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En el nombre de un padre: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

El testimonio de Azdyne Amimour, cuyo hijo asesinó a varias decenas de personas en el Bataclan

Emmanuel Carrère
Emmanuel Carrere
Azdyne Amimour, visto por el ilustrador Sergio Aquindo para 'Le Monde'.SERGIO AQUINDO (LE MONDE)

Capítulo 16

1. Detención preventiva

A las 21.57 horas, mientras que jirones de Samy Amimour, pulverizado por su cinturón explosivo, llovían como confetis sobre la sala del Bataclan, Azdyne Amimour, su padre, veía en TF1 el partido entre Francia y Alemania que continuaba como si no ocurriese nada en el Stade de France. Para evitar el pánico, ningún anuncio interrumpió la retransmisión. Los espectadores que la seguían fueron los últimos franceses informados de las matanzas que, sin embargo, habían comenzado media hora antes, en las puertas del estadio. Azdyne se acuerda de una detonación al principio del segundo tiempo, de un titubeo extraño de Patrice Evra en el campo y luego nada especial: sólo al final del partido, que ganó la selección francesa, se enteró de lo que había sucedido.

Llamó a su mujer para asegurarse de que no le había pasado nada a su hija menor, que esa noche salía con amigas. Azdyne dice que no sospechó ni por un segundo que Samy pudiera estar implicado en los atentados, por la razón paradójica de que se había ido a hacer la yihad en Siria: si estaba en Siria no estaba en París. Así que no se inquietó demasiado hasta que, la noche del 15 al 16, una decena de hombres del Raid [unidad de elite de la policía francesa] fuerzan su puerta y le esposan a él, a su mujer y a su hija, para llevárselos a la sede del DGSI. Allí le interrogaron durante cuatro días sin que él ―dice― comprendiera el porqué. Sólo al final de la detención preventiva el fiscal le notificó, primero, que su hijo había muerto en el Bataclan y, segundo, que a su vez había matado a sangre fría y hasta con cierto buen humor a varias decenas de personas.

2. Verdades y mentiras

Naître coupable, naître victime (Nacer culpable, nacer víctima) es el título de un libro de Peter Sichrovsky publicado en 1991: una recopilación de entrevistas cruzadas a hijos de deportados e hijos de nazis. ¿Es igual el peso que les abruma? ¿Sus sufrimientos son igualmente dignos de compasión? Para responder que sí a estas dos preguntas quizá hay que hacer un esfuerzo, pero la moral y la razón lo exigen: los hijos no son responsables de los crímenes de sus padres. A la inversa es menos cierto: de un hijo que se convierte en un asesino sospechamos que su familia tiene algo que ver. Por eso no sólo pidieron explicaciones a Azdyne Amimour, sino que le pidieron cuentas cuando el viernes pasado compareció en el juicio.

Vestido con una chaqueta vieja de arpillera, es un hombre de 74 años, fatigado, evasivo, pero también “tranquilo y relajado”, como se describe él mismo, lo cual no causó buena impresión. Entre Francia y Argelia ha desempeñado un poco todos los oficios, cine, prêt-à-porter, pequeño comercio, con altibajos, bonitos automóviles y quiebras. No es pobre, en cualquier caso, ni un musulmán rigorista: rara vez va a la mezquita, tampoco ha llevado a sus hijos y hasta se disfraza de Papá Noel en Navidad. Dice que Samy era un niño dócil, cariñoso, un poco triste, y después un adolescente introvertido cuyo malestar él percibía sin saber cómo ayudarle. Esperaba que esto pasaría, la mayoría de las veces pasa. Pero no pasó. En lugar de pasar, lo que sucedió es este proceso horriblemente estereotipado que tantos padres, musulmanes o no, refieren con el mismo sentimiento de impotencia y que se llama radicalización.

Samy no sólo empieza a rezar, sino a explicar a su padre que si sus asuntos no van bien es porque no reza y vive como un descreído. Samy adopta el kamis. Samy acumula en su cuarto folletos que se titulan “¡Sí! Me he convertido al islam”, “Cómo aumentar mi fe” o “Los signos del fin de los tiempos”. Samy repite que el 11 de septiembre es una agresión de los judíos. Todo esto no entusiasma a su padre —aunque, sobre el último punto, también alberga dudas—, pero prefiere no atosigar al chico. Prefiere pensar que es mejor que se quede en su habitación siguiendo por internet a los predicadores salafistas en vez de salir a beber y drogarse.

