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Café Perec
Columna
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Diario de la vida aumentada

Me atrapó con fuerza la secuencia de ‘Lulu on the Bridge’ que a tantos debió de secuestrar en su momento, la que protagonizan Izzy y Celia: dos extraños que se transforman al enamorarse radicalmente

Harvey Keitel y Mira Sorvino en 'Lulu on the Bridge'.
Harvey Keitel y Mira Sorvino en 'Lulu on the Bridge'.

Buscando burlar la psicosis pandémica que a ciertas horas nos persigue, me disponía a revisitar en Late Motiv la genialidad de ese humor tan antiguo como absolutamente moderno de Raúl Cimas y Javier Coronas (Buenafuente, su cómplice imprescindible) cuando de pronto me tentó ir a otra parte, averiguar de qué trataba Lulu on the Bridge. Sí. El filme que Paul Auster dirigió hace dos décadas y que nunca había visto y del que apenas tenía referencias, tan sólo que en su momento había tenido críticas muy elogiosas. “Cine de ahora y de siempre, cine de verdad”, había dicho, por ejemplo, Ángel Fernández-Santos en estas mismas páginas.

Nada más empezar a verla y, aunque la apuesta por el “cine de palabras” de Auster era maravillosa, noté que la historia me angustiaba más de lo deseado. Yo tenía ya cubierto por aquel día el cupo de sensaciones agónicas y más bien necesitaba hallar señales, por nimias que fueran, de que otros estados de humor más alentadores también eran posibles. De hecho, pensaba y sigo pensando que, en revancha por la vida mínima a la que nos está condenando la pandemia, hay ya mucha gente en busca de lo que podríamos llamar “una vida aumentada”, algunos van hacia ella por el camino embotellado de las discotecas y otros por el del pensamiento. Y bueno, la trama de Auster, en cambio, era sólo tenebrosa, de un suicidio subido: Izzy (Harvey Keitel), un músico de jazz que de repente (una bala en el pulmón) se veía privado para siempre de ejercer su arte, precisamente lo único que le importaba en la vida.

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Había ya empezado a desconectarme de Lulu on the Bridge cuando me atrapó con fuerza la secuencia que a tantos debió de secuestrar en su momento, la que protagonizan Izzy y Celia (Mira Sorvino), dos seres solitarios, heridos, sin nada en común: dos extraños que en un momento dado se transforman al enamorarse radicalmente, gracias a las maniobras del azar que les llevan a dar con una singular piedra que emite una luz azul hipnótica que les conecta con rara intensidad a la Tierra y les descubre que “uno no llega a ser lo que es hasta que no es capaz de amar a otro”.

En la secuencia tan optimista de la piedra hipnótica creí ver la señal esperada, la luz al final de tanto túnel y desgracia. No había aún ni terminado la secuencia cuando, además, irrumpió el azar en forma de WhatsApp en mi móvil. Desde París una amiga me comunicaba que estaba en el Marmottan Monet viendo la exposición La hora azul, dedicada al genial danés Peder Severin Krøyer, contemporáneo de Vilhelm Hammershøi. Busqué enseguida hasta cuándo podía verse aquella muestra que podía alzar el ánimo de cualquiera y vi que estaría hasta finales de septiembre y que “la hora azul” era el fenómeno meteorológico que precede al crepúsculo y que puede verse especialmente al norte de Dinamarca. Es una luz única y de inequívoco aire brujo, visible a esa hora del día en la que todo se confabula y hasta nos parece que por fin va a ser posible que entremos en una vida distinta, en una vida nueva, y quién sabe si hasta aumentada.

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