Paul Stanley (Kiss), en la cima del rock a pesar de todo
El músico, que edita un disco de soul, cuenta en sus memorias cómo su afán de superación le hizo triunfar en la música tras nacer con una malformación y no conseguir el apoyo y el cariño de sus padres
- “Papá, ¿soy guapo?”, preguntó de niño Paul Stanley.
- “Bueno, feo no eres”, respondió el padre.
Paul Stanley nació con una malformación llamada microtia. Era sordo de un oído y en lugar de una oreja (la derecha) exhibía un muñón. Se crio en Nueva York en una familia con pocos recursos. Sus padres vivían amargados: no se querían. Su única hermana, dos años mayor que él, desarrolló problemas mentales y le daban ataques violentos. Una familia disfuncional y un hogar hostil. Un día, el niño se quedó solo en el pequeño apartamento familiar con su hermana Julia. A ella le dio un brote, agarró un martillo y golpeó con furia la puerta del cuarto de su hermano. Paul, con nueve años, aguardaba dentro aterrorizado mientras la puerta se astillaba. Cuando ya lo tenía a un palmo, Julia se marchó. Paul arrancó a llorar. Al llegar sus padres, el niño les contó rápidamente el incidente. Estos le chillaron y le golpearon, echándole la culpa del suceso. “Te llevaremos al psiquiatra”, le espetaron sus padres.
“Pasé a ser un objeto en vez de un crío. Pero no eran los niños los únicos que se me quedaban mirando. Los adultos también lo hacían y eso era aún peor”. Así lo cuenta Paul Stanley en un libro de memorias que se publicó en 2014 en Estados Unidos como Face the Music: A Life Exposed y que seis años después llegó a España traducido como Dar la cara (EsPop).
Mi hogar parecía tan sembrado de peligros como la escuela. No conseguía desprenderme de una abrumadora sensación de temor.
Stanley (Nueva York, 69 años) aparece en la pantalla para hablar con EL PAÍS con un aspecto jovial, una melena envidiable y una cara en la que se intuye algún retoque bien ejecutado. Lleva una camisa estampada de leopardo y utiliza para hablar un micrófono vintage dorado. A sus espaldas se aprecia un salón infinito con un ventanal por donde irrumpe el sol de Los Ángeles. Está en su casa.
“Cuando nos liberamos de secretos nos hacemos más fuertes. Son las cosas que escondemos las que nos debilitan. En el momento que las contamos es como si se fueran. Eso me pasó a mí cuando escribí el libro. Yo era sordo de un oído y tenía una deformidad. La gente me hablaba y a veces no escuchaba nada. Se burlaban de mí. Fue una situación muy difícil que me condicionó durante muchos años”, afirma.
“Mi hogar parecía tan sembrado de peligros como la escuela. No conseguía desprenderme de una abrumadora sensación de temor. Solo tenía 15 años y sentía que estaba perdiendo la cabeza. Y no tenía a nadie con quien hablar”, cuenta Stanley en sus memorias. Acosado en el colegio, con unos padres incapaces de apoyarlo, aislado y vulnerable, Stanley recibió una salvadora descarga de electricidad un día de 1965: vio a The Beatles en el televisivo The Ed Sullivan Show. “Esa era mi tabla de salvación. Aquel era el vehículo del que podía servirme para salir de la miseria”, dice. Hacerse famoso, ser respetado y envidiado, conseguir en un escenario cariño, algo que nunca había recibido. Vivía en Nueva York, el lugar perfecto. Vio en directo a Jimi Hendrix, a los Who, a los Kinks, a los Animals, a los titanes del soul… Se compró una guitarra y empezó a practicar.
Conoció a Gene Simmons (bajo y voz), judío como él, pero de clase mucho más acomodada. Reclutaron a Peter Criss (batería) y Ace Frehley (guitarra) y montaron Kiss en 1973. Stanley cantaba y tocaba la guitarra. Decidieron maquillarse, vestirse con prendas de licra, calzarse plataformas, llenar el escenario de pirotecnia. Las ventas de sus tres primeros discos no pudieron compensar económicamente unos directos costosos debido al aparatoso atrezzo. Con su caótica discográfica (Casablanca Records) al borde de la bancarrota, su manager, el visionario Bill Aucoin, tomó dos decisiones cruciales para la carrera del grupo: editar un disco en directo (Alive!, 1975), que les haría millonarios, y poner en marcha la industria de mercadotecnia más rentable de la historia del rock: venta de muñecos, camisetas, llaveros, ropa interior, maquillaje y hasta ataúdes relacionados con los personajes de Kiss.
