Muere Christa Ludwig, a los 93 años, una ‘mezzo’ legendaria
Fue una de las grandes cantantes de ópera del siglo XX y realizó inolvidables grabaciones de Mozart, Beethoven, Wagner y Strauss junto a Karajan, Böhm y Bernstein
“…Y me habría encantado ser una prima donna”. Así tituló la mezzosoprano Christa Ludwig (Berlín, 1928) sus primeras memorias, en 1994, en colaboración con el periodista Peter Csobádi (Henschel Verlag). Un relato sincero, divertido y nada sentimental de una de las grandes leyendas de la ópera del siglo XX, que falleció, ayer sábado, a los 93 años, en su casa de Klosterneuburg, cerca de Viena.
Ludwig se había retirado de los escenarios, en diciembre de ese mismo 1994, cantando Clitemnestra, en Elektra de Strauss, en la Ópera Estatal de Viena. Su director, Ioan Holender, la despidió de rodillas y con un ramo de flores, mientras proclamaba: “Una estrella cae del firmamento”. La cantante rememora la escena con humor en sus segundas memorias, que publicó en 2018, a partir de conversaciones grabadas con Erna Cuesta y Franz Zoglauer (Amalthea Verlag). Otro relato fascinante, lleno de naturalidad e inteligencia, donde añade reflexiones sobre el canto y da consejos a los jóvenes, bajo el subtítulo de “Memorias del futuro”.
Aquella escena fue la lógica despedida para una cantante fundamental en la historia de la Ópera de Viena, desde su reapertura en 1955. Allí cantó hasta 43 personajes diferentes que dan muestra de la versatilidad de su repertorio. Desde Mozart y Richard Strauss, pues debutó como Dorabella de Così fan tute y el compositor de Ariadna en Naxos, hasta estrenos contemporáneos de Frank Martin y Gottfried von Einem. Evolucionó hacia inolvidables creaciones dramáticas wagnerianas, como Venus de Tannhäuser, Kundry de Parsifal y Ortrud de Lohengrin. También cantó el repertorio italiano de Verdi como Lady Macbeth, Éboli de Don Carlo y Amneris de Aida. Y abordó personajes habituales en el registro de soprano, como Leonora en Fidelio, de Beethoven, y, de Strauss, la mariscala, de El caballero de la rosa, tras años como fundamental Octavian, y la mujer del tintorero, de La mujer sin sombra.
Su modélica Leonora beethoveniana, que grabó en 1962 con Otto Klemperer (EMI/Warner Classics) y Herbert von Karajan (Deutsche Grammophon), le abrió el camino hacia las dos cumbres wagnerianas para soprano dramática: Isolda de Tristán e Isolda y Brunilda del Anillo. Ludwig probó a cantar fragmentos de ambos personajes, dentro de un mítico concierto en Hamburgo, en 1963, bajo la dirección de Hans Knappertsbusch, que registró la NDR, pero rechazó abordarlos. En sus memorias cuenta, con ironía, cómo su Isolda fue disputada primero por Karajan, después por Karl Böhm y, más adelante, por Leonard Bernstein. Y a los tres les dijo que no.
Ludwig nunca se arrepintió de esa decisión. Sus cuerdas vocales, según reconoció, eran hilos de lana y no tenían el grosor de un dedo, como Birgit Nilsson. Y no lo habrían resistido. Con ello se aseguró una carrera impresionante de 48 años, que se inició en la Ópera de Fráncfort, en 1946, como Orlofsky en El murciélago, de Johann Strauss hijo. Tenía 18 años y se había formado con su madre, la mezzo Eugenie Besalla-Ludwig, que junto a su padre, el tenor Anton Ludwig, le habían aportado un sólido entorno musical desde su más tierna infancia. Desde Fráncfort pasó por las compañías de los teatros de Darmstadt y Hannover hasta que Karl Böhm la descubrió y la invitó a trasladarse a Viena, en 1955. Sus éxitos en ese teatro los compaginó con el Festival de Salzburgo, donde había debutado en 1954 como Cherubino, en Las bodas de Fígaro de Mozart, y en el Festival de Bayreuth donde cantó unas inolvidables Brangania de Tristán e Isolda (1966) y Kundry de Parsifal (1967).
También cantó en la Metropolitan Opera de Nueva York, desde 1959 a 1993, varios papeles de Mozart, Wagner, Massenet y Strauss. Y mantuvo una presencia habitual, durante los años sesenta y setenta, en el Covent Garden de Londres junto a las óperas de Hamburgo, Múnich, Roma, Chicago, La Scala y París. Pero su excelente técnica vocal y su tono cálido, brillante y exuberante, que le permitió combinar a Mozart con el repertorio dramático, con amplitud de registro, flexibilidad y riqueza de color, también destacó fuera del teatro de ópera. Lo atestiguan sus grabaciones de Lieder de Mahler, de 1968, junto a su primer marido, el barítono Walter Berry, y Leonard Bernstein (CBS/Sony Classical). Pero también de la Pasión según san Mateo, de Bach (1962), de la Rapsodia para contralto, de Brahms (1962) y de La canción de la tierra, de Mahler (1967), los tres con Otto Klemperer al frente de la Philharmonia (EMI/Warner Classics). Precisamente, la asombrosa interpretación del final de ese ciclo mahleriano, una bellísima despedida que se alarga hasta los treinta minutos entre ecos wagnerianos, es un bello resumen de su arte, que se recordará para siempre, como ella misma reitera al final: “Ewig…, ewig…”.
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