Volver a los márgenes
Pedro Almodóvar defendió las películas de autor que necesitan de la sensibilidad de los espectadores y los políticos
Pedro Almodóvar personifica como pocos la invisible (y en muchos sentidos trágica) escisión entre el mundo rural y el urbano de un país que tiene en este creador a una de sus metáforas contemporáneas. Un hombre de carácter fuerte y determinado, cuyas sólidas raíces se asientan en la dureza del austero campo donde nació y creció, pero que floreció con el vigor propio de los elegidos en Madrid, ciudad que también es hija de esa dicotomía entre campo y progreso. Sin esa simbiosis jamás hubiese existido Dolor y gloria, la película que anoche se llevó el merecido honor de los Goya. Almodóvar recogió el premio a la mejor dirección conmovido después de escuchar a Antonio Banderas agradecerle tantas cosas. Pero el cineasta no tiró de emociones cuando llegó su turno de palabra y habló de lo que le importa, el cine. Por eso fue tan relevante que sus palabras fuesen para defender las películas que ocurren en los márgenes, un cine de autor que necesita más que ningún otro la sensibilidad de los espectadores y de los políticos y que tiene en este cineasta apasionado a su mejor cómplice.
Cuando recogió el Goya al mejor guion original, recordó la corriente del río de su infancia, el lugar donde su madre lavaba la ropa junto a otras mujeres de su pueblo. De forma casi imperceptible, murmuró que hoy sigue añorando aquel río. Es curioso que dos películas en las antípodas narrativas e industriales como Dolor y gloria y Lo que arde (filme de Oliver Laxe que representa esos márgenes que anoche defendió el cineasta manchego) sean cómplices en algo esencial: su reivindicación de un mundo rural que, ya sea a través de un río para lavar la ropa o un bosque en llamas, forma parte de la identidad y la pasión de estos dos cineastas. En ambas, un hijo y una madre representan un mundo cerrado que solo se puede entender y explicar a partir de la experiencia del campo.
Laxe llegó a los Goya con los ojos pintados con khol como un príncipe almorávide, y Almodóvar con esas gafas de sol que le protegen de la luz y que de alguna manera simbolizan la fragilidad de un gigante. Ambos representan lo mejor de un cine español que ambiciona y logra la trascendencia.
Los premios arrancaron con la octogenaria Benedicta Sánchez, la inolvidable madre de Lo que arde, subida a un escenario que le resultó tan extraño que no dudó en pedir ayuda a los que la aplaudían. Bastaba su presencia para evocar no ya un paisaje sino la naturaleza misma. Su personaje, como Penélope Cruz y Julieta Serrano en Dolor y gloria, representan la maternidad entendida de forma telúrica, aunque una hable gallego y la otra el castellano de La Mancha. Ante ellas, la hostilidad del mundo desaparece. Como cuando Benedicta se reencuentra con su hijo después de la cárcel y se limita a preguntar que si tiene hambre. O cuando la madre de Almodóvar, que habla de mortajas y vecinas, calienta con su cuerpo el frío suelo de una estación para que su hijo duerma como en casa.
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