“Un apocalipsis suave”: los escritores y artistas que adivinaron la pandemia
La literatura, el cine y el arte se adelantaron a algunas de las preocupaciones originadas por la crisis del coronavirus. Estos son los creadores que mejor atinaron en sus pronósticos
El arte imita a la vida, ¿o es al revés? La literatura, el cine y el arte no anunciaron la crisis del coronavirus, pero sí se adelantaron a algunas de las preocupaciones que predominan en este clima de emergencia mundial, reflexionando sobre las derivas del modelo económico, anticipándose a la alerta medioambiental o traduciendo en sus obras el opresor sentimiento de ansiedad que se ha ido apoderando de este largo encierro. En algunos casos, los escritores, artistas y cineastas imaginaron improbables ficciones que se han convertido en realidades plausibles. Esta es una lista (no exhaustiva) de los que mejor atinaron en sus pronósticos.
Michel Houellebecq: la hecatombe tranquila. El escritor francés ha ambientado en paisajes posapocalípticos algunas de sus novelas, como Plataforma (2001) o La posibilidad de una isla (2005), además de fantasear con el fin de la civilización occidental en El mapa y el territorio (2010) o la polémica Sumisión (2015). “No es algo que desee, pero me parece interesante plantearlo. Comparto algunas de las preocupaciones de la ciencia ficción”, afirmaba en una entrevista realizada en 2016. Su trabajo como artista, que se expuso ese año en el Palais de Tokyo de París, describe estampas parecidas a las de sus libros, inspiradas en sus estancias en la costa de Almería, donde tiene una casa. Houellebecq habla de espacios desiertos en los que, en otro tiempo, debió de practicarse el turismo de masas. ¿Lo que insinuaba entonces el escritor era que nos dirigíamos inevitablemente hacia una hecatombe? “Es una posibilidad. Cuando visito un lugar nuevo, me pregunto si logrará sobrevivir a la desaparición de la humanidad. Por ejemplo, si se produjera una epidemia viral, provocaría un apocalipsis suave. Los edificios seguirían donde están, porque no sería como en una guerra atómica, pero se iría produciendo una erosión”, decía entonces. Releer esas frases hoy produce un inevitable escalofrío.
Lars von Trier: melancolía y adivinación. El director danés podría figurar en esta lista con Melancolía (2011) y ese apocalipsis wagneriano que surgía de la nada y, en cuestión de minutos, pasaba de ser un punto borroso en un lejano horizonte a una sentencia de muerte para toda la humanidad. Melancolía vinculaba la depresión con el fin del mundo y reflejaba los distintos grados de ansiedad que se apoderan del individuo cuando la muerte se convierte en algo tangible. “Ante esa amenaza, el melancólico está sereno, porque lo que va a suceder no hace más que confirmar su punto de vista. Quienes se preocupan son los que no son melancólicos”, nos decía Von Trier, hace nueve años, durante una entrevista en los estudios Zentropa. Según el cineasta, para adivinar el futuro basta con prestar atención a las creaciones artísticas: “El artista y el melancólico son muy parecidos. Los filtros que utilizan sus mentes para canalizar los estímulos externos no funcionan del todo. El artista es un personaje un poco enfermo, en el sentido de que su cerebro está algo dañado. Pero, a la vez, eso le permite ver un poco más allá que los demás. Tiene sentido que, en la antigüedad, se acudiera al melancólico para preguntarle: ¿qué es lo que ves?”. La película –y el número de autodestrucción que Von Trier protagonizó durante su estreno en Cannes– recuerda que el peor apocalipsis siempre es el que tiene lugar dentro de nuestras cabezas.
