Creciendo con el maltratador
Itziar Ziga narra en un polémico libro cómo su madre, inteligente y desprejuiciada, sucumbía una y otra vez a su marido, un ogro violento
Dos mujeres se encuentran en la calle Mayor de Pamplona, a las puertas de la librería Katakrak, donde se celebra el Festival Letraheridas. Se cartean, si es que ese verbo sigue existiendo, desde hace tiempo y se tienen afecto epistolar y consideración intelectual. Pero mírenlas, atiendan: la estampa es sin duda curiosa. Una vendría a ser una reencarnación de Nina Hagen a sus cuarenta y tantos, coletillas naranjas, punki, pecho generoso asomando por una especie de corsé; la otra, aunque no quisiera, desprende un aire más convencional, abrigo de sufragista, tapada hasta el cuello: no le cabe otra opción que asumir el papel de discreta o de burguesa ante tal despliegue de escotazo y colorido. La Nina Hagen de Iruña es Itziar Ziga; la otra, por descarte, soy yo. Y la corriente de comprensión y simpatía que va de un pecho a otro es la prueba de que en ocasiones las pintas van por un lado y el corazón por otro. Siempre me han atraído los puntos de vista de Ziga en torno al feminismo y a la libertad sexual, porque los he encontrado muy burros, descarados, al margen de la aspiración convencional de abrazar el movimiento para alcanzar el poder. Itziar deposita en mis manos un libro pequeño, pero capaz de caer como una piedra en aguas mortecinas. Se llama La vida feliz y violenta de Maribel Ziga y en la portada aparece esa mujer bella y alegre que fue su madre.
Maribel Ziga fue una moza echada palante de Iruña, que gozando de uno de esos caracteres alegres que parecen presagiar una vida dichosa se fue a enamorar de un bravucón, de un muchacho de mirada magnética con tendencia a liarla en los bares, un buscabroncas, un chulo. Le hizo un marcaje a su novia Maribel tan severo que la acabó aislando de todas sus amigas. Se trasladó la pareja a un barrio obrero de bloques en Rentería y allí tuvieron dos hijas. Esas niñas, una de ellas Itziar, crecieron viendo cómo el aita, sin que mediara palabra o discusión, la emprendía de pronto a puñetazos contra la amatxo, dejándola en ocasiones tirada en el suelo sin sentido. Esas dos niñas, contagiadas por la vitalidad milagrosa de la madre, consiguieron preservar, a pesar del miedo que provoca el ogro, un resquicio de sentido del humor cómplice entre las tres. Por momentos compartían burlas sobre el maltratador, lo despreciaban; observaba la futura escritora con extrañeza a ese hombre que tras el trabajo pasaba las horas fumando en la oscuridad de su habitación, amargado, bronco, resentido. Hay también en estas memorias una reflexión sobre la naturaleza sistémica del maltrato y una afirmación de que no se nace para ser maltratador, sino que es un mal favorecido por el ambiente.
Nos revienta que nos asalten lo que entendemos como contradicciones: que a la maltratada, por ejemplo, le resulte imposible abandonar a su cancerbero; que vuelva a él con la dependiencia de una drogadicta
Es natural que un libro tan lleno de matices haya sido polémico. En realidad, porque queremos que las víctimas se ajusten a la medida de nuestra compasión, y nos revienta que nos asalten lo que entendemos como contradicciones: que a la maltratada, por ejemplo, le resulte imposible abandonar a su cancerbero; que vuelva a él con la dependencia de una drogadicta; que el enganche sea de carácter sexual. Maribel Ziga fue una mujer desprejuiciada, libre, a pesar de ser esclava, timada una y mil veces por su marido, hasta el punto de haber trabajado 17 años en la pescadería de ambos sin cotizar para prever una pensión. Maribel poseía belleza, inteligencia, simpatía, ¿cuál era entonces la oscura razón para que sucumbiera una y otra vez a los deseos de semejante individuo? Estas y otras preguntas quedan sin respuesta en el libro de Itziar porque nos habla de una madre a la vez sometida y libertaria, que ama a sus hijas y también las descuida, que es desordenada y negligente. Qué maravilla de personaje, que no permite que el calificativo de víctima la defina en su total complejidad.
Itziar tampoco se vio a sí misma como víctima del maltrato del padre hasta muchos años más tarde, cuando comenzó a entender que no hace falta recibir esa hostia que te derrumba, que basta con ver cómo se la dan a tu madre para que la herida aflore y no se cierre. Por eso no me acaba de convencer la expresión “violencia vicaria”, porque pareciera que es solo la madre la destinataria de la brutalidad. En tan solo unas páginas nos colamos en el hogar de Maribel, mujer destinada a una vida feliz, tanto es así que la violencia no pudo derrotarla del todo.
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