Adam Zagajewski, un poeta que atrapó la fuerza de la cotidianidad
El escritor y traductor Andrés Catalán analiza la obra del autor polaco “cuyo trabajo se desarrolla en un equilibrio entre lo sublime y el detalle del día a día con una ironía que nunca desemboca en el cinismo”
Me sorprende, la noche del día de la poesía (en el que tanta falsa poesía se cacarea), la noticia de la muerte del enorme poeta polaco Adam Zagajewski mientras trabajo en una traducción de la poeta estadounidense Louise Glück, premio Nobel de 2020. Zagajewski llevaba apareciendo como candidato al mismo desde hace muchos años: no llegó a ganarlo, aunque sí fue reconocido con algunos de los más prestigiosos galardones internacionales, como el Princesa de Asturias en 2017, el Griffin en 2016 o el Neustadt en 2004, además de todos los premios habidos y por haber en su Polonia natal. Digo natal, aunque en realidad nació en la ciudad de Lvov cuando esta pertenecía a la Ucrania soviética, una realidad que aborda en su hermosísimo libro de memorias Dos ciudades. En el poema Griegos, recogido en Antenas (en traducción de Xaver Farré, que ha traducido —excelsamente— buena parte de su poesía para la editorial Acantilado), dirá: “Quisiera haber sido contemporáneo de los griegos, / hablar con los discípulos de Sófocles, / sentir la gravedad de los misterios secretos, / pero cuando nací vivía y gobernaba / aún el georgiano picado de viruelas / y sus lúgubres policías y teorías”.
Aunque tremendamente permeables a la realidad histórica que le tocó vivir —perseguido por el comunismo, se exilió primero en París y luego en Houston (EE UU), donde ejerció de profesor durante muchos años—, sus poemas sin embargo discurren en un equilibrio entre lo sublime y el detalle cotidiano con una ironía que nunca desemboca en el cinismo. Robert Pinsky ha dicho de los poemas del autor polaco que tratan “sobre la presencia del pasado en la cotidianidad: la historia no como una crónica de los muertos sino como una fuerza inmensa, a veces sutil, inherente a lo que la gente ve y siente todos los días, y a la forma en que vemos y sentimos”. Serenos, conversacionales sin caer en lo simplista, sus poemas describen ciudades, recuerdos, tardes con amigos, catedrales, la música (hay mucha música en los poemas de Zagajewski), el canto de los pájaros o los claroscuros de la pintura flamenca: unos claroscuros que son los propios de una época en la que conviven los cuadros de Vermeer y los horrores del siglo, el detalle de una seda acariciada y el rumor de los bombarderos o el resplandor de una pera y la fría despersonalización de los aeropuertos. Zagajewski encuentra epifanías en todos ellos.
Continuador de la poesía polaca más universal (Herbert, Szymborska, Milosz), se trata de un autor profundamente europeo: hijo de sus horrores y sus resplandores, sus poemas celebran el hecho de seguir vivo y seguir despierto, con la capacidad para el asombro intacta a pesar de un mundo que se derrumba: “Adorno consideraba que la poesía era imposible después de Auschwitz. Pero la ropa se seca tendida en las cuerdas blancas y resuena la risa de un niño. El niño crecerá y será policía o cura. Por eso creo que, después del fin del mundo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Naturalmente, es preciso recordar lo que ha ocurrido y pensar en lo que ocurrirá, pero, así y todo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Dar largos paseos. Contemplar las puestas de sol. Creer en Dios. Leer poemas. Escribir poemas. Escuchar música. Ayudar al prójimo. Hacer la pascua a los tiranos. Alegrarse del amor y llorar la muerte. Como si no hubiera pasado nada”. Como si no hubiera pasado nada, aunque haya muerto Adam Zagajewski, y el mundo sea un poco más oscuro que ayer.
Andrés Catalán es poeta y traductor.
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