Steven Soderbergh: el virus como enfermedad global. Contagio (2011), convertida hoy en gran éxito de las plataformas de streaming, trataba de un virus ficticio llamado MV-1, transmitido de los murciélagos a los cerdos y, de estos, a los seres humanos. Procedía, además, de China: una mujer de negocios incubaba la enfermedad en Hong Kong y la exportaba, a su pesar, hasta Estados Unidos, donde el contagio se extendía a miles de personas, lo que obligaba a cambiar de modo de vida, provocaba disturbios y agitaba hipótesis de conspiracionismo. Cualquier parecido con la realidad... Soderbergh describía ese virus como una enfermedad global, fruto de la hipermovilidad y de la interdependencia impuestas por el modelo económico, del que el director mostraba el reverso más nocivo. Insinuaba también que el virus funcionaba como un acontecimiento nivelador o igualador: lo padecían los ciudadanos anónimos, pero también las estrellas de Hollywood, que abundaban en su reparto. Una de sus protagonistas, Gwyneth Paltrow, fue una de las primeras en ponerse la mascarilla en los días más tempranos de esta crisis. “Ya he estado en esa película”, afirmó en su cuenta de Instagram sobre esta película de catástrofes naturalista, inspirada en la pandemia del H1N1 y con guion asesorado por expertos de la OMS. Su apocalipsis parece hoy plenamente reconocible.
M. Night Shyamalan: la respuesta inmune del planeta. El incidente (2008) fue un sonado traspiés en la carrera del director de El sexto sentido, que debilitaría su posición en Hollywood durante años. Pero, pese a sus abundantes defectos, el proyecto reflejaba preocupaciones que hoy parecen de plena actualidad. “¿Es posible que el ecosistema de la Tierra sea un gigantesco ser vivo? ¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia?”, se interrogaba hace unos días el filósofo Markus Gabriel. Shyamalan se hizo la misma pregunta años atrás, solo que en formato de blockbuster. En el filme, la naturaleza se rebelaba contra el hombre y se vengaba por sus continuos maltratos. El planeta provocaba una oleada masiva de suicidios contagiando a los terrícolas con una toxina que transportaban el viento y los árboles. La película, cuyo título de trabajo era The Green Effect, fue ridiculizada tras su estreno, igual que ese científico que, en una de las secuencias finales, advierte que la propagación de esta extraña enfermedad es similar a las mareas rojas que producen algunas microalgas: un insignificante punto morado que, poco a poco, acaba destruyendo todo un hábitat natural.
Mary Shelley: supervivencia y diferencia de clase. El último hombre (1826), firmada por la autora de Frankenstein, es la primera novela sobre un apocalipsis iniciado por una plaga. Aunque fue concebida en 1818 como la biografía del último hombre de la Tierra –un noble venido a menos que funciona como alter ego de su autora–, la historia transcurre a finales del siglo XXI (concretamente, arranca en 2073), cuando algo entonces concebido como una plaga –no se sabía todavía de la existencia de los virus– empieza a diezmar el planeta. La trama juega con la idea del desconcierto y la imposibilidad de contención –las predicciones más optimistas acaban por no cumplirse–, además de reflejar el distinto trato que reciben los infectados según la clase social a la que pertenecen. Es decir, que mientras la nobleza de la que proviene el narrador se protege porque tiene los recursos para hacerlo, la masa del pueblo va cayendo sin remedio. Los críticos se mofaron de ella y no volvió a publicarse hasta 1965, pero Shelley se adelantó a su tiempo.
