El viaje hacia la locura de Travis Birds para salir de su silencio cerebral
La cantante madrileña, que acaba de publicar un inquietante segundo disco, ‘La costa de los mosquitos’, cuenta su historia de reinvención vital
Somos alimañas. El que esto escribe y el que lo lee también. Todos. Travis Birds (Madrid, 30 años) lo afirma con conocimiento de causa. Ella ha hecho el trayecto, uno lleno de oquedades, puertas entreabiertas, habitaciones donde nos vemos a nosotros mismos haciendo cosas que no nos gustan. O sí, y lo desconocíamos. Un peligroso itinerario que se desarrolla en el subconsciente. Hay que decir que Travis se dedica a cantar. Que su intrigante segundo disco, La costa de los mosquitos, es el resultado de una búsqueda de la esencia, aunque esta tenga el rostro contraído y las fauces babeantes. “Cuenta las obsesiones como vehículo a la locura y con ella hacia la transformación individual”, dice sobre su trabajo, y sonríe. Porque esta cantante y guitarrista intensa sonríe mucho.
La historia de esta artista criada y empadronada en Leganés (municipio al sur de Madrid) es tan poco convencional como inspiradora. A sus 30 años ha vivido dos vidas que no comparten ni el nombre. Al acabar el instituto, con 20 años (“porque yo iba lenta”, acota) se sumergió en la oscuridad, seguramente como mucha gente joven cuando llega a esa edad donde hay que elegir y el único camino es hacerte mayor. “Estaba amargada. Odiaba al mundo y el mundo me odiaba a mí. Me sentía anulada. Me parecía todo hostil. Estaba muy enfadada, con mi familia también. Luego les he pedido perdón, porque era eso, me tocaba estar enfadada”, explicaba hace dos semanas en una terraza del centro de Madrid.
“Estaba amargada. Odiaba al mundo y el mundo me odiaba a mi. Me sentía anulada. Me parecía todo hostil”
Ella era la rara del colegio que se juntaba con otras raras. Chocó contra un sistema basado en la puntuación. “Te valoran por las notas que sacas”, dice. Las suyas no eran buenas. Acabó aprobando con una calificación baja, insuficiente para empezar una carrera estimulante. Sus inseguridades aumentaron. Dice que se quedó en un “silencio cerebral”, que funcionaba en piloto automático, una autómata sin ilusiones. “Entonces me di cuenta de que lo único que podía elegir era el nombre. Mi nombre no me había gustado nunca. Ya que empezaba una vida nueva aproveché y le dije a todo el mundo que me llamaran Travis. Yo decía, muy seria: ‘Yo soy Travis’. Ese fue un punto de luz. El inicio de algo nuevo”, relata.
Y volvió a la vida con 20 años con un nombre inspirado en el inquietante personaje de Taxi Driver, Travis, interpretado por Robert de Niro. Otra vez la rara. Pero ahora con un objetivo. “No había tocado la guitarra ni cantado en mi vida. Pero agarré una que había en un rincón de la casa sin ninguna pretensión y encontré una gran conexión”. Hizo un curso de diseño y encontró trabajo. Todo lo que ganaba se lo gastaba en formarse musicalmente. Clases de canto, estudios de composición. Pronto comenzó a componer. Editó un primer disco de tanteo gracias a un crowdfunding (micromecenazgo), Año X (2016).
Además de trabajar como diseñadora se puso a vender Thermomix. No tuvo mucho éxito con los robots de cocina, pero la chica con la que hacía las pruebas le comentó que un allegado trabajaba en una serie de televisión y estaban buscando una sintonía. Fue cuando su desgarradora Coyotes (2018) se convirtió en la canción estrella de la serie El embarcadero (Movistar +). En 2019, otro golpe de suerte. Le proponen participar en el disco Tributo a Sabina. Ni tan joven ni tan viejo. Estrellas como Alejandro Sanz, Robe Iniesta o Amaral interpretan temas del jiennense. La única desconocida es ella, pero la crítica destaca su canción (19 días y 500 noches) entre las mejores.
Hace tres semanas lanzó su segundo disco, La costa de los mosquitos, un trabajo en las antípodas de lo comercial, un álbum pasional y apasionante, a veces incómodo y también sugerente. “He encontrado una parte muy animal de mí misma, una parte que deja de pensar lo que está bien o está mal y simplemente actúa, aunque vaya en su contra, como los perros que no dejan de comer hasta morir. Es algo que está ahí, que tenemos oculto, que pasa desapercibido porque no queremos hacer ese camino”. Las obsesiones, el instinto animal, la ausencia de cordura. La sangre.
Asegura que no ha recurrido a ninguna sustancia psicotrópica para su viaje, que no ha sentido miedo, pero que en muchas ocasiones ha resultado doloroso. “He encontrado cosas, como sentimientos mucho más radicales hacia la gente o hacia las cosas. Instintos que tienen que ver con la supervivencia: o tú o yo. Lo que descubro es que yo también soy un animal y tengo mis instintos animales, por privados y extraños que puedan ser”, explica. Y añade: “Se trata de no esconderse. Eso no quiere decir que vaya por ahí destrozando hoteles. Pero siento una seguridad en mí misma que no sentía antes. Tengo un autoconocimiento y una aceptación de mí misma que no tenía antes”.
Esos descubrimientos se muestran de forma poética en canciones como La vela, Lagarto rojo o Claroscuro. En Maleza, canta: “Salió la parte más oculta que hay en mí./ La piedra más buscada en mi jardín./ Y me pinté las venas para verme./ Y descubrí un camino./ Lo seguí”. Travis interpreta en un tono arrastrado, a veces aflamencado, siempre personal. Es su estilo, algo tan complicado de conseguir. Musicalmente no hay plan: puede ser rumba, bolero, jazz, rock… Cita músicos que le gustan: Robe Iniesta, Jorge Drexler, Albert Pla, Chavela Vargas, Enrique Morente, Iván Ferreiro o C. Tangana.
Vive rodeada de plantas con su hermana gemela, Natalia, “tan intensa como yo”. Sus padres, con los que se lleva “de maravilla”, son profesores de Formación Profesional. Se niega a revelar su nombre verdadero, el que le pusieron sus progenitores: ella es Travis Birds y nació hace 10 años, aunque tenga 30. Y sonríe. Porque los animales también lo hacen, aunque no los veamos.
Babelia
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