Jean-Paul Belmondo, el arte de ser francés
Francia homenajeará al actor de ‘Al final de la escapada’ el jueves en el monumento de los Inválidos
El general De Gaulle decía tener “una cierta idea de Francia”: sus gentes, sus paisajes, su historia. El actor Jean-Paul Belmondo, que el lunes murió con 88 años, representaba no una idea de su país, sino una idea de lo que representa ser francés: socarrón y aventurero, caradura y seductor, algo engreído y a la vez consciente de su ridiculez.
Hay palabras, de difícil traducción, que resumen esta actitud. Una es panache, la mezcla de arrogancia y nobleza de tantos personajes de la literatura de este país, como D’Artagnan o Cyrano de Bergerac (y otros reales: De Gaulle sin ir más lejos). Otra palabra que se repite en los obituarios y comentarios tras la muerte de Belmondo es gouaille, una forma ingeniosa y burlona de hablar, muy parisiense y propia de los barrios populares.
“Era nuestra Marianne en masculino”, resume un artículo en el diario Le Figaro, en referencia a la figura femenina que simboliza la República francesa. Y es verdad que, para franceses de varias generaciones, Bébel, como se conocía en Francia al actor, reflejaba algo esencial en el carácter de este país, una manera de estar en el mundo.
Belmondo podía ser el joven delincuente que en Al final de la escapada bajaba por los Campos Elíseo junto a Jean Seberg, quien interpretaba a una estudiante estadounidense que vendía ejemplares del diario Herald Tribune. O el intrépido aventurero de las películas más populares de los setenta y ochenta, el que practicaba los malabarismos más peligrosos, colgándose de la ventana de un edificio o saltando encima de un avión en pleno vuelo. Pero también el actor teatral en obras como el Cyrano de Edmond Rostand o Kea, de Jean-Paul Sartre.
“Bébel el magnífico”, titulaba en una edición especial Le Parisien. Le Figaro: “As de ases”. Le Monde: “El bienquerido”. El diario deportivo L’Équipe lo homenajeó titulando las informaciones del día con títulos de películas de Belmondo. El lunes por la noche varias cadenas alteraron la programación para emitir películas suyas: las vieron más de ocho millones de telespectadores.
“Para los franceses representa lo mejor de nosotros: el maridaje de lo serio con la despreocupación”, dice por teléfono el periodista, novelista y cineasta Philippe Labro, quien dirigió a Belmondo en El heredero, de 1973, y El cazador de hombres, de 1976. De estas experiencias recuerda: “A Jean-Paul no se le dirige. Se habla con él, se dialoga, pero después hay que dejarle hacer, porque aporta una inventiva y hace cosas en el rodaje que uno no había previsto en el guion”. Y continúa: “Tenía una sonrisa interior. Sonreía incluso cuando no sonreía. Y tenía una capacidad para encarnar personajes de hombre de la calle, al francés medio. Hacía reír, y un hombre que hace reír siempre tiene un éxito considerable. ¡No olvide que somos el país de Molière!”.
Francia es un país al que le gusta, y sabe, conmemorar. A sus héroes militares, como los que reposan en el monumento de los Inválidos. A políticos o literatos, en el Panteón. Y a ídolos de la cultura popular. La muerte del rockero Johnny Hallyday, en 2017, sacó a miles de personas a las calles de París. El Elvis francés mereció honores de héroe. Belmondo tendrá derecho a un homenaje nacional el jueves en los Inválidos.
Quién sabe si hoy existen figuras como estas en las que todo un país se reconozca. O quizá, en la Francia deshilachada que retrata el politólogo Jerôme Fourquet en el popular ensayo L’archipel français (El archipiélago francés), cada isla —la urbana, la rural, la del extrarradio...— tiene sus Belmondos y sus Johnnys particulares.
Había algo común entre Johnny y Bébel. Ambos saltaron a la fama a principios de los años sesenta. Y, según Le Monde, fueron símbolos de un cambio social marcado por “la aparición del yeyé, el final del imperio colonial, el paso a la V República, el auge de los electrodomésticos y de la televisión”.
Otro punto común entre Johnny y Bébel: en la patria de la alta cultura, eran iconos de la cultura popular. Aunque fue el cine moderno y experimental de la Nouvelle Vague el que lo lanzó a la fama, el mito de Belmondo se forjó no en las salas de arte y ensayo, sino con películas taquilleras como El hombre de Río o As de ases. Belmondo era hijo de la burguesía parisina, pero con su gouaille y su panache conectaba con ricos y pobres, parisienses y provincianos. Era una figura interclasista.
En 1960, cuando la carrera del actor despegaba, el sociólogo Edgar Morin, que había analizado el fenómeno de los ídolos del cine en el ensayo Les stars (Las estrellas), distinguía dos Belmondos. El primero era “un poco nihilista, un poco indiferente al mundo y, en este sentido, el símbolo del estado de ánimo de una parte de la juventud de hoy día”. El segundo era “el hombre que seduce, irresistible para las mujeres”. Aventuraba que se acabaría imponiendo el segundo.
Labro comenta ahora: “Es un seductor, un hombre que ama la vida y, por tanto, ama los amigos, la comida, la bebida, la compañía de las mujeres. Ama el amor y ama ser amado”. Y precisa: “Con respeto por las mujeres, pero sin complejos, sin MeToo, sin cultura de la cancelación”.
Belmondo encarnaba una cierta idea de la masculinidad, una imagen de la actitud y el comportamiento del hombre francés de su época. Esta cierta idea sería incompleta sin su opuesto (y amigo): Alain Delon, con su belleza glacial y sus papeles de gángster o poli inexpresivo en las antípodas de la expresividad cómica y desbordante de Belmondo.
“Estoy devastado”, declaró Delon a la cadena de radio Europe 1. “Tenía mi edad. No tardará en ocurrirme a mí. Prepárense”.
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