Tocaban rock para mover el trasero con letras de celebración. Ocultaban su personalidad con pinturas. Se hacían llamar Starchild, Demon, Spaceman y Catman. Eran rockeros, pero también superhéroes. Algunos los llamaban “mamarrachos”, para otros eran ídolos. Han pasado 40 años y, después de los millones de discos despachados y los llenos en conciertos, ya existen pocos que discutan su grandeza.
Tampoco ha sido un camino plácido. La relación entre los cuatro resultó áspera casi desde el principio. Stanley ha acusado a Criss y Frehley de “nefastos profesionales”, “vagos”, y en el caso del batería, “mal músico”. El problema con las drogas agrietó más su relación. Stanley y Simmons llevan por bandera ser unos rockeros limpios. “Nunca me drogué”, expresa hoy el guitarrista y cantante. “Si ves a alguien ponerse una pistola en la boca y apretar el gatillo para volarse los sesos yo prefiero no ser el próximo. He visto morir a mucha gente por las drogas, o a artistas muy creativos que se han perdido. He visto a muchos músicos famosos que no son capaces de crear nada por culpa de las drogas. Desde el principio tuve claro que quería tener el control. No me hice famoso para convertirme en una leyenda muerta”. Criss y Frehley sobrevivieron, pero llevan años fuera de Kiss.
La relación entre los dos líderes (siempre han estado en el grupo), Stanley y Simmons, ha resultado pendular. Stanley le echó en cara haberse centrado en negocios privados, en desarrollar una carrera como actor que no ha llegado a nada y dejar en un segundo plano a Kiss. Mientras, él tiraba solo del grupo. Después de cuatro décadas ha desarrollado un ecosistema confortable. “Soy un luchador y un superviviente. Si las cosas van mal, trabajo más duro para mejorarlas. Nadie ha sido el dueño de mi destino. Solo yo”, expresa con suavidad como resumen de su vida.
Stanley tiene cuatro hijos (el mayor 26 años, la menor 10) y disfruta de su segundo matrimonio, con Erin Sutton. En la última parte de sus memorias perdona a sus padres, pero a continuación escribe: “Tener hijos me ha dado una segunda oportunidad de afrontar la infancia que nunca tuve. Me resulta catártico educarles en un ambiente cariñoso y protector que no llegué a conocer”.
Estos días el músico se centra en su proyecto musical Paul Stanley’s Soul Station. Ha grabado un disco, Now and Then, donde recrea clásicos del soul: Marvin Gaye, Smokey Robinson o The Temptations. Lo hace con una banda de 15 músicos y responde al reto con sentimiento y actitud. “El soul siempre formó parte de mi vida. Vi con 15 años a Otis Redding en concierto y me voló la cabeza. Es como cuando ves una pintura clásica: en seguida percibes su grandeza y es imposible que no le guste a todo el mundo. Eso es lo que me pasó con Otis”.
Kiss tiene previstas actuaciones en julio en España y asegura que “estarán”. Ante la cara de incredulidad del periodista, remacha: “Soy optimista. Y me baso en que las cosas marchan ahora mejor”. ¿Visualiza en el futuro unos Kiss sin usted? “Me gustaría y creo que es posible. Creo que la banda es más importante que cualquiera de sus miembros”. Y tiene un arranque de humildad: “Yo no inventé nada. Soy el producto de muchas cosas que mezclé: Sam Cooke, Robert Plant, Rod Stewart, Steve Marriott… Y la prioridad de respetar siempre a los espectadores y ofrecer un gran espectáculo. Así que, por qué no, alguien puede sustituirme”. Y con esta fórmula, el cantante acaba de garantizar la inmortalidad de Kiss.
Stanley consiguió implantarse una oreja hace unos 20 años después de tres intentos. Sigue sordo del oído derecho.
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