Muere Ivry Gitlis a los 98 años, el ‘último mohicano’ del violín
Un músico ferozmente independiente y único de una generación legendaria
Podría parecer tópico afirmar que el fallecimiento de Ivry Gitlis (Haifa, actual Israel, 1922), el pasado jueves 24 de diciembre en una clínica de París, supone el fin de una época. Pero cuesta expresarlo con otras palabras, especialmente tras la desaparición de Ida Haendel, en Miami, el pasado 30 de junio. La lista de violinistas legendarios que habrían cumplido un siglo a partir de este año arranca con Isaac Stern e incluye nombres fundamentales como Arthur Grumiaux, Leonid Kogan y Josef Suk. Pero Gitlis fue siempre el más inclasificable e iconoclasta de todos ellos.
No sólo se unió, en 1968, a John Lennon, Yoko Ono, Eric Clapton y Keith Richards, en The Dirty Mac, sino que tocó al mismo tiempo estrenos de nuevas composiciones de vanguardia para violín, de Bruno Maderna y Iannis Xenakis. También participó como secundario en varias películas de los setenta, como en Diario íntimo de Adela H., de François Truffaut. E incluso revolucionó, en 1972, el concepto clásico de festival en Vence, al sur de Francia, donde colaboró con Léo Ferré para convertir la música en una experiencia comunitaria entre artistas y público. Siempre mantuvo una forma tan fascinante como extrema de tocar su instrumento. Gitlis llegaba más lejos que nadie y durante una interpretación del Concierto para violín de Chaikovski, en La Habana, en 1960, terminó con su Stradivarius sin puente y con las cuatro cuerdas rotas.
Su autobiografía, El alma y la cuerda, que publicó en francés, en 1980, y reeditó ampliada, en 2013, en Buchet-Chastel, conforma el relato de un músico ardiente y ferozmente independiente. Nacido en la antigua Palestina, dentro de una familia de origen ruso, fue descubierto por Bronisław Huberman a los nueve años. Estudió con grandes maestros (Jules Boucherit, Carl Flesch, George Enescu, Jacques Thibaud y Theodore Pashkus) aunque no siguió a ninguno de ellos. Lo prueba su participación, en 1951, en el Concurso Long-Thibaud, con un injusto quinto premio que desató la furia del público. Y lo confirman sus legendarias grabaciones para Pathé-Vox, a partir de 1953, de los conciertos violinísticos de Berg, Sibelius, Stravinski y Hindemith, junto a Bartók (Concierto nº 2 y Sonata para violín solo). Versiones intensas, frescas y llenas de carácter, con una técnica asombrosa y una sorprendente habilidad para colorear cada nota, a pesar de un acompañamiento orquestal que no está a la misma altura.
Paganini fue otro compositor que inspiró a Gitlis vehementes versiones de sus dos primeros conciertos. Pero nunca terminó satisfecho con su registro, de 1976, de los Caprichos para violín solo, cuya publicación tan sólo permitió en 2006. En el Institut national de l’audiovisuel se han conservado varias filmaciones suyas, hoy disponibles en DVD, que completan visualmente su admirable forma de tocar. Pero Gitlis nunca “colgó” su maravilloso Stradivarius “Sancy” de 1713. Prueba de ello es el documental holandés Inspiration (2010), sus tardías colaboraciones con la pianista Martha Argerich o el famoso concierto que protagonizó, en 2012, con motivo de su 90 cumpleaños, en el Palais des Beaux-Arts de Bruselas, junto a jóvenes amigos (los violinistas Maxim Vengerov y Janine Jansen, el violista Amihai Grosz y el violonchelista Steven Isserlis) a quienes trataba de inspirar. Y es que, en su última entrevista en la revista The Strad, en agosto de 2012, Gitlis se quejaba de que hoy todos los músicos de cuerda suenan igual, piensan lo mismo (“como en una dictadura”) y desdeñan los conflictos. No fue un artista fácil, pero sí el “último mohicano” de su instrumento.
Babelia
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