuenta Roger Daniels en su libro Concentration Camps USA que, a finales de enero de 1942, una encuesta cifró en un 38% la proporción de estadounidenses que consideraba “desleales” a sus compatriotas de origen japonés. El número se había elevado hasta el 77% sólo un mes después. El 19 de febrero Roosevelt había aprobado la Orden Ejecutiva 9066, que militarizó la costa oeste, excluyó a los americanos de origen japonés y permitió internarlos.
El establo de Seabiscuit
Cerca de 120.000 japoneses fueron arrancados de su tierra, de un total de los 126.948 que vivían en EE UU (el 74% en California). Dos tercios eran ciudadanos estadounidenses de pleno derecho y nacidos allí. No pesó sobre ellos acusación civil o penal alguna. El gobierno los llamó “evacuados” y arguyó la seguridad nacional e incluso su propia protección.
Dorothea Lange fue contratada a tiempo para fotografiar las primeras identificaciones y el desmontaje de sus vidas. “Sólo podían llevarse lo que pudieran cargar”, cuenta Linda Gordon. Se malbarataron granjas, negocios y casas. “Buitres con camioneta recorrían las calles ofreciendo cinco dólares por una lavadora casi nueva o 10 por un frigorífico”, recuerda el hawaiano Bill Osokawa. Se congelaron cuentas bancarias y se confiscaron ahorros. Parejas como la formada por Michiko y Ki Uchida se casaron a toda prisa para poder ser internados juntos.
Lange trabajó sin descanso abril y mayo. Solo libró tres días. Su intensiva labor tras la cámara, sin embargo, no tardó en resultar inquietante para sus jefes. Lange siempre tenía que entregar sus negativos cada jornada. “Firmaba bajo juramento y ante notario”. Sus fotos empezaron a recibir una calificación: impounded (incautada). Casi ninguna instantánea trascendería hasta después de la guerra.
¿Por qué contrataron a Lange? La propia fotógrafa ofreció años después una posible explicación: “Querían registrar las cosas, pero no públicamente”. Su segundo marido, Paul Taylor, aportó otra idea: “Un registro fotográfico podría protegerles de posibles acusaciones de violación de leyes internacionales”. La propia Linda Gordon ofrece a este diario por correo electrónico un punto de vista más práctico: “Era la única fotógrafa de la zona que había trabajado ya para el Gobierno y además necesitaban a alguien que se incorporara de inmediato. Sospecho, eso sí, que los oficiales que la contrataron no conocían su trabajo”.
Lange retrató también los llamados centros de asentamiento, estancia previa a los campos propiamente dichos. Estaban por toda la bahía de San Francisco y el Estado de California, a menudo en establos de conocidos hipódromos. “El Gobierno sacó a los caballos y nos metió a nosotros. Apestaba horriblemente”, cuenta la prisionera Osuke Takizawa. En el libro The Hood River Issei, Linda Tamura recoge una anécdota: “Los internos del hipódromo de Santa Anita competían por el honor de vivir en las unidades 24 y 25 del barracón 28: allí estuvo una vez el famoso caballo de carreras Seabiscuit”.
Que los llamados assembly centers no fueran oficialmente campos de concentración no significa que no lo parecieran. Había alambre de espino, torres de vigilancia y soldados con bayoneta. Lange tenía prohibido fotografiar cualquiera de estas cosas. “Estaba furiosa y se notaba”, cuenta Linda Gordon en Impounded. A finales de junio se dirigió a su último y más importante destino: el campo de Manzanar.
Hacerse invisible
Manzanar no necesitaba alambradas. Como Alcatraz, la seguridad la imponía la propia geografía. Los 36 barracones de papel de alquitrán de este antiguo campo de cultivo de manzanas desertizado encerraron a más de 10.000 prisioneros. La imponente y blanca Sierra Nevada no protegía de las tormentas de arena ni de los 38º grados en verano y las heladas en invierno.
En Manzanar, Lange necesitó su mejor habilidad. “Era conocida por conseguir hacerse casi invisible”, cuenta Gordon. Lange lo expresaba misteriosamente: “Si no quiero que nadie me vea, puedo poner el tipo de cara para que nadie me mire”. Pero solía pedir permiso a los internos para fotografiarles, asegurándoles que “registrarlo todo podía ser valioso en el futuro”. Casi todas sus fotos fueron exteriores porque no le gustaba la luz de las bombillas y para respetar la precaria intimidad de aquellas familias. Importantes rituales cotidianos para los japoneses, como poner la mesa o la limpieza, eran casi imposibles.
Pese a todo, Manzanar no era un lugar monstruoso. Se decoraban los barracones, se cultivaba, se escribían periódicos (nunca en japonés, idioma prohibido), se hacían muebles, se jugaba al baloncesto. Brillaba una impecable resignación. Las fotos de Lange no son crispadas ni apocalípticas. Son complejas. Los reos están llenos de impasible dignidad.
Pero Lange tuvo muchas dificultades. No solo incautaban sus fotos. “Un soldado siempre me seguía a todas partes”. Impedían que hablara con prisioneros. La retenían con burocracia. Vetaban lugares. “Si el ejército a cargo de los campos hubiera sido consultado, nunca la habrían contratado”, observa Christina Page, su ayudante. En memorandos internos se declaraban “muy preocupados” por su trabajo.
El 30 de julio de 1942 el Gobierno la despidió. Antes le había dicho al cuáquero protestante Caleb Foot que se sentía culpable. Había hecho 760 fotos. “Tuvo que ser amargo para ella ver cómo esos meses de intenso y apasionado trabajo quedaba inédito, sin publicar, aparentemente destruido”, reflexiona el escritor Gary Okihiro.
Ki y Michiko
Cuando Japón se rindió, 44.000 personas aún seguían en los campos. El último se cerró en marzo de 1946. Para entonces, todas las fotos de Lange habían sido discretamente depositadas en el Archivo Nacional estadounidense, al acceso de cualquiera. Pero muy pocos supieron que existían hasta los años 70.
“Incluso después de la guerra los otros americanos me trataban como una enemiga”, recuerda Mary Kurihara. “Fueron hostiles y lo pasé muy mal buscando trabajo”. La reparación pública tardó hasta 1988. La Ley de Libertades Civiles de George H. W. Bush formuló una disculpa y ofreció 20.000 dólares para cada superviviente. Un informe del Gobierno de 1943 sentenciaba: “Ningún acto de sabotaje japonés fue cometido antes o después de Pearl Harbor”.
Ki y Michiko Uchida aún vivían. Era la pareja de Berkeley que se casó a toda prisa para evitar ser internados por separado. Una boda que fue fotografiada no recordaban cómo y de la que pensaron que no iban a conservar “ni una copia”. En 1958, un amigo de la familia que era investigador militar en Washington les dijo algo impensable: “Creo que he visto la foto de vuestra boda en el Archivo Nacional”. Era una foto de Dorothea Lange.
Babelia
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