La obsesión de Robert Caro, el reportero más perfeccionista
El material de trabajo del biógrafo y periodista estadounidense acaba de entrar en un museo. La meta que define su obra es el retrato del poder y el efecto de este sobre lo no poderosos. “La calidad de la escritura importa tanto en la no ficción como en la ficción”, dice
La oficina de Robert Caro en Nueva York, luminosa y espartana, se traga al visitante como un viaje en el tiempo. Tiene pocos muebles, todos de corte antiguo, y archivadores de aspecto de ministerio de la Guerra Fría, con documentos de la misma época. La mesa de trabajo está repleta de manuscritos y papeles de tipografía clásica, como los que forran las paredes. No está claro si Caro, periodista de traje, jersey y corbata diaria, escribe un libro o investiga un crimen. En el centro del despacho reposa, en lo que parece ya un anacronismo coqueto, una Smith Corona Electra 210, máquina de escribir eléctrica que dejó de fabricarse hace décadas.
–De verdad, señor Caro, ¿por qué sigue usando máquina de escribir?
–Para obligarme a ir lento. Yo soy un escritor demasiado rápido. Un profesor [R. P. Blackmour] me dijo en Princeton que nunca conseguiría lo que quiero porque pienso con los dedos. Cuando estaba en el periódico, escribía todo en el último momento, así que al empezar mi primer libro decidí ralentizarme. Primero escribo a mano y luego utilizo la máquina.
Para comprender la dimensión de Robert Caro (Nueva York, 86 años) en la historia del periodismo de Estados Unidos ayuda saber que sus cuadernos de notas, sus borradores y sus ficheros se han convertido en material de museo. La New York Historical Society los adquirió a principios de 2021 y desde octubre forman parte de su exposición permanente. Ha ganado dos premios Pulitzer, la Medalla Nacional de Humanidades y prácticamente cualquier honor literario del país.
La épica con la que entiende el trabajo ha cimentado su leyenda: para investigar la infancia del presidente Lyndon B. Johnson, por ejemplo, se mudó tres años a su pueblo natal de Texas. Reportero de investigación en sus inicios, llevó el credo de contrastar hasta el extremo de desmentir la muerte de un hombre, que había sido declarado fallecido en varios libros. Al tipo, llamado Luis Salas, que había ayudado a Johnson a robar una elección al Senado por Texas en 1948 y se había fugado a México, acabó encontrándole en una casa tráiler, de vuelta a Texas. Llamó a su puerta décadas después del fraude, y lo admitió todo. “Averiguar eso se llevó un año de mi vida”, dice el periodista.
La magna biografía de Johnson (The years of Lyndon Johnson, cuatro volúmenes publicados desde 1982 y el quinto y último en proceso), junto a la del urbanista Robert Moses, tenebroso fundador del Nueva York moderno (The Power Broker, 1974), han convertido a Caro en un mito. Porque sus libros no solo retratan personajes, constituyen exploraciones del poder político y, sobre todo, del efecto “del poder sobre los no poderosos”, su principal meta. Es lo que ha hecho de esas obras, todas de proporciones bíblicas, crónicas colosales del siglo XX estadounidense. Sus libros no han sido todavía traducidos en España.
En el caso de Moses, le importaba sobre todo contar cómo un hombre no elegido en las urnas había logrado tales cotas de poder, cómo las usaba y qué efecto tenía en la gente. Por ejemplo, eliminó hasta 21 barrios pobres de la ciudad para construir autovías. “Hizo 627 millas de ellas [1.009 kilómetros] y decidí contar la historia de una milla, una que pasaba por el Bronx. Quería narrar qué había pasado con las personas que tuvieron que marcharse de allí. Para eso tenía que encontrarlas y, claro, no era fácil, entonces no había ordenadores. Tampoco un listín de teléfonos de ámbito nacional. El libro no me iba a llevar cuatro años, me iba a llevar cinco o seis…”.
El adelanto que le dio la editorial se esfumó mucho antes, quebró, tuvo que vender su casa y mudarse con su esposa, Ina, a un apartamento en el Bronx. Nacido y criado en el Upperwest neoyorquino, en 1935, se graduó en Princeton y trabajó como reportero de investigación en un periódico llamado Newsday, donde aprendió de su editor la primera norma de un sabueso: “Lee cada página, lee cada maldita página, no des nada por supuesto”, le exhortaba. En 1966, cuando disfrutaba de la reputada beca de periodismo Nieman, en Harvard, descubrió la profundidad del personaje de Moses y nació ese deseo de ir más allá de los artículos de prensa y acabar por convertirse en el biógrafo de América.
En pleno bum del nuevo periodismo y su pirotecnia, Caro tomó una vía diferente, pero no menos cuidada en estilo. El gusto narrativo es otra de sus obsesiones, clave en los galardones obtenidos en las letras. “La calidad de la escritura importa tanto en la no ficción como en la ficción, el ritmo es muy importante. Si quieres hacer que se lea algo sobre cómo funciona el poder, que tú crees necesario que a la gente le importe, necesitas escribirlo de un modo interesante”.
