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CRÍTICA / ARTE

Organizar el pesimismo

En la 56ª edición de la Bienal de Venecia, el comisario nigeriano Okwui Enwezor brinda una imagen apocalíptica del mundo, una instantánea imprescindible

Obra del artista Fabio Mauri en la entrada al pabellón central de la 56ª Bienal de Venecia.
Obra del artista Fabio Mauri en la entrada al pabellón central de la 56ª Bienal de Venecia.

Un meteorito con forma de anillo dentado ha desgarrado la Tierra. Sepultada la historia, sólo queda una ciudad semihundida. El fantasma de la aniquilación final deja únicamente el vacío que hay detrás de la confusión y la podredumbre humana. El día es azul pálido. Un certero rayo de sol alumbra una cápsula del tiempo que sobresale entre los detritos fangosos de milenios. Conserva objetos y lecturas de una civilización que convirtió en fanfarronada la Carta Universal de los Derechos Humanos. Tiene grabada la frase “Todos los futuros del mundo”, y el sello de un frenético activista cultural que quiso desenmascarar implacablemente la conjura global de todos los vencedores y poderosos.

En la 56ª edición de la Bienal de Venecia, Okwui Enwezor nos brinda esta imagen apocalíptica del mundo, la última instantánea de la que seguramente ya no se podrá prescindir, y lo hace más allá de cualquier cuestión estética y con toda la carga de teoría política. La propuesta del comisario nigeriano se inspira en el materialismo de Walter Benjamin y en sus iluminaciones profanas, que acaban tristemente oscurecidas por un exhibicionismo moral sin precedentes en un evento que ya ha cumplido 120 años y que sin embargo conserva la energía de un Rolling Stone.

Las obras de 136 artistas resumen el deseo del curador de convertir la caída y la miseria en una experiencia revolucionaria

Las obras creadas por los 136 artistas seleccionados (representando a 53 países, una buena parte del continente africano, Asia y Oceanía) se concentran en I Giardini y el Arsenale y resumen el deseo de Enwezor de convertir la caída y la miseria humanas en una experiencia revolucionaria. Su apuesta parte de hacer estallar la carga de atmósfera estetizante de los objetos artísticos —dinamitar su “aura”— para después organizarlos sin caer en las falsas promesas de los que creen que todavía es posible que en el futuro “nuestros hijos y nietos se comporten como si fueran ángeles, que posean como si fueran ricos y que todo el mundo viva como si fuera libre”. Porque no fue esa la predicción del Angelus Novus (1920) que dibujó Paul Klee y que interpretó veinte años después Benjamin, pues de ángeles, riqueza y libertad, ya hemos visto, no queda rastro. Así lo expresa el pensador berlinés: “Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, el ángel de la historia ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él despertar a los muertos, pero desde el paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas y que lo empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso” (Tesis sobre la filosofía de la historia).

En Todos los futuros del mundo los presupuestos de la revolución se basan en la desconfianza. Desconfianza con respecto al arte, a la libertad, al hombre blanco europeo. Desconfianza con respecto a la actitud que gangrena al artista y al intelectual, y que les hace creer que pueden cambiar las cosas sólo con la estética. Enwezor insiste una y otra vez en que el artista ha de interrumpir su carrera para entrar en la acción política. Para facilitarle las cosas, está dispuesto a crear una plataforma revolucionaria, el “espacio de las imágenes” donde poder “organizar el pesimismo” en un encadenamiento de sentidos —su “ensayo”— al servicio de un todo colectivo. La obra final sólo puede subsistir transformando, sin que se note mucho, el modelo original de bienal: será fragmentaria, sin jerarquías y no tendrá final —o mejor, su final será el principio, como proponen las alegorías de Fabio Mauri, en la entrada de acceso al pabellón central, resumidas en la palabra en italiano “Fine” (final)—.

Dalí t los pegamoides

La condena, casi platónica, del modelo de pabellón nacional ha sido recurrente durante la última década en Venecia, pero es necesario volver a ajustar cada vez las cuentas, sobre todo después de que en esta edición el desmadre patrio ha sido mayúsculo —una mezquita en el pabellón de Islandia, ucranianos en el ruso, voces indígenas en el de América Latina— para decidir, al menos en lo que al español se refiere, hasta qué punto no valdría la pena poner en venta el ministerio, como aquel que se vende un islote griego o negocia un change entre dos colonias, Perejil por el Peñón, pongamos por caso. Parece que a quienes deciden qué es lo que debe representar a España no les gusta el trendy de las deslocalizaciones artísticas y prefieren la españolidad cojita de un loco ampurdanés. Sacan del armario al Dalí más trans-genio, seguramente pensando que las colas del Reina de hace dos años llegarían hasta la laguna de la Serenísima. El proyecto de Martí Manen, Los sujetos, que reúne los trabajos de Cabello & Carceller, Pepo Salazar y Francesc Ruiz, es —digámoslo claro pero no muy alto— cutre. Dalí cogido por los pelos, o por el bigote, no puede dar para tan poco. Una pésima formalización, un mal comisariado y ganchitos de gambas que dejan su baba aceitosa por las paredes… Así es la paella del pabellón español. Nos hemos quedado atascados en la época de los pegamoides y colgados de la barra del Brillante. No es posible que cuatro buenos artistas —o tres— hayan hecho esta tontería.

