Joe D’Amato, la maestría y la condena del porno
Un documental en el festival de Venecia recupera al cineasta italiano, prolífico y talentoso creador de todo tipo de filme, pero recordado especialmente por sus excesos y sus películas salvajes
Al estreno de Antropophagus acudieron cuatro personas. Y ni siquiera se quedaron hasta el final. Aguantaron la visión de un cadáver en descomposición, o la cabeza cortada de un marinero. Sin embargo, cuando el monstruo protagonista devoró un feto, se levantaron y se marcharon. En esa sala de Roma, la película tampoco resistió mucho más: apenas dos días, como recuerda Inferno Rosso. Joe D’Amato, sulla via dell’eccesso, proyectado fuera de competición en el festival de Venecia. Y eso que hoy aquel largo de terror está considerado como una obra de culto. Al fin y al cabo, el cineasta italiano nunca pretendió gustar a todos. Muchos, de hecho, odiaban su trabajo. Y lo menospreciaban. Pero otros le adoraban. “Es el único director que ha atravesado todos los géneros: del espagueti wéstern, la guerra y el terror, al erótico, hasta el porno”, subrayan por correo electrónico Manlio Gomarasca y Massimiliano Zanin, responsables del documental. Siempre, eso sí, escandalizaba.
Su nombre verdadero sonaba más a carnicero romano: Aristide Massaccesi. Pero arrancaban los setenta, Brian de Palma y Martin Scorsese comenzaban su auge, y parecer italoamericano podía abrir más de una puerta. Así que se bautizó como Joe D’Amato. Aunque también firmó obras como David Hills. O Tom Salina. O Michael Wotruba. “He hecho tantas películas que nadie se lo creería. Y, aparte, podía engañar al público y hacerle creer que quizás era un filme estadounidense”, relataba el propio Massaccessi sobre sus seudónimos, en una grabación que recupera el documental.
Buena parte de esas películas fueron pornográficas. Su salvación y, a la vez, su condena. Porque aquel chico, nacido en Roma en 1936, hizo muchísimo más, como reivindicó un ciclo que le dedicó la Cinemateca de París: empezó trabajando al lado de Dino Risi o Vittorio de Sica; fue ayudante de Jean-Luc Godard en El desprecio, y un talentosísimo director de fotografía. Aunque él siempre se definió como “un artesano”.
Se estrenó detrás de la cámara con el wéstern Scansati… a Trinità arriva Eldorado. Era 1973 y la película, en realidad, fue firmada por el productor Diego Spataro. Primera señal de las complicaciones que vendrían. Hubo más largos donde su nombre no apareció. Filmes de aventura, cómicos, de miedo. Le encargaban tantos proyectos que a veces rodaba una película de día y otra de noche. Era bueno, y encima era rápido. También tuvo un largo idilio con el erotismo, como prueba el éxito de Emanuelle negra se va al Oriente. Y, a partir de los ochenta, con el porno.
“Prácticamente introdujo el cine hard en Italia, con filmes como Sexo negro u Holocausto porno. Para él era una manera de intentar superar los límites impuestos por la censura. Y en esas obras puso toda su pasión y cuidado”, defienden los directores del documental. En sus largos, D’Amato también volcaba su libertad creativa. “Hacía lo que otros creían imposible”, se dice en Inferno rosso. “Para vender mejor una película hacen falta secuencias fuertes”, sostenía él. De ahí que diera rienda suelta a sus excesos. Incluso demasiado: una actriz se quedó tan traumatizada que le demandó, por las secuelas del corte ficticio de seno que había sufrido en una película.
La censura tampoco le apreciaba. “Me condenaban a dos meses de reclusión por cada filme. Pero hasta [acumular] los dos años no entraría en la cárcel”, recuerda en un vídeo de archivo del documental. Cuando sumaba 20 meses, pues, se pasó al gore. Y a su manera: vísceras, explosiones, necrofilia, zombis. Francesca Massaccesi, su hija, cuenta en la pantalla que se desmayó en el estreno de Absurd: terror sin límite, en 1981. Su padre no se preocupó: al revés, lo consideró un halago.
“Para él impactar al espectador era importante. Era una manera de generar emociones cada vez más violentas, pero emociones al fin y al cabo”, sostienen Gomarsca y Zanin. “Vivía por el cine. El plató era su casa. Esta pasión le llevó a filmar un largo tras otro, con tal de seguir. Era modesto, y fue un arma de doble filo, pero en el fondo sabía que era bueno. Y que podía sacar adelante una película en pocos días haciéndolo todo él solo: dirección, fotografía, cámaras”, agregan. Llegó a rodar hasta 50 películas al año. Y, sin embargo, apenas dedicaba tiempo a su familia. Su hija recuerda que en casa nunca le veían. Pero terminaron pagando un precio aún más alto.
Porque, cuando su tirón se redujo, D’Amato fue perdiendo fuentes de financiación. Los bancos tampoco prestaban dinero para filmes tan salvajes. Y empezó a fiar como garantía sus pertenencias, incluida la casa familiar. “Lo sacrificó todo por su obsesión por el cine. Dinero, familia, salud. Y cuando Filmirage, su productora, quebró, tuvo que sumergirse de nuevo en el porno, también para pagar los sueldos de sus empleados. Ese fracaso y la obligación de filmar porno como en una cadena de montaje lo derrumbaron física y psicológicamente”, según Gomarasca y Zanin. Él mismo reconoce en el documental que lo hizo solo por subsistencia, y que lo odiaba. Pero nunca se recuperó de aquel golpe. Falleció el 23 de enero de 1999, en Roma. En su maleta, luego, encontraron un papel. Llevaba una promesa: “Al final demostraré quién soy”.
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