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TIPO DE LETRA
Columna
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Steiner no era demasiado estúpido

El autor de 'Presencias reales' creía en la excelencia y en la pedagogía. Era un “especialista en generalidades” al que preocupaba la brecha entre divulgación y especialización, ciencias y letras

Javier Rodríguez Marcos

George Steiner se sintió como si le diesen el premio Nobel cuando, leyendo la correspondencia de Gershom Scholem —maestro de la cábala— reparó en que hablaba de él en una carta a un tercero: “Steiner no es demasiado estúpido”, decía. Que una frase así colmara de “sentido” la vida de un gigante del humanismo moderno da una idea del valor que concedía al magisterio.

Steiner, en efecto, no tenía nada de tonto. Pese a ser un fin de raza de la erudición políglota convertida en agudeza analítica, conocía los límites de su inteligencia y el exacto valor de su trabajo. Por un lado, jamás se atrevió a compararse con los escritores a los que estudiaba; siempre se tuvo por un intermediario. Por otro, nunca dejó de creer en la capacidad de la mente humana para interpretar una obra compleja. Lo primero le hizo enfrentarse a aquellos posmodernos que consideran que la crítica tiene la misma categoría que la poesía o la novela y se lanzan a filosofar hasta convertir los textos ajenos en meros pretextos. En un pasaje de Presencias reales, una de sus obras mayores, les atribuyó el mal de los escolásticos: el vértigo de las grandes profundidades. Lo explicaba así: “Quienes se sumergen a grandes profundidades cuentan que, llegados a cierto punto, el cerebro humano se ve poseído por la ilusión de que es de nuevo posible la respiración natural. Cuando esto ocurre, el buzo se quita la escafandra y se ahoga”. El buzo era Derrida.

George Steiner creía en la excelencia y en la pedagogía. Era un “especialista en generalidades” al que preocupaba la brecha entre la divulgación y la especialización, entre ciencias y letras. Por eso recordaba con pesadumbre el día en que se anunció la solución del teorema de Fermat en el Instituto de Matemáticas de su propia universidad, Cambridge. Sus colegas le explicaron que entre las cuatro soluciones posibles se había optado por la más “elegante”. Él citó el verso de Keats que identifica verdad y belleza y pidió que le aclarasen esa explicación. Le respondieron: “No podemos. Para nosotros la palabra elegante no es una analogía, no es una metáfora. Tendrías que dedicarte a estudiar funciones elípticas 15 años antes de que la palabra elegante llegase a significar algo para ti”. “Fue uno de los momentos más tristes de mi vida”, recordaba. Vivió para levantar puentes entre disciplinas. Su muerte nos deja sin respiración asistida inmersos en una época de vértigo.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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