Al lado mismo, el pabellón belga pone el contrapunto con el proyecto Personne et Les Autres, justo lo contrario de lo que quieren Los sujetos de Manen. Katherina Gregos da voz a artistas de países que en su día fueron colonias belgas. El resultado es unísono, radical, bello, un diez. Lo mejor de I Giardini, junto al pabellón estadounidense, de Joan Jonas, y al alemán, donde Hito Steyerl firma un vídeo monumental, The Factory of the Sun, capaz de hacernos abrir a voluntad los grifos de nuestra imaginación.

En la bienal de Enwezor la belleza, la ironía y el placer han pasado a un segundo término. Sólo la instalación del “cartógrafo social” Jeremy Deller, sobre la problemática de los llamados “zero-hours workers” en Inglaterra, las maquetas de viviendas de Peter Fiedl (“casos de estudio para un tipo de geografía mental”) y las intervenciones situacionistas de Isa Genzken en maquetas de edificios (museos, bancos) colocadas sobre peanas como objetos votivos invitan a darse un respiro. Esta transformación del evento, de parque temático a tocho marxista, no tendrá lugar sin chocar con el condominio elitista y la mercantilización de una bienal que ha convertido el arte y a los artistas en coadyuvantes de la farsa. La insistencia del curador de pasear el fantasma de Karl Marx por un teatro construido en el pabellón central (la Arena diseñada por David Adjaye) sumada a su preocupación por replantear en otros términos las “formas” del pensamiento tal vez nos ayuden a comprender su fracaso en el ámbito estético, como si al querer salvar el “libro” tuviera que sacrificar a los suyos (y hasta en más de una ocasión “dorar la píldora” a los “otros”).

El público vivirá esta experiencia de­sorientado, no quedándole otra opción que el hastío o el desconsuelo. En el mejor de los casos, puede que con muy buena voluntad intente remontar el proceso ideológico a partir del cual el ensayo ha podido emerger como fórmula. Para este encadenamiento de sentidos encontrará unas cuantas pistas; la primera y más obvia, la lectura de los cuatro volúmenes de El capital (1867) (propuesta del artista inglés Isaac Julien), un happening que se desarrollará a lo largo de los siete meses que dure la exposición y en el que se intercalarán los conciertos de música del compositor afroamericano Julius Eastman y las performances de Olaf Nicolai inspiradas en las grabaciones de Luigi Nono. Otras pistas, entre vídeos, fotografías, performances, instalaciones y mucha pintura, son: las esculturas hechas con letras de neón que denuncian la violencia y la hipocresía de la política norteamericana (Bruce Nauman); el vídeo que muestra a un hombre que vomita sangre sin parar (Christian Boltanski); las pequeñas pinturas de calaveras (Marlene Dumas); el filme sobre la brutalidad racista sufrida por un joven pescador en la isla de Granada (Steve McQueen); las pancartas que los activistas de Gulf Labor Coalition despliegan en los países donde se instalarán las franquicias del Museo Guggenheim como protesta por las condiciones laborales de los trabajadores; los tronos hechos con armas de guerra (Gonçalo Mabunda); o la anárquica lectura del oratorio de Joseph Haydn (que la pareja de artistas Allora & Calzadilla ha encargado al compositor Gene Coleman), inspirada en el Paraíso perdido de Milton y que cada día, hasta que concluya la exposición, interpretará en el Arsenal una coral italiana.

Lo mejor de esta bienal son los “homenajes” —recurso útil en estas últimas ediciones— a los artistas que se comprometieron a iluminar la oscuridad de su época sin renunciar a la estética. A lo largo del recorrido, es evidente la huella profundamente benjaminiana de autores que siempre veían caminos por todas partes y a los que les gusta atravesar escombros: Serguéi Eisenstein, Robert Smithson y Nancy Holt, Fabio Mauri, Alexander Kluge, Marcel Broodthaers, Chris Marker, Walker Evans, Hans Haacke, Harun Farocki, Chantal Akerman y Adrian Piper (premiada en esta edición con el León de Oro).

Y una rareza como apunte final. Los dibujos de Olga Chernysheva (Moscú, 1980) son “evidencias poéticas” que capturan la intimidad y la profunda transformación de la sociedad rusa. Perdidas entre el barullo de piezas del Arsenale, estas obras carentes de pretensión reflejan un mundo que cristaliza acontecimientos inesperados gracias a la voluntad de poder e invención libre de una flâneur. Una manera de aprehender la ciudad de un modo optimista (¿dadá?) es verla como espacio de revuelta. No hay nada políticamente más eficaz, ni más subversivo.

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