Ziva Postec, la desconocida montadora que dedicó seis años a editar el gran documental del Holocausto
La cineasta judía puso orden en las 350 horas de entrevistas que compondrían ‘Shoah’, el mayor testimonio del exterminio jamás filmado, cuyo éxito acaparó el director Claude Lanzmann
Sucedía cada viernes al caer la noche en Tel Aviv. Entonces, ella se encaminaba a la sala de estar, donde cubría su cabello con el velo de estricta observancia rabínica y prendía una a una las velas del candelabro con seis brazos o menorá. Solo interrumpían el silencioso ritual sus sollozos ahogados, casi secos de lágrimas, que en ocasiones Ziva Postec contemplaba a través de una rendija de la puerta. Cuando contaba cinco años, la pequeña se lanzó a preguntar desde el otro lado del dintel: “¿Por qué lloras, mamá?”. Rápido obtuvo respuesta: “Lloro a mis padres y hermanos que mataron en Europa”.
Procedentes de Hungría, los progenitores de Ziva habían recalado en Israel a mediados de 1933. Ella vino al mundo siete años después, rodeada de viejas fotografías que contaban la historia de una familia aniquilada por el antisemitismo. La niña creció en un blindado entorno hebreo contra el que se rebelaría en su juventud, cuando viajó con 19 años hasta París para ejercer de montadora. Una ciudad inflamada por la nouvelle vague que le abrió los platós de Alain Resnais, Jean-Pierre Melville e incluso de Orson Welles. Hasta que un novato realizador de origen judío que había combatido en la Resistencia francesa la invitó a reconciliarse con sus raíces. Se trataba de Claude Lanzmann, junto a quien edificó Shoah (1985), el mayor testimonio del Holocausto jamás filmado. Un documental reivindica ahora la impronta que ella dejó en esta colosal película, cuyo éxito acaparó el director.
Ziva Postec, la montadora de Shoah (2018), que firma la canadiense Catherine Hebert, se estrena en España a través de Filmin. Viene a enmendar una injusticia histórica. Postec había examinado y troceado durante seis años 350 horas de entrevistas a testigos del horror sistemático, pero su nombre nunca pudo trascender los títulos de crédito. Ella explica a este diario por teléfono que Lanzmann la despidió “en cuanto se estrenó la película”. Y agrega: “No hizo ninguna mención a mi labor e impidió que algunos periodistas me entrevistaran”. Incluso contribuyó a ocultarla una intachable feminista como Simone de Beauvoir, entonces amante del realizador. En su prefacio a un libro sobre los diálogos de Shoah, la escritora atribuye al propio Lanzmann el montaje del filme, que describe como “una cantata fúnebre a varias voces correctamente ensambladas”.
Esa tarea de ajuste es precisamente la que acometió Postec. Hoy tiene 81 años y reside en Jaffa (Tel Aviv), uno de los puertos más antiguos del mundo. El mismo que tras la Segunda Guerra Mundial rastreó en busca de al menos una cara conocida a bordo de los buques para refugiados. Y al que volvió en 1986, solo unos meses después de finalizar el etalonaje de Shoah. Sus decisiones técnicas dictan el ritmo de este documental sin banda sonora ni imágenes de archivo que fijó un canon narrativo. Si los entrevistados estaban fuera de plano, ella insertaba largos silencios entre sus palabras a fin de que “el espectador se tomase un respiro sin abandonar la sala de cine”. Víctimas, verdugos, expertos y cómplices pasivos desfilan frente a la cámara durante un metraje de nueve horas, aunque solo la muerte ostenta el verdadero protagonismo.
Cuando Lanzmann contrató a Postec en 1979, este ya había acudido durante cuatro años a las fuentes primarias del exterminio nazi. Su filmografía, sin embargo, contaba con un único título, Por qué Israel (1973), donde celebraba el 25º aniversario del Estado sionista. “Él era un buen periodista con poca idea de cine, sin embargo, yo ya había hecho bastantes producciones, lo que me lo puso fácil con Shoah, que es una suerte de ficción sobre la realidad. Ayuda a que el público experimente el pasado a través del presente”, expone la montadora. La cámara recorre los campos de exterminio de Treblinka, Chelmno, Auschwitz-Birkenau o Sobibor casi cuatro décadas después de que allí se administrase la muerte. Se enfocan las chimeneas. O las rampas, ya cubiertas de hierba, por las que cientos de miles de víctimas eran arrojadas a las cámaras de gas.
A través de la pantalla de su moviola, Postec veía pasar el infierno. O lo que había quedado de él. Ruinas y campos vacíos dan cuenta de que en muchos casos la organización del genocidio había culminado con su propia desaparición. Tal era la obsesión nazi por destruir cualquier prueba del Holocausto. Postec imaginó muchas de esas tomas cuando, en el verano de 1981, su montaje hubo de detenerse por falta de material. Elaboró entonces un listado de localizaciones a filmar con el objetivo de que estas acompañasen los testimonios y camuflasen los cortes. Así amputó, ensambló y procesó metros y metros de celuloide esparcidos por su mesa de montaje. Lo demuestra una antigua grabación incluida en el documental de Hebert: la película que Claude Thiébaut dedicó a sus vecinos de la calle de Bernardins Bernardines (París) en 1983.
Ese mismo año se pasearía por aquella minúscula oficina otro cineasta, el israelí David Perlov. Tras documentar el juicio al arquitecto de la Solución Final en Polonia, Adolf Eichmann, comenzó a rodar una suerte de diarios íntimos que lo llevaron hasta París, donde grabó a su hija Yael trabajando a las órdenes de Lanzmann. Lo voz en off de Perlov concede: “Por la noche, cuando nos reunimos, Yael busca palabras, incapaz de asimilar las imágenes que ha visto durante el día”. Un gran mazazo emocional que se hizo sentir en todos y cada uno de los implicados, causando apatía o desánimo. Se diría que ese fue el precio de hacer historia en el cine. Por el camino, Postec perdió la relación con su única hija, que a los 17 años decidió marcharse de casa. Decenas de familiares y amigos quedaron atrás.
“Pude aguantar la dureza del tema y el temperamento a veces violento de Lanzmann porque acabar el documental se convirtió para mí en un deber, el deber de mi vida”, se sincera. Las lágrimas que cada viernes empañaban los ojos de su madre cobraron un nuevo significado a la luz de Shoah. Aquellos testimonios también pertenecerían a quienes, por miedo, nunca pudieron contar su tragedia. Decenas de voces inéditas, descartadas del montaje final, reposan en el Memorial del Holocausto de Estados Unidos (Washington). Lanzmann se negó a difundirlas, aunque sí aprovechó algunas para El último de los injustos (2013), que indaga en la psique de un dirigente del consejo judío del gueto de Theresienstadt. El laureado director aún vivía cuando Catherine Hebert delineó su proyecto sobre la mujer escondida tras Shoah. Pero ni tan siquiera se planteó contactarlo. Quería que, por una vez, Ziva Postec saborease la gloria.
Babelia
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