La explosión literaria del Pacífico: una mirada distinta a Colombia
Tomás González o Pilar Quintana muestran la riqueza de una realidad compleja y exuberante hasta ahora ignorada y que cuenta con una buena cantera de autores
La madre de Ignacio Gutiérrez —un radiólogo de buen humor que vive en Medellín— tiene 91 años y un deseo clave antes de morir: ver ballenas. Pero no cualquier tipo de ballenas, dice, sino “ballenas que subían del agua y no volvían a bajar”. La anciana quiere contemplar las ballenas jorobadas que viajan todos los años desde el mar helado en el sur de Chile hasta aguas más cálidas en la costa pacífica colombiana. “Podría haber sido el final de mi mamá”, piensa Ignacio sobre la travesía de su familia por la densa selva del litoral pacífico colombiano, una de las esquinas más biodiversas del mundo. Una selva “hermosa e inhumana”, según Ignacio, el narrador en El fin del Oceáno Pacífico (Seix Barral), la nueva novela del escritor colombiano Tomás González (Medellín, 70 años). “Todos estábamos de acuerdo en que lo más importante era que mi mamá alcanzara a ver las ballenas, pasara lo que pasara”, escribe González en el libro.
Publicada a finales de 2020, la novela es un viaje a una región menos explorada por la literatura colombiana que el famoso litoral caribeño de Gabriel García Márquez. “Fui por primera vez al Pacífico hace más de 50 años. Me deslumbró. Aunque ya sabemos que el trópico es siempre abundante, el trópico del Pacífico colombiano es desmesuradamente abundante, si se puede decir así, por la selva espesa a la que llegan sus olas; por la lluvia casi constante, que toma todas las formas posibles e imaginables de la lluvia; por la enorme cantidad de ríos, quebradas, nacimientos de agua, riachuelos, caños, manglares”, cuenta a El PAÍS este autor, uno de los más prominentes en la escena contemporánea del país. González vivió 20 años en una selva de hormigón, Nueva York, donde escribió una de sus novelas más importantes, La luz difícil (2011).
El nuevo libro arranca con un corto poema de González en honor a los manglares de la selva, pero ligado al tema central de su obra: la muerte. “Pensé que que serviría de epígrafe, en el que se dice que la muerte del individuo es la muerte del universo entero, podría servir como trasfondo, digamos filosófico, de una narración larga”, reflexiona el autor. “Pues yo, cuando me vaya, también me llevaré esta costa”, arranca el poema.
La historia detrás de El fin del Océano Pacífico empieza con una anécdota real: la suegra de González, a sus 94 años, pidió ir al Pacífico colombiano para ver ballenas pero, después de considerarlo, la familia decidió que no era conveniente. El escritor, en cambio, aprovechó este episodio para regresar a la región y pensar la muerte de forma distinta. Construye así una novela casi en forma de juego, porque vivir en la mente de Ignacio es confuso: es un narrador que hace digresiones constantes, como si saltara de rama en rama entre los árboles. “Yo me divertía con todo eso sin dejar de mirar de reojo lo que vendría a ser el hilo narrativo de la historia, para que no se me fuera a perder por siempre en semejante manigua. Había que usar humor, poesía, asociación libre, todo lo que soltara las amarras”, explica González.
Violencia armada
Esta vez, sin embargo, tanto Ignacio como González, hombres blancos de Medellín, también se encontraron con una zona que es una de las más discriminadas políticamente en Colombia, y donde viven mayoritariamente pueblos afrocolombianos e indígenas. El litoral tiene los niveles más altos de pobreza del país, los más bajos de alfabetización, y se mantienen altos niveles de violencia, ejercida por distintos grupos armados. “Vivíamos en un país donde los asesinos se habían infiltrado en el ejército de arriba abajo y por eso no estaba segura la vida de nadie”, piensa Ignacio.
El pasado domingo 7 de febrero más de 500 jóvenes bloquearon las calles de Buenaventura —ciudad y puerto principal del litoral pacífico colombiano— como forma de protesta ante el aumento de la violencia de grupos armados que desplazaron a más de 150 familias y asesinaron a unas 22 personas. Fue una versión reducida de un paro más grande que ocurrió en 2017, durante casi un mes, en contra de la negligencia del Estado para responder ante la misma ola de violencia. Una protesta que llama la atención de los medios nacionales cada cierto tiempo y que, en 1954, se trasladó a uno de los pocos textos que García Márquez escribió sobre el Pacífico. “Una vez pasada la noticia todo volvió a su lugar, y siguió siendo la región más olvidada del país”, escribió entonces el Nobel en el periódico nacional El Espectador.
Un polo cultural en medio de una guerra cruel
Las ballenas no son las únicas que viajan al litoral Pacífico colombiano para encontrarse con la selva y su dura realidad política. Además de González y García Márquez, un par de escritores y editores colombianos poderosos en la literatura del centro andino de Colombia han buscado al Pacífico como región literaria.
