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Almudena Grandes
Columna
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La emoción de realismo

La irreprimible torrencialidad de Almudena Grandes conectó de forma muy directa con una nueva sociedad lectora que se sentía explicada

Jordi Gracia
Almudena Grandes FIL Guadalajara
Luis García Montero y Almudena Grandes en la FIL de Guadalajara en 2017.

No había costumbre por entonces, pero Almudena Grandes [que ha muerto este sábado a los 61 años], la joven Almudena de veintitantos años, tiró de arrojo y desenvoltura para escribir una historia de aprendizaje vestida de novela erótica, Las edades de Lulú. El éxito fue fulgurante, el mayor de la colección La Sonrisa Vertical en la que apareció. Su portada fue icónica, pero lo que había dentro lo fue más: llevaba una libertad de tratamiento y una melancolía escondida emparentada de algún extraño modo con otro libérrimo escritor y gran amigo después de Almudena, Eduardo Mendicutti.

En realidad, por entonces no había costumbre de casi nada entre los veinteañeros con ganas de escribir porque estaba naciendo la literatura genuinamente democrática, sin apenas memoria biográfica del franquismo, adolescentes y jóvenes de la Transición, nuevos nombres y nuevos talentos casi siempre con poca irradiación pública y apenas una o dos reseñas por libro. Ahí estaba gestándose una novela con nombres nuevos desde finales de los ochenta y principios de los noventa, como el de Ignacio Martínez de Pisón, los primeros relatos de Javier Cercas o las pesquisas de pobres de Francisco Casavella; ahí se fraguaban los mimbres primeros de Marta Sanz, de los entonces poetas Felipe Benítez Reyes o Manuel Vilas, como ahí asomaba la hipersensibilidad de Belén Gopegui.

El don de la narración trabada, realista y de amplio alcance estuvo desde el principio, tras aquel afortunado experimento, y cristalizó en una novela rara también, pero por otras causas. Malena es un nombre de tango traslucía en 1994 la voluntad de una exploración obstinada de la intimidad y el mundo moral de su protagonista. Su irreprimible torrencialidad conectó de forma muy directa con una nueva sociedad lectora que se sentía explicada y desnudada de forma vicaria con exploraciones minuciosas de los recovecos sentimentales, las emociones a flor de piel, los aprendizajes vitales macerados para una mujer nueva: la sublevación contra el patrón prefijado, la rebeldía contra los vetos morales, la insumisión al dictado ajeno transmitía la autonomía de una emancipación distinta. Nadie contaba entonces los efectos turbadores de la costura de unos jeans en el traqueteo de un autobús, ni tampoco era común una dedicatoria tan íntima como la que incluyó en 1998 en su Atlas de geografía humana, ya con Luis García Montero metido en el corazón caliente: “A Luis, que entró en mi vida y cambió el argumento de esta novela. Y el argumento de mi vida”.

Almudena Grandes fue por libre desde el principio con una virtud adicional: la alegría de la escritura

Almudena Grandes fue por libre desde el principio con una virtud adicional: la alegría de la escritura arrebatada conducía sus novelas por peripecias que destilaban un fondo de tragedia y de renuncia, de dolor y de derrota, que trascendía la aventura de su puñado de personajes para aspirar a contar la aventura integral de un país. Ese emplazamiento fue el que adoptó desde El corazón helado porque helaban el corazón las mentiras heredadas, las densas y compactas mentiras de familia arrastradas durante décadas tras la guerra hasta que encuentran la luz del azar o la voluntad.

Las venganzas y las traiciones no son cosa de las familias de los demás sino de la propia, como suelen descubrir sus personajes. Por eso sus novelas históricas pivotan en realidad sobre el presente e interpelan a la valentía social para restituir a las víctimas —en la represión del interior, en la guerrilla, en el exilio— la voz que merecen. La reaparición de un discurso permisivo con el franquismo, tan visible a principios de este siglo, en la segunda legislatura de José María Aznar, fue parte del combustible que la sumergió en una gigantesca bibliografía propia de expertos para recrear el amor confuso de dos miembros de familias enfrentadas por su pasado, falangista uno y republicana la otra. Ahí, en El corazón helado, empezó a tomar conciencia de un territorio que no era virgen en la literatura española, pero no había encontrado a la escritora dispuesta a desplegar todos sus recursos para hacerse entender, hacer entender a la sociedad del siglo XXI, qué fue la humillación de la victoria y el triunfo de la derrota. Lo he dicho bien, qué fueron las vidas sacudidas y proyectadas contra el muladar de la historia por la ferocidad del odio, los rencores enquistados, las miserias humanas. El espacio para la luz, preservar ese espacio, fue otro empeño más: la dignidad y el amor también poblaron aquella sociedad y por eso está entremetido en tramas intrigantes, muy bien anudadas y a la vez apacibles. El tempo de lectura de esas novelas es tenso, pero no apremiante porque el desarrollo íntimo de la vida tampoco lo es.

Si muchas de sus heroínas luchan por cambiar su vida, ella luchó también por cambiar la nuestra con las armas de la novela para restituir el pasado

Como escribió en el epílogo, y contra lo que pudiera pensarse, El corazón helado era una novela en el sentido clásico, pero “los episodios más novelescos, más dramáticos e inverosímiles de cuantos he narrado aquí están inspirados en hechos reales”. Restituir a la actualidad verdades escondidas podría ser el eje que explicase la concepción del ciclo más ambicioso —emparentable solo con el de Ramiro Pinilla, Verdes valles, colinas rojas— de la escritora, sus Episodios de una Guerra Interminable, iniciados en 2009 con Inés y la alegría, y no habrá ya sexta entrega del ciclo que la escritora programó. No siempre se ha entendido bien la frecuente invocación de Pérez Galdós que hizo tantas veces la novelista con intención reivindicativa.

La contaminación rebajadora del adjetivo galdosiano ha quedado en las letras españolas desde hace décadas, pero es mezquina porque empobrece a conciencia una noble poética de la novela. Lo que Almudena Grandes aprendió en Galdós fue la empatía con las vidas turbulentas de sus criaturas y la ambición de convertir la ficción en una vía de acceso al pasado sin los peajes de la historia profesional. Cada vez tuvo más claro que la historia, la historia desgraciada de la guerra y la posguerra contenía un material novelesco inagotable, precisamente porque terminaba bien: cada posible peripecia —la de un médico, la de una madre turbada, la de un opulento triunfador— permitía canalizar la reivindicación de los derrotados incluso cuando no sabían que lo eran. Si muchas de sus heroínas luchan por cambiar su vida, ella luchó también por cambiar la nuestra con las armas de la novela para restituir el pasado. Fue suyo el don de convertir las vidas privadas en la cartografía moral de una historia colectiva.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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