Emilio Lledó y Nuccio Ordine, encuentro de dos filósofos: “Las universidades educan para crear empleo y no para formar ciudadanos cultos”
Los dos pensadores se reencuentran en Madrid y deploran el utilitarismo de la enseñanza
A dos pasos de donde se sentaba Jorge Luis Borges para ver la única luz que le llegaba a sus ojos, la luz amarilla, se encontraron este último lunes en el Hotel Palace de Madrid dos filósofos, el español Emilio Lledó, 93 años, y el italiano Nuccio Ordine, que tiene treinta años menos. Éste conoció al maestro español cuando el autor de La utilidad de lo inútil (Acantilado) tenía 26 años. Fue en Nápoles, en una de las conferencias que organizaba en el Palacio de la Revolución el avvocato Marotta, un millonario que se arruinó tratando de cambiar el curso de la historia de la docencia en su país y en el mundo.
Desde entonces Ordine no ha cesado de buscar al profesor Lledó y al fin se encontraron ambos bajo la advocación de aquel jurista enloquecido por la pasión de saber y por búsquedas comunes, entre otras las que los juntan con Giordano Bruno, la especialidad de Ordine, o Miguel de Cervantes y Antonio Machado, cuyos versos o historia son leyes para ambos.
Se intercambiaron libros como dos amigos que se debían lecturas, así que se estuvieron dedicando mutuamente algunas de sus obras (Lledó le llevó a Ordine su El silencio de la escritura; Ordine le entregó Clásicos para la vida y le llevó a Lledó, para la firma, Sobre la educación, una suma de los pensamientos del académico español en torno al estado de la educación, publicado por Taurus). Lledó le pidió a su colega italiano que le firmara, además, en el italiano original, aquel Clásicos para la vida que su nuera Beatrice quería autografiado por el autor de Calabria.
El italiano ha vivido cerca de Lledó a través de sus numerosos amigos españoles que han sido discípulos del maestro común, entre ellos Jordi Bayod, el traductor de Ordine, cuyos trabajos los dos consideraron excelsos. Fue un abrazo de palabras (“un regalo que me hace la vida”, dijo Nuccio), y al final un reencuentro que sirvió para rendir homenaje al primero que los unió, aquel extraordinario avvocato Marotta.
Lledó conoció a Marotta, y Ordine vivió fascinado por aquella figura que, hace más de treinta años, quiso cambiar el curso de la educación en el mundo, abriendo aulas excéntricas para que en ellas esparcieran ciencia personajes irrepetibles del siglo XX, como Karl Popper, Paul Ricoeur o Gadamer, este último también maestro y amigo del académico español. Marotta fue como un padre para el autor de Clásicos para la vida. Nadie en su familia había sido educado en la cultura, las becas lo llevaron a la universidad y a la docencia y, enterado de que ya sabía mucho de Giordano Bruno, Marotta lo buscó en Calabria, le pidió que lo llamara a las cuatro de la madrugada (“la única hora en que decía estar tranquilo”), y lo conminó a estar una semana con él para saber de sus sueños de cambiar el mundo.
Lledó, que fue discípulo de aquel Gadamer que hizo historia también en la escuela de Marotta, conoció en Venecia a este personaje singular, “vestido con sombrero en un hotel elegante, algo que me llamó la atención hasta que supe que el hotel era suyo”.
Aquel hombre “no tenía un euro al final de su vida, todo lo gastó en su instituto”, le recuerda Nuccio a don Emilio, “y fue decisivo para mí, porque yo no tenía posibilidad de hablar con los maestros, y entre ellos estuvo usted hace tantos años”. La ambición de Marotta era la de suplir las deficiencias de la Universidad, como las escuelas, obligadas por las leyes de los hombres a alejarse de la función que para ella buscaron los grandes de la filosofía: enseñar a los jóvenes a soñar. La casa de aquel hombre era “un depósito de libros”, dice Nuccio, “hasta la cama era una biblioteca, mientras él dormía en cualquier sillón de la casa”, y así, “trabajando en la cama”, recibía a personalidades como el presidente Mitterrand.
El maestro reencontrado, el más veterano y más respetado filósofo de este país, y el discípulo que ya es uno de los más conocidos escritores italianos en España, compartieron añoranzas de etapas mejores de la cultura europea, en la que han decaído lenguas y tradiciones (como la francesa) a favor del dominio de un inglés que reclama atención por la tecnología del comercio. La omnipresencia de supuestos colegios bilingües, sobre todo en la enseñanza concertada española, llevaron a Lledó a la más melancólica reflexión de la tarde. “Las universidades”, dijeron, “no están en mejor situación, pues se empeñan en contradecir a Aristóteles (la educación es para el saber, no para el dinero) y se dedican a educar para crear empleo en las empresas y no para formar ciudadanos cultos”.
En ese penoso trayecto que marca la vida universitaria se abrió paso el sentimiento común de que La utilidad de lo inútil, el libro más potente de Nuccio Ordine es, como dijo el propio autor, “un grito de alarma de un profesor que no se siente cómodo en una universidad que ahora es una escuela de managers que dedican sus programas a cumplir con la burocracia”. Burocracia, estuvieron de acuerdo, es lo que ahora demanda Europa.
Los griegos son sus maestros comunes, y los clásicos son su esperanza. “Dialogar con Tucídides, con Aristóteles, con Virgilio, con Lucrecio… En contraste con las lecturas cansadas de autores contemporáneos que no te duran más allá de la cuarta página, es un placer de dioses”, dijo don Emilio. Nuccio atrajo a la conversación “estilos impares”, como los de Montaigne, Nietzsche, Descartes o Kant. Lledó inició luego el recitado de otros nombres propios, Cervantes, Antonio Machado (“Caminante, no hay camino…', esa es la regla de mi vida”, señaló Ordine) hasta que ambos estuvieron de acuerdo en que este tiempo, y todos los tiempos, están señalados por aquellos versos del sevillano y por los que dedicó Cavafis a Ítaca como el lugar al que van todos los viajes. “La experiencia del viaje es más que el viaje mismo”, se le oyó decir al italiano. Y eso sirve para la Universidad, cuyo viaje necesario detiene desde hace tiempo la burocracia.
Se despidieron ante unos jóvenes abogados que ocupaban aquel sitio en el que Borges veía la luz amarilla. Los chicos les hicieron fotos, y ellos se fueron hablando sobre la reacción química que producen los libros, que también, dijo Lledó, nos señalan el camino de la búsqueda de la verdad, “que no es lo mismo que la posesión de la verdad”.
Cada uno se fue por su lado, pero tras una hora hablando parecía que había reanudado una de aquellas conversaciones con las que el abogado Marotta quería cambiar el mundo hace tantos años como los que estos dos filósofos llevaban sin verse.
Babelia
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