“Cállate, cá-lla-te”.
“Las comas”.
“Resumen de una fuente: en 1944 solo un gran periódico le apoyaba. ¿Pero es eso verdad? ¿Qué pasa con el de Amon Carter?”.
Anotaciones como estas forman parte de su archivo y pueden verse en las vitrinas de la New York Historical Society. Caro escribía las palabras “cállate” o las iniciales en mayúsculas de esta expresión en inglés (S. U.) para recordarse que no debía interrumpir los silencios del entrevistado después de una pregunta difícil. Mirarlos a los ojos y aguantar. La única cinta de casete de la muestra (Caro no graba las entrevistas) es de su esposa, Ina, la única investigadora en la que ha confiado jamás, y el arma secreta para ganarse a las mujeres del Texas más rural y poder contar la dureza de sus vidas, lo que supuso para ellas la llega del agua corriente.
De nuevo, se trataba de contar el efecto del poder sobre los no poderosos y la era de Johnson, el presidente que trajo la cobertura sanitaria pública para mayores y desfavorecidos, que impulsó la ley de los derechos de votos, ofrece un relato extraordinario. Era también un mujeriego capaz de robar una elección y de escalar la guerra de Vietnam a niveles que ya se veían catastróficos. ¿Qué sentimiento le queda después de estudiar tanto tiempo al personaje?
“Mixto, en los mismos meses de 1965 en los que está sacando adelante los programas sanitarios, está ordenando bombardeos en aldeas donde creía que había guerrillas, pero eran gente inocente. A veces no se puede evitar admirarlo, tenía un genio político especial. Ayer estaba escribiendo un pasaje en el que él y su ayudante, Bill Moyers, hablan de cómo conseguir que el Congreso apruebe un aumento de los beneficios de la Seguridad Social. Moyers dice que argumentarán que tendrá un buen efecto en la economía. Y Johnson le responde más o menos esto: no, les vamos a decir que vamos a dar ese dinero a la abuela porque se lo debemos, porque le prometimos una vida decente. Y diles a los senadores que un día sus nietos les preguntarán qué votaron ellos cuando se aprobó Medicare y se sentirán orgullosos de responderles que sí”.
A Johnson le debe un momento que no olvidará nunca, la primera vez en su vida que no fue capaz de mirar a los ojos de un entrevistado, la esposa del presidente, Lady Bird Johnson, cuando tuvo que preguntarle por la más importante de las amantes de su marido, Alice Glass, la única de la que Caro escribe, pues es la única que tuvo una influencia política. “Ella misma [Lady Bird], que sabía que yo ya la había visto [a Glass], me empezó a hablar de ella y a mí me dio mucha vergüenza, no levanté la cara de la libreta”. Los libros también permiten husmear en las contradicciones del alma humana, en las flaquezas, como ese narcisismo de Robert Moses cuando, desposeído del poder, sufre por no pasar a la historia como alguien admirado.
Caro emplea un promedio de 10 años en cada uno de sus libros. Es eso poco más o menos lo que lleva ahora en esta última pieza de Los años de Lyndon B. Johnson. ¿Le obsesiona la perfección? “No sé lo que es, pero no puedo evitarlo”, comenta. “Simplemente, si creo que algo debe estar en un libro, necesito ponerlo”.
No se atisba en él ni un mínimo rastro de petulancia, tono de héroe o de mártir del oficio. Habla de su carrera sin excepcionalidad (“Usted es periodista, ya sabe cómo va esto…”, dice a menudo). No ejerce de santón, ni es pesimista sobre el periodismo: “Creo que se hacen cosas muy buenas. La información de la presidencia de Trump fue estupenda, nos dio un relato casi instantáneo de lo que estaba pasando en la Casa Blanca, mejor de lo que hemos tenido en una presidencia contemporánea”. El único libro breve que ha escrito, Working (2018), es sobre su carrera. Tampoco se ve capaz de dar consejos: “Cuando echo la vista atrás sobre mi vida, pienso: tienes que estar un poco loco para esto”.
Últimamente echa mucho la vista atrás. La exposición le ha llevado a ello. Entre los papeles se encontró una cuento que escribió en sexto grado (niños de 12 años), era, cómo no, una biografía y se titulaba: La historia del alce Honk. Perdió a su madre muy pequeño, cuando tenía 11, por cáncer y su tía Bea les recogía a él y a su hermana muchos sábados para llevarlos a los museos del barrio, el de Historia Natural, o la New York Historical Society, que ahora acoge su trabajo. Eso y el hecho de que la exposición es permanente influyó en optar por vender sus materiales a esta institución. “Todos queremos cosas que perduren”.
Poco después, Caro posa con paciencia para las fotografías. Recoge las tazas de café que ha preparado y se despide en el umbral de la oficina antes de volver al libro que le queda pendiente. Tiene la suerte, dice, de contar con un editor que no le pregunta nunca cuándo va a entregarlo.
-Vaya, justo yo le iba a preguntar eso -bromeo.
-Pero no me va a preguntar eso...
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