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Rachel Kushner: “Para entender nuestra historia con los conquistadores no necesitamos una estatua de ellos”

La escritora estadounidense habla con El PAÍS sobre su nuevo libro, la colonización española y el debate sobre retirar o no las estatuas de generales confederados americanos o colonizadores españoles.

La periodista y escritora Rachel Kushner en la ciudad de Oaxaca (México), el pasado 16 de octubre.
La periodista y escritora Rachel Kushner en la ciudad de Oaxaca (México), el pasado 16 de octubre.Hector Guerrero

Es el final de la tarde de un viernes de octubre y la escritora norteamericana Rachel Kushner va a leer un cuento de ficción sobre la conquista española en un pequeño pueblo de Oaxaca (México) llamado Teotitlán del Valle, donde la mayoría de la población es indígena y la lengua materna es el zapoteco. Kushner está ahí para la entrega del premio de literatura Aura Estrada, en la inauguración de la Feria del Libro del Estado, cuyo tema es Orígenes. En su versión de 1492, todo le salió mal a Cristóbal Colón. En el cuento, cuando el conquistador fue a pedirle carabelas a la reina de España, pensaba que la tierra tenía la forma de un violín o de una pera —pero estaba tan borracho ese día que le dijo a la reina que la tierra tenía la forma del seno de una mujer—. “Ese seno tenía una protuberancia, al oriente, donde el agua era cálida y tumultuosa”, dice el borracho. No importó el error y la reina, excitada por la imagen, aceptó que se fuera. Pero Colón llegó a una isla del Caribe y terminó cocinado por un grupo indígena que le regaló su cuerpo a los cerdos. Ahí hubiera podido terminar toda esta historia. Pero antes de ser cocinado Colón alcanzó a escribirle una carta a la reina, en la que le decía de las tierras a las que había llegado. Allí, en esa protuberancia del seno, “todo era usable, vendible, fundible, enviable, comible, potable, fumable”. Y Europa decidió devorarlo todo.

Kushner (1968, Oregon) es novelista ganadora de diversos premios por sus libros sobre norteamericanos en Cuba antes de la revolución (Telex desde Cuba, 2008), artistas en Nueva York e Italia en los años setenta (Los Lanzallamas, 2013) y mujeres en las prisiones de California, el Estado americano con uno de los mayores índices de encarcelamiento (La Sala Marte, 2018). Acaba de publicar este año The Hard Crowd, un libro que aún no tiene versión en español y que recopila una serie de ensayos que ella escribió en las últimas dos décadas sobre momentos o artistas que le han impactado: de sus años adicta a las motocicletas a su admiración por la escritora Clarice Lispector. EL PAÍS la entrevistó sobre el nuevo libro, el cuento de Colón, su activismo en las cárceles de California, y el debate sobre derrumbar estatuas de los conquistadores.

Pregunta. Anoche leyó en Teotitlán su cuento La gran excepción, en el que reimagina el momento en que Cristóbal Colón conquista las islas del Caribe. ¿Qué inspiró esta nueva versión de la historia?

Respuesta. Escribí este cuento cuando estaba empezando a estudiar un tema que para mí se sentía gigante, el de la Revolución Cubana. Mi primera novela es sobre los años justo antes de la revolución, y sobre una comunidad de Estados Unidos, en la región de Oriente, dominada por la United Fruit Company. En esa zona fue donde crecieron Fidel y Raúl Castro, y mi madre vivió allí también cuando era chica. Esa también fue la zona a la que llegó Cristóbal Colón, esa zona del este de la isla, antes de que fuera a América Latina. Ese era mi punto de entrada para empezar a pensar esta ficción. ¿Qué vio él? ¿Y quién estaba allí antes de que llegara? Pero la novela no tenía espacio para eso, así que necesitaba otro [espacio] para darle una versión a mis narrativas sobre ese momento colonial.

También estaba leyendo un libro de [el historiador] Daniel Boorstin que presupone que todo lo que se conoce como ‘progreso’ en la civilización occidental es bueno. Él habla del primer navegante, Enrique el Navegante, de Portugal, que llevó a cabo un proyecto colonial que subyugó a muchas personas en el supuesto Nuevo Mundo —por supuesto, sabemos que no era nuevo ese mundo—. Así que leyendo ese libro me dije: “Hace falta algo acá”. Empecé a contar mi propia historia con un personaje que yo llamo “el explorador”, que es una versión de Cristóbal Colón, y que es muy ingenuo. No tiene idea de dónde está, pero en vez de él triunfar en la isla y subyugar a todos, empecé contando: “Sus dedos fueron cocinados aparte del resto del estofado”. Ya, desde el principio, sabes lo que le ocurrió a Colón.