Cuando Samy parte a Siria, en el otoño de 2013, Azdyne hace todo lo que puede para creer que va allí en misión “humanitaria”, y produce estupor en todo el mundo cuando en el juicio, al hablar de Jabhat al-Nusra, la filial siria de Al Qaeda, a la cual su hijo ha ido a afiliarse, la denomina una “asociación”. Aun así: es cada vez más difícil ocultarse que todo esto huele mal. De esa hilera de kalashnikovs que se ven detrás de Samy cuando hablan por Skype, el chico dice que no son de él, sino de unos amigos, lo cual no resulta tranquilizador, nos decimos que vaya amigos más raros que tiene: dos años más tarde se sabrá que era la banda de torturadores en la que reclutarán al comando del 13 de noviembre.

En junio de 2014, Azdyne sufre un sobresalto. Toma la decisión valiente, un tanto alocada, de viajar a su vez a Siria para traerse a su hijo. En torno a este viaje, que de todos modos es un fracaso, hay un pequeño misterio. Azdyne lo contó a su regreso en una entrevista en Le Monde donde reencontramos todos los pasajes obligados de los relatos de padres de yihadistas: la espera en la frontera turco-siria, las negociaciones con los pasadores, los cambios de vehículos, la entrevista con el emir de la katiba (batallón)... Más tarde, poco después de los atentados, cambió su declaración y confesó a los investigadores de la DGSI que aunque llegó hasta Turquía no puso los pies en Siria.

Más tarde aún, volvió a la primera versión: “Estuve allí”. La mantuvo en el juicio, a costa de no pocas incoherencias y bajo el fuego cruzado de las preguntas cada vez más agresivas formuladas por los abogados de ambas partes. Fue la fiscal Camille Hennetier la que, sosegadamente, recordó que Azdyne era un testigo, no un acusado, y añadió que su mentira a la DGSI era pueril, pero humana y perdonable: en este contexto, ¿quién se jactaría de haber ido a Siria? Estoy de acuerdo con ella y creo en la escena central del relato de Azdyne: su desolado encuentro en el pedregal sirio con el glacial Samy, que camina con muletas y se ha pasado definitivamente al otro bando. Azdyne regresa, con el corazón destrozado, primero a Turquía y después a Francia. No volverá a ver a su hijo. Su cuerpo, en la morgue, ya no será un cuerpo. Y las últimas imágenes que existen del niño triste al que llevaba los regalos disfrazados de Papá Noel son el vídeo reivindicativo del Estado Islámico donde se le ve riéndose mientras decapita a un prisionero.

3. Preguntas sin respuesta

Dos años después de los atentados, Georges Salines, cuya hija Lola fue asesinada en el Bataclan, recibió de Azdyne Amimour una carta que decía: “Quiero hablar con usted de este trágico suceso porque yo también me siento una víctima a causa de mi hijo”. La petición, al principio, dejó atónito a Salines, pero la aceptó. La amistad que entablaron desembocó en un libro a dos voces, Il nous reste les mots (Nos quedan las palabras) (1). Dos padres de luto se hablan, el hijo de uno quizá disparó la bala que mató a la hija del otro. Al leer su diálogo te preguntas: ¿no es todavía más terrible tener un hijo asesino que una hija asesinada? Tengo la impresión de que sobre todo es Salines el que se hace esta pregunta vertiginosa.

Le siguen otras, que surgen en cascada: en el lugar de su interlocutor, ¿él habría salido más airoso? ¿Habría sabido detener a su hijo en el camino al desastre? ¿Con qué palabras, qué actos? ¿Y yo, si mis hijos o mi hija...? No lo sé, nadie lo sabe. Lo único que sé es que a medianoche del 20 de noviembre de 2015, Azdyne Amimour y su mujer fueron liberados de la detención preventiva, que tomaron un taxi para volver a su casa, que durante todo el trayecto permanecieron silenciosos y que jamás han vuelto a hablar de su hijo.




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