Stephen King: contagio e irresponsabilidad social. Su novela Apocalipsis (1978) también se anticipó a lo que ahora vivimos. Casi una coreografía, poderosamente poblada y con el mejor pulso de su carrera, sobre la disolución de un mundo en el que el ser humano se ha vuelto un enorme microbio descuidado, este clásico de King acertó en todo al describir cómo la Súper Gripe, en realidad, llamada “el Capitán Trotamundos”, iba a convertir la Tierra en un cadavérico mundo de Oz, con especial énfasis en nuestra irresponsabilidad social. King escribe estas líneas: “Esa noche se alojaron en un motel de Eustice, Oklahoma. Ed y Trish contagiaron al conserje. Los niños, Marsha, Stanley y Héctor, transmitieron el mal a los críos con los que jugaron en el patio del motel... Y esos críos seguirían viaje hacia el Oeste de Texas, luego Alabama, Arkansas y Tennessee. Trish infectó a dos mujeres que lavaban la ropa en la lavandería automática situada a dos manzanas de distancia. Mientras recorría el pasillo del motel para conseguir un poco de hielo, Ed infectó a un tipo ante el que se cruzó en el vestíbulo. Todo el mundo representó su papel en esta obra”. Esta obra totémica pero esperanzadora, en la que la vida acaba abriéndose camino, es una Biblia pop de lo pandémico, un adictivo tratado que habla del fin de toda inocencia posible después del fin del mundo.
Dean R. Koontz: el virus que llegó de Wuhan. Escalofriante es asomarse a Los ojos de la oscuridad (1981), una de las aparentemente intercambiables novelas del entonces máximo competidor de Stephen King y leer cosas como esta: “Un científico chino llamado Li Chen desertó a Estados Unidos, y trajo consigo un expediente de la más importante y peligrosa nueva arma biológica china de la última década. Lo llaman Wuhan-400 porque la habían desarrollado en sus laboratorios de investigación del ADN situados en las afueras de Wuhan, y se trataba, además, de la cepa viable que hacía la número 400”. O esta otra: “Wuhan-400 es un arma perfecta. Afecta solo a los seres humanos. Ninguna otra criatura viviente puede transportarla. Y, al igual que la sífilis, Wuhan-400 no puede sobrevivir fuera de un cuerpo humano vivo más allá de un minuto, lo cual significa que no puede contaminar de manera permanente objetos o lugares enteros”. En la novela, incluso hay espacio para las teorías de la conspiración que circulan estos días: “Si lo he comprendido bien, los chinos podrían utilizar el Wuhan-400 para acabar con una ciudad, un país, y, así, no deberían llevar a cabo una descontaminación costosa y larga antes de avanzar y hacerse cargo del territorio conquistado”. Los ojos de la oscuridad está ambientada, además, a finales de 2019 y principios de 2020, lo que la convierte en el libro que la realidad, o el planeta Tierra, deseoso de deshacerse de nosotros, podría haber estado leyendo. RBA acaba de reeditarla en e-book.
Emilio Bueso: silencio sepulcral en la ciudad. Lo profético en el caso de Cenital (2012), la segunda novela del escritor castellonense, toda una autoridad en el género apocalíptico, terrorífico y fantástico patrio, no es tanto el futuro que nos espera, que tal vez también –los protagonistas viven en una ecoaldea, el mundo hiperecológicamente abusivo se está desmoronando y el petróleo ya es historia–, sino haber entendido que el porvenir pasa por dejar en paz al planeta. “La mano invisible te ha robado la cartera y el futuro, y no se detendrá cuando algunos gobernantes dimitan. Esto no se arregla con unos años de ajuste ni inyectando capitales ni nacionalizando bancos. Esto no se va a quedar en los aeropuertos sin aviones, los trenes de alta velocidad sin pasajeros, la gente sin pisos y los pisos sin gente. Esto sólo acabará cuando un silencio sepulcral se enseñoree de todas las grandes ciudades, cuando el apagón se vuelva permanente y las bicicletas se desplieguen por las autopistas de peaje”, escribe Bueso. Para curiosos, estos días puede descargarse gratis aquí.