El ejemplo más conocido es La perra (Literatura Random House), de la escritora Pilar Quintana (Cali, 49 años), que fue finalista del National Book Award y ganadora del English Pen Award con este relato y obtuvo, además, el premio Alfaguara este año con Los abismos, que se publicará en marzo en todo el ámbito hispano. La perra fue escrita después de que Quintana viviera nueve años en medio de la selva cercana a Buenaventura, y se enfoca en la misoginia, pobreza y racismo que vive una mujer negra del Pacífico (“Casi no salía de la cabaña”, escribe Quintana sobre el personaje principal, “mientras afuera el mar crecía y se achicaba, la lluvia se derramaba sobre el mundo y la selva, amenazante, la rodeaba sin acompañarla”.) Otro ejemplo reciente es Elástico de la sombra (Sexto Piso), de Juan Cárdenas, escritor de 43 años de la ciudad andina de Popayán. Trata sobre dos viejos macheteros afrocolombianos, expertos en esta técnica de combate. Además, a principios de marzo la editorial española Tránsito publicará Esta herida llena de peces, la primera novela de Lorena Salazar Masso, de Medellín, en laque una madre blanca y su hijo negro viajan por uno de los ríos principales del Pacífico colombiano, el río Atrato.
“El Pacífico es una región que cautiva, es seductora, enigmática, y si estás en el mundo de la escritura te entra hasta los huesos”, comenta a El PAÍS la escritora Velia Vidal, de Bahía Solano, un pequeño puerto de la región. “Yo no creo que haya un interés particular de las editoriales ahora en el Pacífico”, añade. “Creo que es una bella coincidencia que autores como Tomás González o Pilar Quintana hayan mirado hacia acá, pero aún sucede en una medida muy pequeña para lo que debería verse reflejado en la literatura. La ausencia de lo afro en la literatura colombiana aún es muy alta, y mucho de lo narrado todavía es por personas mestizas y del centro”.
Vidal es una excepción, una de las pocas entre un selecto grupo de jóvenes escritores del Pacífico que han logrado publicar sus obras. A sus 38 años, es autora de Aguas de estuario, un conmovedor libro publicado el año pasado por la editorial independiente Laguna y que cuenta sus esfuerzos por crear una organización sin ánimo de lucro que fomente la lectura entre los jóvenes del litoral. “Todo el tiempo leemos esta selva. Cada uno de ellos la lee, la pasa por su piel, por sus antepasados, por su propia experiencia vital y nace un nuevo relato”, narra Vidal.
Aunque los esfuerzos siguen siendo escasos, tanto el Ministerio de Cultura como la editorial Planeta han contribuido recientemente a desempolvar algunos autores del litoral pacífico. El Ministerio publicó en 2010 una colección de libros de autores afrocolombianos de la región, entre los que se encuentran el poeta Hugo Salazar Valdés, el investigador Alfredo Vanín, el cuentista Óscar Collazos o el ensayista Rogerio Velásquez Murillo. Editorial Planeta, por su lado, reeditó recientemente dos libros de quizás el más grande escritor del pacífico colombiano, Arnoldo Palacios, fallecido en 2015: Las estrellas son negras (1949) y Buscando mi madrededios (1989).
“Las estrellas son negras es un clásico de la literatura colombiana, pero nadie lo dijo durante mucho tiempo, porque lo escribió un negro del Chocó”, asegura a este diario Darío Henao, decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle, en Cali. “Ahora lo publica Planeta, pero a pesar de ser un grande de la literatura por mucho tiempo solo lo miraron editoriales pequeñitas”. Para Alfonso Múnera, historiador de Cartagena, Buscando mi madrededios “es el libro más bello que se ha hecho sobre el Pacífico, porque enseña cantidades de cosas que no sabíamos a los que no le hemos puesto atención en la literatura colombiana”.
Buscando mi madrededios es un libro sobre todo biográfico, pero Palacios hace un esfuerzo para ligar su historia personal con la del litoral: la llegada de esclavos a esas costas durante la colonia, las prácticas medicinales del pueblo negro o análisis lingüísticos de la región. “Buscar su madrededios, su madrediosita, es una expresión empleada diariamente por nosotros, los negros del Chocó. Significa consagrar sus energías y toda su santa paciencia a conseguir el pan cotidiano, andar alguien en pos de su buena suerte,” escribió entonces Palacios, que creció en el Pacífico, pero escribió la mayoría de sus obras lejos de la selva o el mar.
“Arnoldo Palacios tuvo que irse a Bogotá, y luego a Francia para que sonara su trabajo, y yo ahora pude lanzar este libro desde Bahía Solano”, dice, emocionada, Velia Vidal sobre Aguas de estuario. “Siempre se nos dice que tenemos que irnos de acá para crecer, y por eso ahora sacar el libro desde acá es realmente extraordinario. Yo, al menos, no me quiero ir”.
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