Fajalauza, la cerámica granadina que no quiso entrar en los palacios
Una familia de alfareros que sigue fabricando las piezas como eran hace cinco siglos impulsa una fundación para preservar un horno de hace 300 años
En 1517, los alfareros granadinos mantenían un pulso con la autoridad a cuenta de la carestía del agua, tasada con unos impuestos muy elevados. Un documento del momento narra el pleito y menciona a un tal Morales entre los involucrados. Apenas habían pasado 25 años desde la llegada de los Reyes Católicos a Granada y, más allá del problema gremial, la cerámica se encontraba en un momento de transformación: los artesanos expulsados del barrio de siempre, en el centro de la ciudad, se resituaban en uno nuevo, a las afueras; la cristiandad recién llegada permitía adoptar nuevos diseños y, también, derivado de lo mismo, las costumbres familiares cambiaban y con ello el uso de estas piezas. Aquellos cambios, tampoco descomunales, convirtieron la anterior cerámica morisca granadina en la nueva cerámica de Fajalauza. Una cerámica popular que no nació para palacios sino para viviendas corrientes, y que cinco siglos después se mantiene prácticamente igual que en su origen gracias a la transmisión de saberes dentro de las familias de los alfareros que la moldeaban.
Entre esas familias que mantienen la tradición está la de aquel Morales que pleiteó con la autoridad en el siglo XVI. Conservan además la fábrica en la que se instalaron hace más de 300 años, incluido el horno original, aunque un tanto deteriorado por el paso del tiempo. Para evitar que se acabe derrumbando, uno de los miembros de la familia, José Miguel Chemi Márquez Morales, ha impulsado la creación de la Fundación Fajalauza, con el objetivo de defender el patrimonio que alberga esta fábrica: el intangible de los saberes y el tangible del barro.
Los alfareros granadinos —olleros era el nombre con el que se les llamaba entonces— del principio del siglo XVI residían y trabajaban en el centro de la ciudad, en el barrio del Realejo. Pero las nuevas autoridades tenían planes urbanísticos distintos para esa zona y, por otro lado, los vecinos comenzaban a quejarse de los humos que generaban los hornos. Decenas de olleros se mudaron entonces a las afueras de la ciudad, cerca de la puerta de la muralla nazarí llamada Fajalauza, que acabó dando nombre a la cerámica. En la zona, cuenta Chemi Márquez, había buen barro, suficiente agua y buena salida de la ciudad para las partidas que se vendían fuera, que era muchas. Entre el pleito de 1517 y 1700 no está documentado dónde trabajó la familia Morales exactamente. Pero sí a partir de ahí: se instaló en el mismo sitio en el que Chemi recibe a EL PAÍS este invierno de 2021. Y allí se puede ver prácticamente cómo estaba la fábrica original, la que la fundación quiere proteger y conservar.
Al cambio de localización siguió el del diseño: la cerámica de Fajalauza descartó algunos colores, “ciertos rojos y reflejos metálicos que se usaban en la época nazarí”, comenta Márquez, y se centró en dos, que son los que se mantienen: el verde, obtenido del óxido de cobre, y el azul, conseguido gracias al óxido de cobalto. Y de fondo, un blanco muy matizado producido a partir de estaño y plomo. Los dibujos se redujeron a flores, “azucenas y granadas sobre todo”, explica, “y ramas, pajarillos y poco más”.
Más allá de la estética, la transición del islamismo a la cristiandad trajo consigo también un cambio de costumbres que no quedó otra que trasladar a la funcionalidad de los cacharros de uso doméstico: la costumbre árabe era comer todos de un plato central y la cerámica granadina morisca se adaptaba a ello, produciendo fuentes grandes y hondas. Los cristianos comían ya cada uno de su plato, por lo que la cerámica de Fajalauza se modificó oportunamente, poniendo énfasis en esos platos individuales.
Adaptación al medio ambiente
La cerámica de Fajalauza es casi la misma que hace 500 años, pero no lo es su modo de producción porque se ha adaptado a los nuevos parámetros medioambientales. Antes, por ejemplo, las piezas se cocían solo una vez, ya pintadas. Ahora, además de evitar el plomo, se cuecen primero en crudo y luego ya pintadas.
Cecilio Morales, tío de Chemi que acaba de cumplir 100 años, todavía continúa activo y su fábrica mantiene el horno original, datado alrededor del año 1700. La última hornada que se coció en su interior, alimentada como siempre casi exclusivamente con madera de aulaga, salió de su boca en los años ochenta. Varias décadas después ha sido necesario apuntalar su interior, enorme, de casi 35 metros cúbicos, porque amenazaba con caerse. Una colecta ha permitido salvarlo temporalmente, pero la Fundación Fajalauza lucha por mantenerlo y utilizarlo como ejemplo de lo que fue. Impresiona el interior, muy grande, porque es fácil imaginar la gran producción que entraba en cada hornada. Por los alrededores hay decenas de piezas que en su día sirvieron para sostener los lebrillos, jarrones, soperas o platos que, por cientos, se cocían en su interior.
La cerámica de Fajalauza formaba parte de los ajuares domésticos de todas las casas del reino de Granada. No era para adornar, sino para usar cotidianamente. Márquez explica que se trata de una cerámica “sencilla, no nobiliaria, de uso doméstico y popular”. Las medidas eran fijas. “Hay ocho tamaños, según el uso, que además eran fundamentales en las casas hasta que llegó el agua corriente”. Lebrillos y otras piezas de cerámicas que, al menos en el reino de Granada, formaban parte de las herencias familiares. “Se traspasaban de padres a hijos y, por supuesto, si se estropeaban, se arreglaban, no se tiraban”. Para eso estaban las lañas y los lañeros, capaces de unir cerámica en una faena difícil de imaginar en esta época. Y mientras, los Morales, cuenta Chemi, siempre estuvieron allí. Hay más de 60 Morales alfareros documentados desde aquel 1517.
A unos metros del antiguo horno, la fábrica de Cecilio Morales acoge también tres tornos, que aunque no se usan habitualmente, están en perfecto estado y que Chemi —alfarero también, aunque solo por afición— pone en marcha de vez en cuando. Son tornos curiosos porque no son los habituales en los que el ollero se sienta sobre un taburete. En estos, con tres siglos girando, el alfarero se sienta en el suelo y debe hacer girar la gran rueda con los pies debajo de la tierra. Chemi muestra también un gran depósito con pellas de barro que reposan allí desde las últimas hornadas de hace 40 años y que ahora este alfarero de afición está recuperando con paciencia. “Los chinos preparaban el caolín para que lo moldearan dos generaciones posteriores, así que bien podemos usar nosotros esta arcilla de la generación anterior”, recuerda.
Además de la fábrica tricentenaria, la familia Morales atesora numerosas piezas históricas. La dificultad está en saber su edad. “La de Fajalauza es una artesanía que apenas ha sufrido cambios en colores o decoración con el tiempo, así que no nos podemos agarrar a eso”, comenta Chemi.
La Fundación Fajalauza lucha no solo por preservar un legado material, la fábrica de la familia Morales, sino que quiere explicar la historia de esa cerámica. El pasado 24 de noviembre se estrenó en Granada el documental Fajalauza, 500 años de cerámica granadina. Un trabajo que cuenta el recorrido de una de las mejores muestras de la artesanía popular española y que hoy, tantos años después, apenas se diferencia de aquellas primeras piezas que salieron de este horno que hoy se intenta salvar.
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