¿Y si la realidad ha estado leyendo a Dean Koontz y no a Stephen King?
Apenas tenemos mapas de ficción del principio del fin del mundo. Quizá por eso asaltamos supermercados cuando parece que se acerca. ¿No hay un agujero negro entre el presente en peligro y el futuro devastado?
El año 1978, Stephen King publicó una novela, Apocalipsis, en la que la humanidad se extinguía por un aparentemente ridículo catarro. Tres años después, su entonces aún amenazante némesis, Dean R. Koontz, hizo lo que tendía a hacer en aquel entonces, cuando aún creía que podía no solo pisarle los talones sino llegar a apartarlo del camino. Publicar una novela que tenía el mismo aspecto, solo que desde un punto de vista contrario. Es decir, si King se centraba en los supervivientes a la catástrofe años después del fin de la pandemia, Koontz –¿se dan cuenta lo divertido del antiespejo de la propia elección del nombre de Dean, King-Koontz?– lo hacía en el laboratorio que creaba el virus con, por supuesto, una historia de familia desestructurada –madre e hijo, solos ante el peligro– de por medio.
La casualidad, o no, ha convertido estos días a Koontz en una especie de Nostradamus de lo bacteriológico catastrofista. ¿Por qué? Koontz fue más lejos que King también en aquella ocasión, como ya lo había hecho antes, en un intento por distanciarse de lo que en publicidad se llamaría la marca líder, es decir, aquello que primero te viene a la cabeza cuando piensas, en este caso, en la literatura de terror. Y no solo por convertir el aparentemente inocuo pero letal catarro de King en una neumonía casi instantánea e igualmente mortal sino porque alejó cualquier peligro de los Estados Unidos, por entonces, en plena Guerra Fría aún con la URSS, y lo situó en la improbable ciudad china de Wuhan. En concreto, en un laboratorio encargado de fabricar tan letal virus, llamado Wuhan-400. Es decir, el virus en cuestión sería una arma bacteriológica china, literalmente “la más peligrosa de la década”. ¿Seguimos para bingo nostradámico? Koontz sitúa la acción a finales de 2019 y principios de 2020. Leído esto, es lógico preguntarse: ¿y si la realidad ha estado leyendo a Dean Koontz y no a Stephen King?
El asalto a los supermercados tras decretarse no ya el estado de alarma sino un confinamiento de carácter solidario –que fue endureciéndose a medida que pasaban no los días sino las horas–, en España e Italia, tiene mucho, para los lectores de novelas apocalípticas y postapocalípticas, de intento de seguir un mapa trazado desde el fin o el posfin del mundo. Porque son pocas las novelas preapocalípticas, y buena parte de ellas se centraban, hasta hacía no demasiado, en el corte eléctrico. Tanto miedo le tenía nuestra sociedad al fin de la información que lo que más temía no era la muerte, sino que ésta dejase de llegar. Hasta cuando empieza a acabarse el mundo en la reciente Los últimos, de Hannah Jameson (RBA), lo que más aterra al protagonista, aislado en un hotel de Suiza, es que las notificaciones del inicio del fin dejen de llegar a su teléfono móvil, y no que estén muriendo cientos de miles de personas en imprevistos ataques nucleares.
Así pues, hay una pandemia en marcha y asaltamos los supermercados porque eso es lo que nos ha dicho que debe hacerse la ficción apocalíptica, porque una pandemia tiene aspecto de fin del mundo en marcha y, cuando el mundo empieza a acabarse, no basta con que te digan que los suministros de las tiendas están garantizados. ¿Cómo van a estarlo? Necesitamos una ficción que asuma que el mundo puede empezar a acabarse y tardar mucho en hacerlo, o que la normalidad, tan y por tantas vías hoy establecida y segura –el saber en todo momento cómo estamos, dónde estamos, y hasta cómo estaremos mañana o dentro de una semana, gracias a la tecnología invasiva–, puede romperse por un tiempo sin que eso signifique el fin de nada. Hay un agujero negro entre el presente en peligro y el futuro devastado, y la ficción está tardando en llenarlo porque la ficción huye del cambio, se instala en lo inamovible, por más abominable que esto sea.
A veces olvidamos que la ficción es un mapa y que, sin él, nos movemos a tientas, y que no estamos ya acostumbrados a movernos a tientas. En esa misma lógica perversa, podría darse el caso de que, de entrar en el terreno conspiranoico, nos preguntásemos seriamente qué fue antes, el virus o Los ojos de la oscuridad de Dean Koontz –que RBA reeditará en abril, si la cuarentena en las imprentas se lo permite–, y la respuesta es más que evidente. ¿No necesitan los planeadores del fin del mundo, si es que existen, algún tipo también de guía? De ahí el asunto de que la realidad haya podido estar leyendo a Dean Koontz en vez de a Stephen King, cuya ficción, al contrario que la de Koontz, tiene mucho más de parabólico. Después de todo, Derry, Castle Rock y Jerusalem's Lot son su Macondo, por lo que no hay manera de que pueda acertar plenamente en ninguna de sus predicciones, y tampoco es esa su intención. Su intención es siempre la de pedirnos que tengamos cuidado, porque ese es el fin de toda novela de terror.
La página web oficial de Stephen King tiene un apartado fascinante en ese sentido. Es un apartado en el que el autor se remonta al origen de cada una de sus novelas. Veamos qué dice cuando habla de Apocalipsis, la novela a la que Los ojos de la oscuridad trató de emular, desde su enclave real: “Me pasé diez años intentando escribir una fantasía épica al estilo El señor de los anillos. Pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Al poco de mudarme con mi mujer y mis hijos a Boulder, Colorado, una noche me topé con un 60 minutos dedicado a la guerra biológica. Nunca olvidaré las horripilantes imágenes de ratones de laboratorio consumiendo algo que les hacía convulsionar y morir en segundos. Eso me llevó a recordar un escape químico en Utah que mató a un rebaño de ovejas. Me acordé de un periodista que dijo: “Si el viento hubiera soplado en dirección contraria, hubiera llegado a Salt Lake City”. Fue así como di con mi épica fantástica de una Norteamérica diezmada por un catarro letal. Mi héroe no era un hobbit sino un tipo de Texas. Mi villano, un loco llamado Randall Flagg y Las Vegas, mi Mordor”.
Lo de King es, pues, fantasía que se nutre de la propia fantasía, o su propio mundo aparte. De ahí su universalidad y su imposibilidad de acertar en algo que no sea la intención y la gestión del conflicto, mientras que Koontz, en quién sabe si un intento por distanciarse de su entonces máximo rival –hoy esa rivalidad es historia, y tanto es así que Koontz ha tirado la toalla en lo que al terror se refiere, y se dedica, plenamente, a lo noir sobrenatural, también en un intento de seguir los pasos del último giro de la narrativa de King, su Mr. Mercedes, con idénticos resultados a los que tuvo en la década de los ochenta– o simplemente en su inevitable y deseada manera de contar, parte de lo real, y elige un punto en el mapa en el que lo que pasa en su ficción finge haber sucedido en la realidad. Cuando lo más probable es que Koontz jamás hubiese escrito sobre algo así de no haberlo hecho antes King, la titularidad de la predicción, o la inspiración, de serla en algún sentido, corresponde a ambos, y en realidad a ninguno de los dos.
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