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El hombre que sabe: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

Me gustaría saber de qué hablaban durante su viaje esos tres hombres, dos de los cuales estaban decididos a morir y el tercero no. Si los dos hermanos Abdeslam trataron de convencer a su amigo de infancia de que fuera con ellos hasta el final, para agradar a Dios y porque así sería grande el estallido

Emmanuel Carrère
'El hombre que sabe', nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París.
'El hombre que sabe', nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París.Ivan Brun (le Monde)

Capítulo 19

1. El acompañante

El 12 de noviembre de 2015, tres coches alquilados parten alrededor de las 17 horas de Charleroi, en Bélgica, para llegar a Bobigny, en el extrarradio de París, hacia las 20 horas. Los 10 miembros del comando se reparten en los vehículos según sus afinidades y los objetivos establecidos para el día siguiente. Los del Bataclan viajan en el Polo, los iraquíes del estadio de Francia en el Seat. Tres pasajeros ocupan el Clio que encabeza la comitiva: Brahim Abdeslam, Salah Abdeslam y Mohamed Abrini. Está previsto que los hermanos Abdeslam, junto con Abdelhamid Abaaoud, que por el momento conduce el Seat, se explosionen después de haber matado al mayor número de personas en las terrazas de varios cafés del distrito XI. ¿Y Mohamed Abrini? Para él no hay nada concertado. Si hoy se encuentra al lado de Salah Abdeslam en la cabina de acusados no es porque tanto el uno como el otro han fracasado o desistido de accionar su cinturón de explosivos. Y si Abrini se encontraba al lado de Abdeslam, a la cabeza de lo que el propio Abrini ha denominado “el convoy de la muerte”, no es en calidad de miembro del comando sino ¿cómo llamarlo?... ¿Como acompañante? Sí, no hay otra palabra.

Reiniciemos. Abrini es un amigo de infancia de Abdeslam. Inseparables, se han criado juntos en Molenbeek. Apodado Brioche porque trabajó algún tiempo en una panadería, y más tarde Brink, porque se reconvirtió en atracador, frecuenta el café de Brahim, Les Béguines, donde ve continuamente los vídeos del ISIS, pero no se le advierten trazas de auténtica radicalización hasta que su hermano menor, Souleymane, parte a Siria para hacerse matar. A partir de ese momento, el Corán pasa a ser, según su propia expresión, el “único amigo” de Mohamed Abrini. En junio de 2015 viaja a su vez a Siria para meditar ante la tumba de Souleymane, dice él, pero también para compartir un piso en Raqqa con Abdelhamid Abaaoud y Najim Laachraoui, que preparan activamente los atentados del 13 de noviembre. Al regresar a Molenbeek, Abrini pasa el otoño alquilando pisos, coches, y acompaña a Salah Abdeslam a un almacén de material para fuegos artificiales que se llama Les Magiciens du Feu (Los Magos del Fuego): ni siquiera el auto de procesamiento, cuya naturaleza es poco proclive a lo novelesco, se ha resistido a poner ese nombre al título de un capítulo.

Todo esto, en conjunto, confiere a Mohamed Abrini el perfil ideal para unirse al comando. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué, según parece, nunca se habló de que lo hiciera? ¿Porque él no quería, pura y simplemente? Podemos comprenderlo: algunos tienen vocación de mártir, otros no la tienen. Pero entonces no debería haberse embarcado. Debería haber abrazado a sus amigos y dejar que partieran con una frase empática como: “Nos veremos en el cielo, hermano”. No: sube con ellos al convoy de la muerte. Después de dejarles matar y morir vuelve a su casa. Reaparece el 22 de marzo de 2016, en el aeropuerto de Zaventem, donde una cámara de vigilancia le capta empujando un carro de equipajes en compañía de dos individuos, uno de ellos Laachraoui, que unos minutos más tarde saltarán en pedazos; pero Abrini no, esta vez tampoco.

2. “Hay que frenar la paranoia”

Fortachón, a la vez apático y colérico, Mohamed Abrini es el más patibulario de los acusados que se han expresado hasta ahora. También forma parte de los que no tienen nada que perder. Juzgado en Francia y en Bélgica, la pena será la máxima por partida doble: de nada sirve el intento de causar buena impresión. Utiliza de un modo extraño esta paradójica libertad de palabra: vehemente cuando se trata de ideas generales, huidizo cuando le remiten a los hechos. Florilegio de ideas generales: “Usted dice que yo soy radical, yo digo que la sharía es la ley divina y está por encima de la ley de los hombres. Comprendo que los atentados han causado dolor a la gente, pero es una respuesta a la violencia. Cuando te matan en Siria es normal que vengas a matar en Francia”. ¿Los vídeos de las ejecuciones?: “Hay que verlas en su contexto. Es como los jóvenes de hoy que siguen las series de Netflix. Y además hay que frenar la paranoia. Había un montón de vídeos sobre la construcción de escuelas, las obras públicas, la ayuda a las poblaciones desfavorecidas...”.