P. Busca reescribir otro desenlace de esa historia colonial.

R. Sí. Cuando pienso en historias como la de Moctezuma y Hernán Cortés, por ejemplo, creo que hay una narrativa sobre el desacuerdo entre los dos: Cortés cree esto de Moctezuma, Moctezuma cree tal cosa sobre Cortés, y eso resulta en una catástrofe para el imperio azteca. Pero si unos pocos elementos se pudieran reescribir, todo hubiera podido haber terminado distinto, y en vez de ser derrotado, con toda su grandeza, Moctezuma hubiera podido triunfar.

P. Hace poco la estatua de Colón fue retirada en Ciudad de México para ser reemplazada por la de una mujer indígena. [Kushner sonríe al escuchar esto y levanta sus dos pulgares en signo de aprobación]. Este debate sobre Colón y las estatuas está también en Estados Unidos, sobre todo con las estatuas de los generales confederados que se oponían a abolir la esclavitud en el siglo XIX. ¿Qué opina de esa forma de reinterpretar la historia derrumbando estatuas?

R. Este debate de las estatuas es bastante dinámico. El verano pasado en Estados Unidos tuvimos protestas enormes después de que fuera asesinado George Floyd y muchas estatuas fueron derribadas, entre esas una de Colón y Junípero Serra —yo soy de San Francisco y ahí muchas cosas tienen el nombre de este conquistador español—. Algunas personas dicen: “Pero es que estas estatuas son parte de nuestra herencia”. Y está bien que se pregunten eso. Pero lo importante es entender en qué contexto fue puesta allí una estatua, esa es la clave. Por ejemplo, en el caso de los [generales] confederados, muchas de esas estatuas no se construyeron al final de la guerra civil, sino mucho después, incluso durante los años de las protestas por los derechos civiles. Es decir, 1956 a 1960. Así que fueron estatuas construidas para que la gente afroamericana del sur sintiera un profundo terror. Sobre los conquistadores, pues creo que para entender nuestra historia con los conquistadores no necesitamos una estatua de ellos.

Hace un tiempo escribí un artículo para la revista October sobre un bajorrelieve que está a cinco calles de mi casa y muy cerca a la zona de cortes penales en Los Ángeles. Ese bajorrelieve es una celebración de la guerra México-Estados Unidos [de 1846], muestra un batallón en caballos ondeando banderas americanas. Cuando escribía el artículo estaba siguiendo al mismo tiempo un caso legal, para mi libro La Sala Marte, que involucra a cuatro chicos latinoamericanos menores de 18 años a quienes les iban a dar una sentencia de por vida en una corte que era para adultos. Al ver a personas caminar debajo de este bajorrelieve, en ese momento, empecé a darme cuenta de que esa imagen nos mira desde arriba como celebrando el robo de California a América Latina. Ser un escritor de ficción es ver esa textura, ver los detalles —tienes que ver lo que está detrás del ambiente, eso que se siente como música de fondo y al que no se le presta atención—.

P. Para La Sala Marte usted se comprometió activamente en la campaña para acabar la crisis de encarcelamiento masivo en Estados Unidos. ¿Sigue trabajando en este tema?

R. Sí, pero estoy involucrada a un nivel muy individual. En realidad yo no llamo a esto trabajo, sino que es parte de mi vida entera, mi vida incluye a esas personas que están pagando condenas de por vida. Esas relaciones son muy personales para mí. Soy un recurso que tienen amigos míos dentro de una prisión: me pueden llamar si necesitan ayuda investigando algo, o si quieren que les escriba una carta para una audiencia, o yo les envío libros, o si ellos están trabajando en escritos me envían sus borradores. O quizás no tienen a alguien a quien llamar, y por eso yo soy una amiga, alguien con quien pueden compartir problemas muy íntimos. Hay una soledad profunda al estar en una prisión, porque cuando estás allí hay partes de ti que debes suprimir para poder sobrevivir cada día en un ambiente tan difícil. Y necesitas a alguien a quien puedes llamar y contar cómo te sientes. No todo el mundo puede con este tipo de activismo. Algunas personas no quieren hacer eso, es demasiado emocional, es un compromiso muy grande dejar que la gente se sienta segura alrededor tuyo para exponerse ante ti. Pero uno no puede abandonar ahí a las personas.

La periodista y escritora Rachel Kushner en Oaxaca (México), el pasado sábado.
La periodista y escritora Rachel Kushner en Oaxaca (México), el pasado sábado.Hector Guerrero

P. El primer ensayo de su nuevo libro, The Hard Crowd, es sobre su pasión por las motos en Baja California, en México, pero también sobre algo que cambió para usted en una carrera en particular.

