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Café Perec
Columna
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Cuando lo nuevo aún podía ser nuevo

La publicación de ‘Nouveau Roman. Correspondance 1946-1999′ ha generado un oportuno debate sobre la vigencia de un cierto experimentalismo en la narrativa francesa actual

Enrique Vila-Matas
El escritor y cineasta Alain Robbe-Grillet (centro), en una imagen sin datar.
El escritor y cineasta Alain Robbe-Grillet (centro), en una imagen sin datar.EL PAÍS

La publicación en París de Nouveau Roman. Correspondance 1946-1999 (con cartas cruzadas entre Butor, Sarraute, Mauriac, Robbe-Grillet, Ollier, Pinget y Simon) ha generado un oportuno debate sobre la vigencia de un cierto experimentalismo en la narrativa francesa actual. La gran Tiphaine Samoyault ha señalado en Le Monde que esa vigencia existe y que al Nouveau Roman se le detestó por haber situado la sombra de la sospecha sobre el género mismo de la novela, pero que en los últimos tiempos tanto la autoficción francesa como la literatura documental se han alineado con esa sospecha. Samoyault ha remarcado esto justo cuando más se percibe que el tradicional tejido común de la literatura —la costumbre de formar grupos, comunidades creativas— es algo que ha ido desapareciendo, hasta convertirse en este nuevo milenio en lo que Calasso ha definido como “un hecho de individuos solitarios, tenazmente separados entre sí”. Precisamente si algo confirma esta correspondencia inédita de los autores del Nouveau Roman es que aquel movimiento de ruptura fue una comunidad creativa y no, como a veces se piensa, un montaje publicitario.

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Las cartas de aquella comunidad (destaca la modernidad absoluta de Nathalie Sarraute) contienen un revelador rastreo de la pre-historia del Nouveau Roman, su investigación sobre los días de 1946, cuando en Europa todo era pura necesidad de construir sobre las ruinas: el humanismo había salido tan dañado que hasta se cuestionaban las nociones de “personaje”, “autor”, “trama”. Hoy en día, el Nouveau Roman aparece como el último avatar de una modernidad que fue el postrer eco de una época —pienso que feliz— en la que las vanguardias poéticas, musicales, pictóricas, etc. aún podían, sin ruborizarse, reclamar para ellas el adjetivo “nuevo”.

¿Nos queda lejos aquella “conmoción estética” en la que lo nuevo aún podía parecernos nuevo? No tanto, pero en España el Nouveau Roman siempre fue menospreciado, a pesar de que a partir de los años sesenta fue una corriente literaria que nos llegó puntualmente traducida, lo que a fin de cuentas, aunque ya no se hable de esto, acabó originando una vertiente hispánica de lo nuevo en la que habría que destacar novelas tan memorables como Alimento del salto, de Javier Fernández de Castro. Esa corriente hispánica de experimentalismo carece de reconocimiento cuando en realidad está demandando que se investigue a fondo, por ejemplo, por qué fue aplastada en la siguiente década por una “Nueva Narrativa española” que de “nueva” nunca tuvo nada.

La publicación de las cartas del Nouveau Roman ha venido a confirmar, por otra parte, que en aquel movimiento hubo teoría y unidad de grupo y se basó en la amistad (y la rivalidad), y por tanto fue una experiencia humana hecha de intercambios, de aprecios y de lecturas recíprocas que parecen estar queriendo darnos una buena noticia: si algún día, a través del cálido y antiguo tejido común de la literatura, deseáramos restaurar algo que pudiera parecernos nuevo, aún estaríamos a tiempo.

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