El presidente del tribunal, un poco abrumado: “Por Dios, las decapitaciones...”. “¡Pero qué locura, sólo piensan en eso! Ustedes hacen lo mismo aquí. ¡Hasta decapitaron al rey!”. “¿Y las violaciones sistemáticas de yazidíes, convertidas en esclavas sexuales?”. “Ustedes llamen a eso violaciones. Yo lo llamo un programa de natalidad”. Dos horas así, oyendo que nos expliquen que en verdad hace falta ser retorcido para no ver más que los aspectos negativos de la matanza de 131 personas. Dos horas de las que yo conservo esta imagen poderosamente onírica: media docena de barbudos que bajan al sótano del café Les Béguines para formar un corro alrededor de un ordenador y excitarse viendo, con los ojos brillantes, vídeos que muestran construcciones de escuelas en Raqqa.

3. El caldero

En El chiste y su relación con el inconsciente, Freud cuenta la historia de un hombre que acusa a otro de haberle devuelto agujereado el caldero que le había prestado. La respuesta del acusado se formula en tres tiempos: 1) nunca te he pedido prestado un caldero; 2) ya estaba agujereado cuando me lo prestaste; 3) cuando te lo he devuelto no tenía agujeros. Esta misma lógica siguen las respuestas de Mohamed Abrini cuando al día siguiente le hacen preguntas más concretas sobre su regreso de Siria, el verano de 2015. Franqueada la frontera turca, el itinerario normal es Estambul-Bruselas, de hecho él tiene su billete en el bolsillo. ¿Por qué, entonces, pasa por Londres? Porque Abaaoud, dice él, le ha encargado que recupere allí el dinero que le debe un amigo.

¿Qué amigo, qué dinero, por qué tantas tarjetas SIM distintas y por qué tarda tres días yendo y viniendo entre Londres, Birmingham y Mánchester, donde saca numerosas fotos del estadio y de la estación? ¿Acaso esto no sugiere localizaciones para un atentado? “¡Otra vez la paranoia!”, se enfurece Abrini. ¿Por qué, después, aterrizar en París, en lugar de volver directamente de Londres a Bruselas? ¿Por qué pedir a dos amigos que vayan allí a recogerle en un coche? ¿Y por qué ir a buscarle al mismo París, y no a Roissy? Abrini, irritado, en una escalada digna del episodio del caldero: 1) “Tenía miedo de que me detuvieran”; 2) “El billete era más barato”; 3) “Queríamos comer en un McDonald’s de los Campos Elíseos”; 4) “Tenía miedo de que no encontraran el camino”. (El presidente, agobiado: “De hecho, el aeropuerto Charles-de-Gaulle está bastante bien indicado”.); 5) “Yo qué sé, no me acuerdo, y además a usted qué le importa”.

4. En el Clio

A decir verdad, los viajes en zigzag de Mohamed Abrini y sus absurdas justificaciones nos tienen un poco sin cuidado, al menos en mi caso. Lo que me gustaría saber es lo que ocurrió dentro del Clio durante el viaje de Charleroi a Bobigny. Lo que hablaban esos tres hombres, dos de los cuales estaban decididos a morir y el tercero no. Si los dos hermanos trataron de convencer a su amigo de infancia de que fuera con ellos hasta el final, para agradar a Dios y porque así sería grande el estallido.

Si estaban serios o bromeaban. Si recitaban suras o se lanzaban pullas. Quién conducía, quién viajaba en el asiento trasero. A diferencia de tantas otras, estas preguntas tienen respuesta. Dos de los tres pasajeros, Abrini y Abdeslam, las conocen. Están sentados en la cabina de acusados uno al lado del otro, de acuerdo con el orden alfabético. Los dos juntos han visto el vídeo de Brahim cuando explosiona en el Comptoir Voltaire. Se les ve hablar a media voz, y a veces troncharse de risa. El presidente les llama al orden, como a alumnos revoltosos. ¿Hablarán dentro de unas semanas, cuando lleguemos a la reconstrucción de los hechos?

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