R. Cuando hice esa carrera de motos, la Cabo 1000 —que en ese momento la llamaban la carrera de la carretera ilegal—, empezaba desde la frontera de San Diego-Tijuana hasta el cabo San Lucas, al sur. Son 1.160 millas [1.866 kilómetros], y debes hacerlos en un día.

Yo había comenzado a ir a Baja California desde que era una adolescente, porque tenía un amigo que estaba obsesionado con las motos y su madre tenía una casa en Puertecitos, cerca a San Felipe, y nos íbamos juntos a mercados a comprar cosas para las motos. Pero el ambiente en ese lugar era muy extraño, era un pueblo lleno de americanos expatriados que no apreciaban la cultura mexicana, y algunas personas creo que estaban ahí porque no podían volver a entrar a Estados Unidos. Eran americanos que habían cometido crímenes y se habían ido del país. Ese lugar me impactó.

Luego volví con esta carrera que tampoco era respetuosa con la gente de Baja California. Es sobre la carretera 1, donde había campesinos en camiones que tenían solo una luz instalada arriba del techo, y tienen que cruzarse con estas personas odiosas en motos que van a 150 millas por hora [240 kms por hora]. En esa época había 29 motociclistas, y solo 3 eran mujeres. No recuerdo en ese momento ser consciente de eso, porque creo que nunca me dijeron que yo estaba limitada por mi género. Mi madre nunca me lo dijo, ese pie de página nunca se me leyó en voz alta. A las mujeres motociclistas se nos trató con mucho respeto porque éramos consideradas como hombres honorarios. Si estabas en el grupo quería decir que eras una motociclista muy hábil, preparada para la carrera. Así que creo que tenía mucha presión, los hombres creían que yo era mejor motociclista de lo que yo era realmente, porque necesitaban a mujeres como fichas que pueden ser como ellos. Pero después de esa carrera empecé a ver cómo la carrera era muy violenta contra las personas de Baja, y contra todos los pueblos por los que pasa.

P. También tiene dos ensayos en este libro sobre Marguerite Duras y Clarice Lispector. ¿Qué le interesaba de la experiencia de esas dos escritoras en un mundo literario tan masculino?

R. Me parecen interesantes, pero no creo que ninguna de esas dos mujeres se hubieran llamado feministas. Creo que eran mujeres que, por la razón que fuera, se sentían con el permiso de escribir lo que quisieran en la forma en que quisieran. Creo que a Duras le interesaban otras mujeres, tuvo un espectáculo de televisión que menciono en el ensayo, se llama Dim Dam Dom, en el que entrevistaba a muchas personas, como a la guardia de una prisión o a una prostituta. Pero ella era como una criatura especial porque se dio la autorización de ser lo que ella quisiera. Ella amaba a los hombres y amaba la atención sexual, y socialmente, de lo que pude entender, le interesaba más eso que socializar con otras mujeres. Pero ella tenía una voz femenina muy fuerte.

A Lispector la llamábamos La Esfinge por una razón. Ella era alguien que tenía como un conocimiento ontológico sin haber sido entrenada como una filósofa. Y la filosofía no tiene una restricción de género, ella no hizo ‘filosofía femenina’, es sencillamente filosofía. Uno podría argumentar que el canon de la filosofía es masculina porque no sabemos de muchas mujeres filósofas, ya que no han sido entrenadas ni se les ha dado un espacio para hablar. Pero Lispector es como si hubiera aparecido de repente y lo hubiera logrado, y eso me parece increíblemente particular.

P. Hay una frase central en el ensayo que le da el título al libro, en el que usted dice que uno en su vida primero “está ocupado naciendo, en el largo ascenso de la vida, y luego, después de una cumbre, uno está ocupado muriendo”. Y usted parece estar en el segundo momento en este nuevo libro.

R. Sí, creo que en la vida hay un punto de inflexión para muchas personas, cuando has vivido más de la mitad de tu vida y sigues en diálogo con las personas y experiencias que te transformaron o marcaron, que se quedan contigo. Así esas escenas y esas personas ya no estén contigo. Uno luego se la pasa clasificando y reflexionando sobre lo aprendido, cargando personas que se fueron y escenas que se fueron. Marcel Proust habla de esto de forma hermosa, de la experiencia como algo inmaterial porque está en el pasado y uno solo se conecta con ella a través de la memoria. Creo que llega ese momento en la vida en el que te vuelves mucho más reflexivo. Pero cuidado, uno en ese momento aún quiere estar aprendiendo de las cosas y de la gente. Por eso digo “ocupado”, porque estás haciendo esa clasificación, y así naciendo, de nuevo, de otra forma.

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Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.

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