Elmgreen & Dragset: el museo como hospital. Los que pensaron que las camas dispuestas en el hospital de campaña que estos días ocupa los pabellones en Ifema donde estuvo Arco guardaban cierto parecido con una instalación artística no iban del todo desencaminados. Este dúo de artistas, presentes en bienales de medio mundo, se adelantó al clima actual en 2003 con Please, Keep Quiet!, que convirtió los espacios expositivos de la Galería Nacional de Dinamarca en una sala de hospital que hoy forma parte de la colección permanente del museo. A través de camas, mesillas, material sanitario y muñecos de cera, los artistas recrearon un escenario ficticio que ponía en jaque las expectativas sobre determinados espacios a través de yuxtaposiciones inesperadas: un solemne museo decimonónico en pleno centro de Copenhague también podía albergar un hospital. Una ficción que estos días se va convirtiendo en realidad.
Jordi Colomer: el hogar convertido en infierno. Acertado estuvo el artista barcelonés al mostrar la ansiedad del encierro y la distopía que supone habitar un lugar que se acaba volviendo inhabitable. De eso hablaba Simo (1997), su primer vídeo y uno de sus trabajos más característicos. En esa obra de 12 minutos, perteneciente a la colección del Museo Reina Sofía, una cámara se mueve en un travelling hacia dentro y hacia fuera de una pequeña habitación donde aparece un único personaje, Simo, ahogada en un lugar cerrado y lleno de objetos que parecen convertir ese hábitat en un espacio opresor. Rodeada de objetos, la protagonista actúa de forma convulsiva, cargando con bolsas, abriendo cajas de zapatos y comiendo botes de mermelada. En este relato hermético, la comunicación con el exterior es nula. Colomer supo ilustrar la transformación de un lugar supuestamente acogedor como el hogar en un pequeño infierno.
Christian Boltanski: los cadáveres sin funeral. El artista francés, hijo de un judío que pasó 20 meses escondido en un trastero durante la ocupación nazi, sabe bien lo que es un confinamiento. Por su ascendencia, su obra suele hablar de las muertes invisibles y de los cuerpos que desaparecen sin que nadie los despida. Sus trabajos son altares dedicados a esos desconocidos que se marcharon sin tener derecho a un funeral. En la serie Suisses morts, iniciada en 1990, decenas de cajas de galletas hacían las veces de modestos sarcófagos metálicos para esos hombres y mujeres. En esta obra, emblemática de su profunda reflexión sobre la historia y la memoria, Boltanski pegó una foto de cada fallecido en cada una de esas urnas rectangulares, rindiendo homenaje a sus vidas modestas y restituyéndoles la dignidad. Las imágenes de familiares de víctimas en Wuhan yendo a recoger las cenizas anónimas de los fallecidos tras la reapertura de las funerarias recuerdan poderosamente a ese trabajo. En 2018, Boltanski insistió en lo mismo con una instalación en la Oude Kerk de Ámsterdam, la iglesia más antigua de la ciudad, donde yacen 20.000 personas, pese a que solo se conozca la identidad de 8.000 de ellas. Boltanski colocó en el suelo viejas prendas de los habitantes del barrio, haciendo que esos féretros invisibles ocuparan el espacio que merecen.
Okwui Enwezor: el optimismo histérico. El fallecido comisario nigeriano, considerado un gurú dentro del mundo del arte contemporáneo, fue sagaz poniendo su foco de estudio en aquello que parece dominar nuestras vidas hoy: el desasosiego. Ya orquestó Lo desacogedor en la Bienal de Sevilla en 2006, donde evocaba un estado de alerta generalizado y sopesaba el aislamiento y la soledad como paradigmas de la vida futura. No se equivocó, como tampoco lo hizo cuando ejerció de comisario de la Bienal de Venecia de 2015. En la gran exposición internacional, que tituló Todos los futuros del mundo, volvió a tantear temas sobre civilización y confrontación, sobre la etimología del miedo y sobre el sentido de desarraigo del mundo global, en galerías llenas de navajas y neones, tiovivos y calaveras, ruinas de colores y un optimismo algo histérico y solo medianamente creíble. Interrogado sobre la cuestión, Enwezor ya vaticinaba entonces lo que más nos atemoriza hoy: “La peor crisis es la incertidumbre”.
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