Una guía de restaurantes sin música, por favor
Tras el silencio del confinamiento, el ruido aún duele más. Tengo la amarga sospecha de que en un futuro el silencio costará dinero
Entre la mascarilla, la mampara y el volumen de la música acid house, el taxista no me entiende cuando le digo la dirección. Elevo el tono de voz para repetirla, y añado a gritos: “¡Y no me lleve por la Gran Vía!”. Solo me falta eso, la Gran Vía y su atasco permanente. El hombre baja un poco el volumen y me pregunta en un tono que advierto amable: “¿No le gusta esta música?”. “¿Quiere que le sea sincera?”, le digo. “Claro, por eso le pregunto”, responde. “De acuerdo, seré sincera: la detesto”. Qué alegría poder decírselo al fin a alguien sin temor a represalias. Sorprendentemente, el tipo comenta: “No se crea que es la primera clienta que me lo dice. O sea, ¿le parece como música de after?”. La baja un poco más. “Pues sí —le digo—, y si estuviéramos a las cuatro de la mañana, con una copa en la mano y en un after, tendría algún sentido. Pero ¿qué hacemos escuchando acid house a las siete de la tarde en un taxi?”. Como respuesta a mi pregunta, apaga la música. “Lleva usted razón, no tiene ningún sentido. Si es que a veces…”. Y hace un gesto elocuente con la cabeza como diciéndose a sí mismo, parezco tonto. Me provoca ternura.
Es una experiencia tan inaudita que no puedo evitar narrarla a los cuatro vientos. Como un pequeño milagro. Acostumbrada como estoy a pedir que bajen la música en lugares en los que soy clienta y a que me respondan de manera desabrida, debo celebrar por escrito lo que en estos días es insólito. Esto me hizo recordar una historia preciosa que escribió el crítico musical Ben Ratliff en el New York Times. El cuento, porque bien parece un cuento, es de 2018: llegó a los buenos oídos de Ratliff que en Kajitsu, un restaurante japonés situado en Murray Hill, Manhattan, la música de ambiente había sido seleccionada por el célebre compositor Ryuichi Sakamoto. Al parecer, Sakamoto solía acudir a almorzar a este exquisito restaurante donde sirven comida tradicional Shojin. El lugar se regía por los principios de la refinada pobreza: una decoración austera y elegante. Pero la música era del peor gusto, dicho sea con el permiso de quienes piensan que eso del buen gusto es algo arcaico y superado. Un día, al músico se le hizo tan imposible disfrutar del menú con esas armonías invasivas que dejó la comida a medias. Ya en casa, se armó de valor y escribió un mail al dueño, confesándole que no entendía cómo en un lugar regido por la elegancia alguien eligiera una música tan inadecuada. Entonces, se ofreció a solucionarlo creando una playlist en consonancia con la decoración y la luz, bien nocturna, bien diurna, que contribuyera a la paz de espíritu. El dueño accedió y, a partir de ese momento, Sakamoto se convirtió en el disc jockey zen de un encantador restaurante neoyorquino.
El crítico musical Ratliff incluía en su crónica los títulos de la que fuera la primera lista de muchas más; encuentro en ella el nombre de Caetano Veloso, John Cage, Mary Lou Williams o Bill Evans. Este final feliz en el que un dueño cede ante la crítica de un cliente me ha llevado a fantasear con lo que pasaría si yo propusiera a alguno de los restaurantes que me gustan una música calmada, discreta y ¡más baja! Estoy convencida de que, cuanto más te gusta la música, más te agrede la que te impide mantener una conversación. En este presente en el que, olvidados de lo que fue el coronavirus, nos hemos lanzado a viajar y a los actos públicos, recorremos España constatando que ni por asomo se considera contaminación la intrusión acústica, y que sugerir un poco de silencio provoca una agresividad inmediata o incomodidad indisimulada. Ya puedes estar a una hora tempranera en un restaurante a solas con tu pareja, que te martillean los oídos con una canción de bajos resonantes; si pides que se baje la música, la camarera te dirá, encogiéndose de hombros, que es el manager el que decide el volumen.
Tras el silencio del confinamiento, el ruido aún duele más. Tengo la amarga sospecha de que en un futuro el silencio costará dinero. Más pronto que tarde habrá una guía de restaurantes sin música. En cuanto se venda el silencio como un lujo, igual que se empezó a considerar el tiempo, pagaremos por aquello que ahora todavía nos da vergüenza exigir.
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