Peces fuera del agua
Llega la última obra del veterano Ayumu Watanabe, criado profesionalmente en los años noventa en la factoría de la serie de televisión 'Doraemon'
Los niños del mar, el tercer anime estrenado en apenas 10 semanas en nuestra cartelera, confirma el auge de un formato (y una procedencia) que hasta hace poco alimentaba a sus fans españoles casi exclusivamente a través de restringidos circuitos alejados de las convenciones y de la pantalla grande, salvo la presencia puntual en festivales. De modo que la existencia de decenas de páginas de Internet especializadas en animación japonesa, con enlaces de dudosa legalidad a series y películas que hasta ahora no encontraban distribución comercial, ha debido convencer a los exhibidores de que por ahí hay mercado.
LOS NIÑOS DEL MAR
Dirección: Ayumu Watanabe.
Género: fantasía animada. Japón, 2019.
Duración: 110 minutos.
Tras los trabajos de Makoto Shinkai (El tiempo contigo) y Keiichi Hara (The Wonderland), interesantes ambos, llega la última obra del veterano Ayumu Watanabe, criado profesionalmente en los años noventa en la factoría de la serie de televisión Doraemon, en la que más tarde llegó a dirigir dos de los abundantes largometrajes con las andanzas del mítico Nobita: Doraemon y el pequeño dinosaurio (2006) y Doraemon en el reino de Keibo (2008). Los niños del mar, sin embargo, nada tiene que ver con lo infantil y sí con la encrucijada adolescente y con la fantasía artística, algo que comparte con las películas de Shinkai y Hara.
En el primer cuarto de hora, realista, cotidiano y reconocible, se presenta a la protagonista, una chica aspirante a jugadora de balonmano, hija de padres divorciados, esquinada por sus compañeras y con tendencia a los arrebatos de violencia. Pero, pasado ese largo prólogo, llega la fantasía a través de unos críos con especiales conexiones con el mar. Algo que entronca tanto con lo político, con una cierta denuncia por los experimentos genéticos, como con lo metafórico: el concepto de críos como peces fuera del agua.
De narración algo confusa y con un redundante eje central, aunque siempre de exquisita creatividad (esos primerísimos planos con la cría de enormes ojos que tanto recuerdan a las pinturas de la estadounidense Margaret Keane), la película estalla en sus 20 minutos finales. Un largo clímax estético, casi ajeno a la narración, con bonitos virajes formales y de color, incluso hasta el blanco y negro con dibujo a carboncillo, memorable en su estilo de corte expresionista.
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